6.06.13

Sagrado Corazón

La Iglesia celebra en el mes de Junio la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.

Se podría pensar que la devoción al Sagrado Corazón es algo trasnochado, propio de otras épocas, pero ya superado en el momento actual. Sin embargo, el Papa Juan Pablo II, en la carta entregada al Prepósito General de la Compañía de Jesús, el 5 de octubre de 1986, en Paray-le-Monial, animaba a los Jesuitas a impulsar esta devoción:

“Sé con cuánta generosidad la Compañía de Jesús ha acogido esta admirable misión y con cuánto ardor ha buscado cumplirla lo mejor posible en el curso de estos tres últimos siglos: ahora bien, yo deseo, en esta ocasión solemne, exhortar a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo”.

Esta exhortación a promover con mayor celo aún esta devoción, que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo, se fundamenta principalmente, según el pensamiento del Papa, en dos motivos:

El primero de ellos es que los elementos esenciales de esta devoción “pertenecen de manera permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda la historia", pues, desde siempre, la Iglesia ha visto en el Corazón de Cristo, del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los sacramentos que la constituyen. Además, los Santos Padres han reconocido en el Corazón del Verbo encarnado “el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor del Divino Redentor del que este Corazón traspasado es un símbolo particularmente expresivo".

El segundo motivo es que, tal como afirma el Concilio Vaticano II, el mensaje de Cristo, el Verbo encarnado, que nos amó “con corazón de hombre", lejos de empequeñecernos, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y, fuera de Él, nada puede llenar nuestro corazón (cf Constitución pastoral Gaudium et spes, 21-22). Es decir, junto al Corazón de Cristo, “el corazón del hombre aprende a conocer el sentido de su vida y de su destino".

Se trata, por consiguiente, de una devoción a la vez permanente y actual.

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3.06.13

El que odia, odia

Por el hecho de ser religiosos y, sobre todo, por ser católicos, algunas personas, que aborrecen la religión y, por encima de todo, el Catolicismo, nos odian. Odiar no es solo sentir antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien. Es peor; es desear el mal para el odiado y para todo lo que el odiado piense, sienta o crea.

El que odia quiere, en el fondo de su corazón, destruir al odiado. No busca la conversión del otro, no; busca su destrucción. Hasta cierto punto es compresible que deseemos que los demás coincidan con nosotros en lo que consideramos que sostenemos con fundamento, con razón, con suficiente motivo; en lo que, honestamente, pensamos que es bueno, noble y justo.

El que odia no se para en miramientos. Odia y punto. Y cualquier cosa que diga el odiado, razonable o no, reforzará su aversión, su afán implacable de hacer tábula rasa, de empezar de nuevo.

Todo lo que diga “el otro”, el odiado, se convertirá a priori en sofisma, en argumento aparente en favor de lo falso. Jamás se le reconocerá al odiado la capacidad de argumentar. El odiado es, por definición, imbécil, alelado, escaso de razón.

El que odia cree tener las claves del lenguaje. Las palabras que no le gustan simplemente han de ser borradas del diccionario o reinterpretadas, no según el sentido que la tradición lingüística les atribuye, sino según su capricho imperial y soberano.

El que odia se siente en posesión absoluta y exclusiva de la verdad. Y no solo eso. Se siente con derecho a imponer su verdad a costa de lo que sea. ¿A costa de la patria potestad? También. Los padres no pueden escoger, por ejemplo, el tipo de educación que, dentro de lo razonable, desean para sus hijos.

¿Que los padres son católicos y desean que sus hijos sean educados de acuerdo con su fe? No, no. El que odia dirá que no. Y le dará lo mismo lo que diga la Constitución Española: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (27,3). E igualmente le tendrá sin cuidado la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” (a.18).

Al que odia le fastidia que existan resquicios para escapar a su dominio. No desean persuadir, desean exterminar (física, moral o cívicamente). Y tergiversan todo lo tergiversable para lograrlo. Inventan privilegios fiscales, pretextan exenciones y añoran, en el fondo, los totalitarismos anticristianos.

Confunden lo que es, o lo que ellos creen que es, con el deber ser, o lo que ellos creen que debe ser. Hablan de respeto cuando no respetan nada, salvo a sí mismos. Hablan de no discriminación cuando discriminan continuamente. ¿Acaso no sería discriminar, en la escuela o en la sociedad, a un creyente solo por ser creyente? ¿Acaso no es discriminar considerar, sin más, a un creyente como a un enfermo mental - dicho con todo en respeto que merecen esos enfermos -?

Al que odia le encantaría que el Estado, el César, fuese un Nerón de su gusto. No desean un César tolerante, que permita creer o no, educar en conformidad con la fe o no. No es eso. Quieren a un César que, como Nerón, culpe de los incendios de Roma solo a los cristianos. Eso les hace gozar, les llena de sueños de liberación. Les colma de júbilo.

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31.05.13

La presencia real de Cristo en la Eucaristía

La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo nos empuja a expresar nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía; a “expresar”, es decir, a manifestarla con palabras, miradas o gestos. La fe tiene su raíz en la acción de la gracia en nuestro corazón, pero abarca la totalidad de lo que somos y, por consiguiente, como la alegría o el amor, necesita ser expresada.

La Iglesia no ahorra las palabras, no silencia la emoción que suscita la presencia del Señor en el Santísimo Sacramento y acude a la Escritura Santa para hacer resonar, en el canto del Aleluya de la Misa, la afirmación del mismo Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien coma de este pan vivirá para siempre” (cf Jn 6,51-52). En uno de los prefacios proclama: “Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica”. Y en el himno eucarístico compuesto por Santo Tomás se dice que la lengua cante el misterio del glorioso Cuerpo de Cristo: “Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium”.

La mirada del creyente de asombra y se admira ante esta singular manera en la que Cristo ha querido hacerse presente en su Iglesia. Y los ojos, que sólo alcanzan a ver el signo del pan y del vino, piden ayuda a la fe para creer, basados en la autoridad de Dios, que no miente, que Jesucristo, nuestro, Señor es el “Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias”. La mirada se vuelve entonces adoración: “A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte”.

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El Rvdo. Sr. D. Jose Eugenio Dominguez Carballo, delegado diocesano para el camino de Santiago

No cabe duda de que el Camino de Santiago es una señal de identidad para la diócesis de Tui-Vigo. Y para todas las diócesis de Galicia.

El Camino de Santiago ha sido, y sigue siendo, una marca definitiva para Europa y para la presencia de la fe cristiana en Europa.

Tal como dijo el papa Benedicto XVI, el 6.11.2010:

“Como el Siervo de Dios Juan Pablo II, que desde Compostela exhortó al viejo Continente a dar nueva pujanza a sus raíces cristianas, también yo quisiera invitar a España y a Europa a edificar su presente y a proyectar su futuro desde la verdad auténtica del hombre, desde la libertad que respeta esa verdad y nunca la hiere, y desde la justicia para todos, comenzando por los más pobres y desvalidos. Una España y una Europa no sólo preocupadas de las necesidades materiales de los hombres, sino también de las morales y sociales, de las espirituales y religiosas, porque todas ellas son exigencias genuinas del único hombre y sólo así se trabaja eficaz, íntegra y fecundamente por su bien”.

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25.05.13

La Santísima Trinidad

En la oración colecta de la Misa de la solemnidad de la Santísima Trinidad pedimos a Dios “profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su Unidad todopoderosa”.

Profesar la fe verdadera es confesarla, dejando que la palabra externa signifique lo que concibe la mente. En el Bautismo, se invita al que va a ser bautizado, o a sus padres y padrinos, a confesar la fe de la Iglesia. En el centro de esta confesión está el misterio de Dios: “La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad”, decía San Cesáreo de Arles. Y San Gregorio Nacianceno, al instruir a los catecúmenos de Constantinopla, afirmaba, sobre la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo: “Os la doy [esta profesión] como compañera y patrona de toda vuestra vida”.

La Iglesia, entregándonos el Símbolo, pone en nuestros labios las palabras adecuadas para que podamos creer y hablar (cf 2 Co 4,13): “Creo en Dios, Padre todopoderoso”, “creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor”, “Creo en el Espíritu Santo”. Como escribe San Atanasio en una de sus cartas: “En la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo”.

Conocer la gloria de la eterna Trinidad equivale a contemplar, con la mirada de la fe, la manifestación que Dios hace de Sí mismo en la creación del mundo y en la historia de la salvación. Una manifestación que llega a su plenitud con el envío del Hijo y del Espíritu Santo, cuya prolongación es la misión de la Iglesia. “Todo lo que tiene el Padre es mío”, nos dice Jesús, y el Espíritu Santo “recibirá de lo mío y os lo anunciará” (cf Jn 16,12-15). El Espíritu Santo nos introduce así en la realidad de la comunicación divina, en el diálogo que mantienen las tres Personas del único Dios.

El conocimiento de Dios es inseparable de la comunión con Él. Y en ese proceso de conocimiento y comunión crecientes consiste la vida cristiana. Dejándonos atraer por el Padre y movidos por el Espíritu Santo, seguimos a Cristo, nuestro Señor. Se trata de un verdadero itinerario que conduce a Dios, a entrar en su unidad, y que es capaz de vencer cualquier tribulación: “hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda”, nos dice San Pablo (cf Rm 5,1-5).

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