13.05.13

El Papa Francisco consagra a Nuestra Señora de Fátima su pontificado

El pontificado del papa Francisco fue consagrado hoy lunes, 13 de Mayo, a la protección de la Virgen María, en una Misa que se celebró en el Santuario de Fátima. La Santa Misa fue presidida por el Arzobispo de Río de Janeiro, concelebrando el Nuncio y un gran número de Obispos, mayoritariamente portugueses, y ante casi unas 300.000 personas presentes en la explanada del santuario.

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10.05.13

Cristo ha inaugurado para el hombre un espacio en Dios

En el Credo profesamos que “Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso”. A los cuarenta días de la Resurrección, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es elevado y exaltado a la derecha del Padre, entrando su humanidad, de modo irreversible, en la gloria divina. El Señor toma así posesión de la realeza de Dios sobre el mundo, de un Reino que no tendrá fin.


Su misterio pascual no queda recluido en el pasado: “Todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida” (Catecismo 1085). Lejos de alejarse de nosotros, por su Ascensión se hace presente de un modo nuevo, con la presencia invisible, pero que todo lo abarca, de Dios.

Jesús exaltado es el Sacerdote celeste, siempre vivo para interceder en nuestro favor (cf Hb 7,25). Él, asociando consigo a la Iglesia, es el “centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos” (Catecismo 662). Celebrando la fe cada domingo, ofreciendo el Santo Sacrificio de la Misa, nosotros, aún peregrinos por este mundo, pregustamos y participamos en aquella liturgia del cielo hasta que, también nosotros, entremos en la gloria de Dios.

Con su Ascensión, Cristo ha inaugurado para el hombre un espacio en Dios: “El ‘cielo’, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre” (Benedicto XVI). En la medida en que nos acerquemos a Jesús y entremos en comunión con Él – mediante la fe, los sacramentos y la entrega de la propia vida – nos estaremos acercando al cielo.

El Señor anuncia el Don del Espíritu Santo, la fuerza que nos permitirá ser sus testigos en medio del mundo, viviendo “la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”, de entrar también nosotros, para siempre en la gloria de Dios. Como escribe San Juan Crisóstomo: “Pero dirás: ¿a mí en qué me interesa? Pues tú serás igualmente llevado a los cielos, porque tu cuerpo es de la misma naturaleza que el cuerpo de Jesucristo. Tu cuerpo, pues, será tan ágil, que podrá atravesar los espacios; porque así como la cabeza, es el cuerpo; como el principio, así el fin. Véase cómo fuimos honrados por este principio. El hombre era la clase más ínfima de las creaturas racionales, pero los pies se hicieron semejantes a la cabeza, fueron encumbrados en una torre real por virtud de Jesucristo, su cabeza”.

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9.05.13

Treinta y un días de mayo

TREINTA Y UN DIAS DE MAYO
Para vivir el mes de María

Guillermo Juan Morado
ISBN 978-84-9842-5796 Formato: 12,5x19,5 cm. 136 págs.

El pueblo cristiano ha dedicado a la Virgen el mes de mayo. Es un gesto de cariño. Los treinta y un días de mayo son otras tantas exultaciones de la grandeza de Dios, de las maravillas que obró en favor nuestro. Y por ello es el mes de María, aquella en la que de modo más resplandeciente brilla la belleza de la salvación.

Editorial CCS. Colección “Mesa y Palabra". Madrid 2010.

Para los que llevan un tiempo siguiendo el blog, reconocerán en este libro el “mayo virtual".
Saludos,

Guillermo Juan Morado.

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5.05.13

Haremos morada en él

Homilía para el VI Domingo de Pascua (Ciclo C)

La relación de Dios con nosotros no constituye un vínculo puramente exterior, sino que se trata de una unión interior. Sin perder su trascendencia y sin anular nuestro ser de criaturas, Dios mismo quiere habitar en nuestro corazón: “El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a Él y haremos morada en él” (Jn 14,23).

El Espíritu Santo, que une al Padre y al Hijo, nos une también a nosotros con Cristo y, de este modo, nos hace hijos del Padre. Los santos han sido conscientes de esta inhabitación de la Trinidad en el alma: “Ha sido el hermoso sueño que ha iluminado toda mi vida, convirtiéndola en un paraíso anticipado”, escribía la Beata Isabel de la Trinidad.

El Espíritu Santo es ese principio interior que siembra en nosotros el amor a Cristo, que nos recuerda constantemente su enseñanza y que nos da la fuerza para cumplirla: “Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la escucha de su Palabra, sin inquietud ni temor, teniendo en el corazón la paz que Jesús nos dejó y que el mundo no puede dar” (Benedicto XVI).

Uniéndonos a Cristo y haciéndonos hijos del Padre, el Espíritu Santo nos transforma en hermanos, en miembros de la familia de Dios, que es la Iglesia. El libro del Apocalipsis describe a la Iglesia, en su consumación final, como la ciudad santa, la Jerusalén celeste envuelta en la gloria de Dios. Una ciudad que no necesita “sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero” (Apo 21,23). Cada uno de nosotros estamos llamados a ser, por la caridad, piedras vivas de esa morada de Dios con los hombres.

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27.04.13

La medida del amor

Homilía para el V Domingo de Pascua

El evangelio del quinto domingo de Pascua nos introduce en el coloquio de Jesús con los suyos en la última cena. El Señor apunta a lo esencial: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros” (Jn 13,34-35).

Dios es quien hace “nuevas” todas las cosas (cf Ap 21,5), quien hará bajar del cielo a la humanidad renovada, a la nueva Jerusalén, cuando ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor. Y mientras aguardamos la instauración plena del Reino de Dios, el Señor nos propone vivir en conformidad con esta novedad que Él ha inaugurado y que Él llevará a la plenitud.

Dios es el modelo y la medida del amor. Vivir el mandamiento “nuevo” significa, ante todo, acoger el amor del Padre al Hijo, que se derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Dios nos ha amado primero (cf Jn 4,10) y, en consecuencia, “no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este ‘antes’ de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 17).

La medida del amor no está en nosotros, sino en el Corazón de Cristo. Hemos de amar como Él nos ha amado, insertándonos en un movimiento de entrega que se expresa en la Cruz, en un dinamismo transformante que abarca todo lo que somos: nuestro entendimiento, nuestra voluntad y nuestros sentimientos.

Amar como Dios ama significa acercarnos a los demás con la mirada propia de Dios, haciendo nuestra la perspectiva de Jesucristo. De este modo, “al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que Él necesita” (Deus caritas est, 18). Si dejamos que Dios entre en nuestras vidas, podremos comunicar a los demás el amor que procede de Él.

El mandamiento nuevo, la fe que actúa por la caridad, es la “señal” distintiva de los discípulos de Cristo. San Agustín lo explicaba con gran plasticidad: “Todos pueden signarse con la señal de la cruz de Cristo; todos pueden responder amén; todos pueden cantar aleluya; todos pueden hacerse bautizar, entrar en las iglesias, construir los muros de las basílicas. Pero los hijos de Dios no se distinguen de los del diablo sino por la caridad. Los que practican la caridad son nacidos de Dios; los que no la practican no son nacidos de Dios. ¡Señal importante, diferencia esencial! Ten lo que quieras, si te falta esto solo, todo lo demás no sirve para nada; y si te falta todo y no tienes más que esto, ¡has cumplido la ley!”.

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