9.04.13

¿Qué otra cosa podríamos ser sino humanos desde el principio?

¿Ha salido un humano de una calabaza? ¿De una lechuga?

Claro que somos seres humanos desde el principio. Obviamente, desde el principio, no nos damos cuenta de quienes somos, ni de quienes son nuestros padres, ni sabemos hablar ni una ni varias lenguas.

Pero no somos, desde el principio, pura potencia. No. Somos una potencia ya muy determinada por un programa de forma. Somos, desde el comienzo, en esencia, lo que llegaremos a ser, si nos dejan.

No vale compararlo, el asunto del embrión y del niño, con una castaña y un castaño. En plan de decir: “una castaña no es un castaño”. Claro que no. Pero una castaña es una castaña. Y un castaño es un castaño. ¿Que la castaña llega a ser castaño o no? No parece que se pierda nada único. Salvo que los castaños fuesen una especie en extinción. En ese caso, el problema no sería “un” castaño, la supervivencia de “un” castaño, sino que los castaños, así, en general, siguiesen existiendo.

Los seres humanos no somos así, uno más. Cada ser humano vale por sí mismo. ¿No es cada persona humana irrepetible? ¿No tiene, cada persona humana, dignidad y no precio? ¿No se habla de la dignidad de la persona humana, de los derechos humanos y no simplemente de los derechos de los individuos de una especie?

Legitimar el aborto, disculpar el aborto y hasta comprenderlo se complica cada vez más. Antes, era más fácil. No existían las ecografías. Hoy, es muchísimo más difícil hacerlo.

Todos sabemos lo que es abortar. Todos lo sabemos. No cabe el engaño: Es matar a un nuevo ser humano en sus primeras, o no tan primeras, etapas de vida. Eso ya lo sabemos.

¿Por qué se mata a un ser humano, a una persona - me basta con que lo sea en potencia, aunque no lo sea solo en potencia, ya sé que se no – ? Pues por egoísmo y por conveniencia. “No me viene bien a mí que tú seas ahora”. “Yo no quiero que tú nazcas”. “Me complica la vida que lo seas – un humano desde el principio - y que nazcas”.

El problema del aborto está ahí. No es una cuestión a debatir, ya no, el estatuto del embrión humano. Es, más bien, un debate sobre los límites de las obligaciones de la justicia humana. Sobre lo indeclinable que es ser justo.

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6.04.13

El P. Carballo

Hace un par de días, hablando con un alumno, he constatado de nuevo lo que, por otra parte, es muy fácil de constatar: El tiempo pasa y la vida se nos escapa entre las manos como el agua que inútilmente pretendemos, a veces, retener entre ellas.

De mis profesores guardo, en general, un buen recuerdo. Una memoria agradecida. Y han sido ya muchos profesores, algunos incluso maestros, en el mejor sentido de la palabra “maestro”.

Entre los profesores del Seminario Mayor de Vigo, allá por el último quinquenio de los años 80, estaba el P. José Rodríguez Carballo, OFM. Vivía él en el convento de Canedo, en Ponteareas, y enseñaba Sagrada Escritura en el Seminario.

No teníamos manuales de esa disciplina – hoy, sí los hay - . Las clases consistían, pues, en tomar notas, apuntes, de lo que el profesor iba diciendo. El P. Carballo era competente, se le veía muy versado en la exégesis bíblica; muy al tanto de las publicaciones que, ya fuese sobre los profetas o sobre San Pablo, iban saliendo.

Su enseñanza compaginaba la exégesis, en el sentido más literal del término – crítica textual, crítica literaria y crítica histórica – , con la teología bíblica. No era un campo fácil ni especialmente pacífico en aquel entonces. Sin embargo, creo que el P. Carballo se desenvolvía bien, siguiendo una línea que compaginaba la apertura a todas las investigaciones con la sensatez y la prudencia.

A mí me costaba esa asignatura, o ese cúmulo de asignaturas que se agrupaban en el área de Sagrada Escritura. Hoy, bastantes años después, me interesan mucho más que entonces los estudios bíblicos. Pero, si algo saqué en conclusión, y en buena medida gracias a él, es que el estudio científico, digámoslo así, de la Escritura no es una amenaza para la fe, sino una ayuda para fundamentarla mejor.

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La misericordia es el amor del Padre

Homilía para el II Domingo de Pascua

El Señor Resucitado se encuentra con los suyos y les comunica el Espíritu Santo para que puedan cumplir la misión de perdonar los pecados, siendo instrumentos de la misericordia de Dios: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20,22).

El Concilio de Trento enseña que “por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados para reconciliar a los fieles caídos en pecado después del Bautismo”.

La fuente de todo perdón es el Padre de la misericordia, que “realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia” (Catecismo 1449).

La misericordia es el amor del Padre; un amor paciente y benigno; un amor fiel y más poderoso que el pecado y que la muerte. Juan Pablo II decía que “precisamente porque existe el pecado en el mundo (…), Dios que «es amor» no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia”; es decir, como amor que perdona, que mantiene la fidelidad a pesar de las infidelidades de los hombres. Y Benedicto XVI nos ayuda a comprender el alcance infinito de esta fuerza divina al comentar: “Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”.

La misericordia de Dios pone un límite al mal. Esta verdad la vemos reflejada en la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, en su Pascua. En la Cruz del Salvador Dios sale misericordiosamente al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: el pecado y la muerte. Jesús, el Inocente, carga sobre sí todo el terrible peso del pecado y lo “desactiva” con su obediencia. Con su propia muerte, vence a la muerte. Con su Resurrección, prueba que la misericordia de Dios es más fuerte que toda la fuerza del mal.

Por eso Cristo vivo, Testigo por antonomasia de la misericordia del Padre, saluda a los suyos, por tres veces, con la paz: “Paz a vosotros”. La misericordia de Dios es capaz de disipar el miedo; es capaz de sustentar e impulsar la misión de la Iglesia, y es capaz de vencer las dudas que impiden pasar de incrédulo a creyente.

Comunicando el Espíritu Santo, el Señor derrama en nuestros corazones el don del Amor, cuyo primer efecto es la remisión de nuestros pecados, para que en cada uno de nosotros se produzca una auténtica “resurrección espiritual”, una vuelta a la amistad con Dios. La misión de la Iglesia es, por voluntad de Cristo, ser dispensadora de la misericordia divina. Particularmente en el sacramento de la Penitencia, en el que “cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado” (Juan Pablo II).

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3.04.13

Si falla la fe en la Resurrección todo se derrumba

La fe pascual tiene su origen en la acción de la gracia divina en los corazones de los creyentes y en la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado (cf Catecismo 644). Es el Señor quien se acerca a los discípulos que se dirigían a Emaús, se pone a caminar con ellos y, finalmente, despierta su fe (cf Lc 24,13-35).

No había bastado con ver morir a Jesús para creer en Él como Mesías e Hijo de Dios. Es verdad que se había mostrado como “un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo”, pero esa esperanza parecía quedar definitivamente defraudada por la muerte. “¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto. Y han permanecido muertos”, comenta Benedicto XVI.

La Resurrección es la prueba segura que demuestra la identidad y la misión de Jesús. Sí, Él es el Hijo de Dios, vencedor de la muerte. Él es el salvador del mundo, que puede darnos la vida verdadera. Es esta certeza la que mueve el testimonio de la Iglesia desde sus orígenes: “matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos”, proclama San Pedro (cf Hch 3,15).

El Señor escucha a los caminantes de Emaús que, decepcionados, no acaban de creer los rumores que hablaban de que Cristo estaba vivo, pues su sepulcro había sido encontrado vacío. Con gran paciencia, el Señor “les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura”. La Resurrección es el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, la realización de esas predicciones.

Pero será el gesto de partir el pan lo que abra los ojos de estos discípulos para así reconocer a Jesús. San Agustín comenta que “cuando se participa de su Cuerpo desaparece el obstáculo que opone el enemigo para que no se pueda conocer a Jesucristo”. La Eucaristía es la verdadera escuela que nos permite adentrarnos en el conocimiento del Resucitado, en la comunión con Él.

El encuentro con el Señor transforma completamente a aquellos discípulos: “levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros”. La fe en el Resucitado les empuja hacia la Iglesia y les lleva al testimonio. Como afirma el papa: “En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos”.

Nosotros, a diferencia de los caminantes de Emaús, no hemos visto a Jesús Resucitado. Nuestra fe se fundamenta en el testimonio de quienes sí lo vieron. Pero, al igual que los de Emaús, podemos encontrarnos cada domingo, incluso cada día, con el Señor. Él viene también a nuestro encuentro, enciende nuestro corazón con el fuego de su palabra y parte para nosotros el pan de la Eucaristía.

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2.04.13

Jesús a María Magdalena: "Suéltame"

“λέγει αὐτῇ Ἰησοῦς, Μή μου ἅπτου, οὔπω γὰρ ἀναβέβηκα πρὸς τὸν πατέρα: πορεύου δὲ πρὸς τοὺς ἀδελφούς μου καὶ εἰπὲ αὐτοῖς, Ἀναβαίνω πρὸς τὸν πατέρα μου καὶ πατέρα ὑμῶν καὶ θεόν μου καὶ θεὸν ὑμῶν".

Un jovencísimo lector me ha hecho llegar una duda acerca de la interpretación de un pasaje del IV Evangelio, en el que Jesús dice a María Magdalena: “No me toques, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20,17). Yo no soy un especialista en la exégesis neotestamentaria, esa ciencia tan complicada que puede, bien entendida, acercarnos a la Escritura o, por el contrario, alejarnos de ella, como una sobredosis de crítica literaria puede apartarnos del gozo de la literatura, que supone una cierta inmediatez con el texto, sin infinitos filtros que nos hagan sospechar que lo que leemos no es en realidad lo que leemos.

No es extraño que un jovencísimo lector se sorprenda de ese versículo. Nos sorprendemos todos. Y el mismo Catecismo habla, al respecto, del carácter velado de la gloria de Cristo Resucitado que se transparenta en sus “palabras misteriosas” a María Magdalena (n. 660). La revelación es revelatio, manifestación, y re-velatio, volver a velar; es decir, ocultamiento.

¿Qué significa pasar de este mundo al Padre? ¿Qué quiere decir entrar con el propio cuerpo en la gloria de Dios? Nuestro lenguaje es limitado, se refiere a lo que, en este mundo, podemos ver y tocar, ya que para “inteligir” es necesario “sentir”. La irrupción, en este mundo, de un mundo nuevo, no encuentra analogías ni parangones fáciles. Los datos de la fe que aluden al “otro mundo”, a la vida definitiva en Dios, no pretender saciar nuestra curiosidad, sino sostener, de modo fundado, nuestra esperanza. Una geografía de las “realidades útimas” resulta, con Barroco o sin él, inútil y hasta contraproducente.

Pero la revelación sería imposible sin una especie de intersección entre lo divino y lo humano, de irrupción del mundo nuevo en el mundo viejo. Por eso, no debemos espiritualizar en exceso la Resurrección de Cristo, ni tampoco materializarla en exceso. Con sano equilibrio, el Catecismo habla de la Resurrección como de un acontecimiento, a la vez, histórico y trascendente. Histórico, porque se hace presente, por medio de signos, en nuestro mundo. Trascendente, porque supone el inicio de un nuevo mundo, de un mundo cuyas coordenadas son celestiales, divinas.
El cuerpo del Resucitado es un cuerpo auténtico y real que posee al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: “no está situado en el espacio y en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere […] porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre” (Catecismo 645).

Su humanidad “ya no puede ser retenida en la tierra”. Aquí encuentro yo la clave de las palabras que Jesús dirige a la Magdalena: “No me toques”; es decir, no sigas tocándome, no quieras retenerme en esta tierra, suéltame, déjame recorrer el tramo final, entrar para siempre en el Padre. María hace con Jesús lo que cualquiera de nosotros haríamos con las personas amadas: resistirnos a su partida, querer conservarlos con nosotros para siempre.

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