20.04.13

Pastores en la Iglesia

Homilía para el IV Domingo de Pascua

La Sagrada Escritura emplea la metáfora del pastor y del rebaño para describir las relaciones que unen a Dios con su pueblo: “como pastor que apacienta su rebaño, recoge en sus brazos a los corderos, se los pone sobre el pecho, conduce al reposo a las ovejas madres” (Is 40,11). Dios confía las ovejas de su rebaño a sus servidores y promete enviar a un rey-pastor, a un nuevo David, al Mesías (cf Ez 34,23), que vendrá en forma de siervo y que, como una oveja muda, justificará por su sacrificio a las ovejas dispersas (cf Is 53).

Jesús cumple esta profecía del pastor venidero. Él es el Buen Pastor, que guía a su grey y la conduce “hacia fuentes de aguas vivas”. Reúne al “pequeño rebaño” de la Iglesia, un rebaño perseguido por los lobos de fuera y por los de dentro, disfrazados de ovejas, pero pastoreado por Jesús, el Hijo de Dios, que revela a los suyos el amor del Padre.

Entre Jesús y los suyos se crea un vínculo que se caracteriza por el conocimiento mutuo y por el amor recíproco, un amor fundado en el que une al Padre y al Hijo: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano”.

Escuchar la voz del Buen Pastor es acercarse al Evangelio, abriendo el oído para percibir “la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre” que es Jesucristo, nuestro Señor (cf Catecismo 65). En la Sagrada Escritura, leída en la Tradición de la Iglesia e interpretada con autoridad por el Magisterio, resuena hoy en el mundo esa voz viva que proviene de Dios.

La escucha de la Palabra genera la fe, que se convierte en un principio de conocimiento. “No se trata – como explicaba el Papa Benedicto XVI – de mero conocimiento intelectual, sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna”.

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16.04.13

Aborto, derecho y moral

He oído a algún representante político decir: “Al Código [supongo que Civil y/o Penal] no se pueden llevar principios morales”. La afirmación es muy fuerte. Una de las acepciones de la palabra “derecho” es: “Conjunto de principios y normas, expresivos de una idea de justicia y de orden, que regulan las relaciones humanas en toda sociedad y cuya observancia puede ser impuesta de manera coactiva”. La alusión a los principios y a las normas, así como a la idea de justicia, no debe ser pasada por alto. Un derecho sin principios ni normas, un derecho que renuncie a expresar una idea de justicia, no es, propiamente hablando, un derecho. Es más bien una imposición por la fuerza.

Benedicto XVI, dirigiéndose al Parlamento Federal de Alemania, insistió en esa vinculación que une derecho y justicia: “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín, recordaba el Papa.

¿Cómo se reconoce lo que es justo? “Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”, continuaba diciendo.

La naturaleza y la razón como fuentes del derecho, como fuente jurídica válida para todos. El nexo que une naturaleza – ser - y “ethos” – deber – desaparece cuando la naturaleza, y hasta la misma razón, es valorada con criterios puramente funcionales: “Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ‘ethos’ y del derecho quedan fuera de juego”.

Benedicto XVI concluía ese discurso diciendo que también hoy desearíamos “la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz”.

El derecho, en tanto que regula las relaciones humanas en la sociedad, no es equiparable, sin más, a la moral. La moral abarca más que el derecho; tiene en cuenta todas las acciones humanas en orden a su bondad o malicia. Pero el derecho no puede estar absolutamente separado de la moral, de la justicia y del bien.

En las legislaciones positivas sobre el aborto se percibe cada vez más la separación entre ser y deber, entre moral y derecho. Se camina, eso parece a veces, hacia una mera regulación de una banda de bandidos.

Ni las leyes basadas en supuestos ni las leyes basadas en plazos son justas. Esas leyes no dan a cada uno lo que le corresponde o pertenece. Las leyes basadas en supuestos reconocen que el “nasciturus” es un bien jurídico. Nada más. No una persona, solo un bien. Y cuando varios bienes entran en conflicto habrá que arbitrar cuál de ellos prevalece.

Las leyes de plazos hacen hincapié en el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo; también sobre la obligación de su propio cuerpo a llevar adelante un embarazo.

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15.04.13

La protección de la vida es un tema de justicia social

Algunas personas parecen insistir en que lo que hace referencia al derecho a la vida – que incluye el derecho a vivir de los concebidos y aún no nacidos - forma parte de la ética individual, sin apenas repercusiones sociales. Según este criterio, en un momento de grave crisis económica no se podría hablar, por ejemplo, de la inmoralidad del aborto.

Entre persona y sociedad no existe un hiato. El ser humano es un ser social y la persona humana se abre al tú y al nosotros. A su vez, la sociedad solo puede edificarse sobre bases justas si todos los derechos – y, entre ellos, el más elemental de todos, el derecho a vivir – son protegidos y custodiados.

En la encíclica “Caritas in veritate”, Benedicto XVI observa con gran agudeza: “Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el concepto de pobreza y de subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas” (n.28). Y añade: “La acogida de la vida forja las energías morales y capacita para la ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida, los pueblos ricos pueden comprender mejor las necesidades de los que son pobres, evitar el empleo de ingentes recursos económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas entre los propios ciudadanos y promover, por el contrario, buenas actuaciones en la perspectiva de una producción moralmente sana y solidaria, en el respeto del derecho fundamental de cada pueblo y cada persona a la vida”.

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12.04.13

El oficio de Pedro, el ministerio del Papa

Homilía para el Domingo III de Pascua (Ciclo C)

El Señor Resucitado “se apareció otra vez a sus discípulos”. Es Él quien siempre toma la iniciativa para dejarse ver por los suyos, para salir a su encuentro. Frente a la imagen de los discípulos faenando de noche en el mar, ocupados en una pesca que resulta infructuosa, resalta la presencia de Jesús, en la orilla, cuando ya estaba amaneciendo. La inestabilidad y la fatiga de la vida temporal contrasta con la firmeza y el descanso de la vida eterna: “La mar significa el siglo presente, que se combate a sí mismo por el choque de las tumultuosas olas de esta vida corruptible, al paso que la tierra firme de la playa significa la estabilidad del eterno descanso. Y como los discípulos luchaban todavía con las olas de esta vida mortal, se fatigaban en el mar, mientras nuestro Redentor, después de su resurrección, habiendo sacudido la corrupción de la carne, permanecía firme en la playa”, comenta San Gregorio.

Por mandato del Señor, echaron de nuevo la red y encontraron una multitud de peces. El simbolismo de la barca y de la pesca nos hace pensar en la misión de la Iglesia, que recoge a los peces prendidos en las redes del nombre cristiano para llevarlos al descanso de la playa, de la vida eterna. La tarea de la Iglesia no equivale a una actividad meramente humana, a una simple pesca de noche en el mar de la historia. La Iglesia es, a la vez, visible y espiritual. En ella lo humano está subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos, nos recuerda el ConcilioVaticano II (SC 2). En obediencia a Cristo, la Iglesia debe recoger a los hombres en la red de la fe, de la esperanza y del amor para que puedan entrar, para siempre, en la comunión con Dios. Toda estructura y toda planificación han de estar orientadas no al éxito mundano, que resultaría imposible, sino a un único fin: la santidad, la unión con Dios por “la caridad que no pasará jamás” (1 Co 13,8).

El amor que despierta la fe hace que los discípulos reconozcan al Señor, que prepara el alimento para los suyos: el pan y el pescado. El alimento es, en realidad, Él mismo: “El pez asado, es Cristo crucificado. Este se dignó ocultarse en las aguas del humano linaje; quiso ser prendido en el lazo de nuestra muerte; y el que se hizo por nosotros pez por la humanidad, ha sido nuestro pan restaurador por su divinidad”, escribe Beda. Cristo es el Pan que ha bajado del cielo al que, en el sacramento de la Eucaristía, se incorpora la Iglesia para participar de la bienaventuranza eterna: “¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!”, aclama la Iglesia en una antigua oración.

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9.04.13

¿Qué otra cosa podríamos ser sino humanos desde el principio?

¿Ha salido un humano de una calabaza? ¿De una lechuga?

Claro que somos seres humanos desde el principio. Obviamente, desde el principio, no nos damos cuenta de quienes somos, ni de quienes son nuestros padres, ni sabemos hablar ni una ni varias lenguas.

Pero no somos, desde el principio, pura potencia. No. Somos una potencia ya muy determinada por un programa de forma. Somos, desde el comienzo, en esencia, lo que llegaremos a ser, si nos dejan.

No vale compararlo, el asunto del embrión y del niño, con una castaña y un castaño. En plan de decir: “una castaña no es un castaño”. Claro que no. Pero una castaña es una castaña. Y un castaño es un castaño. ¿Que la castaña llega a ser castaño o no? No parece que se pierda nada único. Salvo que los castaños fuesen una especie en extinción. En ese caso, el problema no sería “un” castaño, la supervivencia de “un” castaño, sino que los castaños, así, en general, siguiesen existiendo.

Los seres humanos no somos así, uno más. Cada ser humano vale por sí mismo. ¿No es cada persona humana irrepetible? ¿No tiene, cada persona humana, dignidad y no precio? ¿No se habla de la dignidad de la persona humana, de los derechos humanos y no simplemente de los derechos de los individuos de una especie?

Legitimar el aborto, disculpar el aborto y hasta comprenderlo se complica cada vez más. Antes, era más fácil. No existían las ecografías. Hoy, es muchísimo más difícil hacerlo.

Todos sabemos lo que es abortar. Todos lo sabemos. No cabe el engaño: Es matar a un nuevo ser humano en sus primeras, o no tan primeras, etapas de vida. Eso ya lo sabemos.

¿Por qué se mata a un ser humano, a una persona - me basta con que lo sea en potencia, aunque no lo sea solo en potencia, ya sé que se no – ? Pues por egoísmo y por conveniencia. “No me viene bien a mí que tú seas ahora”. “Yo no quiero que tú nazcas”. “Me complica la vida que lo seas – un humano desde el principio - y que nazcas”.

El problema del aborto está ahí. No es una cuestión a debatir, ya no, el estatuto del embrión humano. Es, más bien, un debate sobre los límites de las obligaciones de la justicia humana. Sobre lo indeclinable que es ser justo.

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