8.03.14

El combate de la conversión

Homilía para el I Domingo de Cuaresma (A)

Cada año “la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de
Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana”
(Benedicto XVI). Este itinerario comprende el anuncio de la Palabra, la acogida del Evangelio que lleva a la conversión, la profesión de fe, el Bautismo, la efusión del Espíritu Santo y la comunión eucarística. Un trayecto que los catecúmenos han de transitar por primera vez y que los ya cristianos hemos de actualizar.

La escena evangélica en la que contemplamos a Jesús ayunando durante cuarenta días y siendo tentado por el diablo (cf Mt 4,1-11) nos invita a tomar conciencia de nuestra debilidad; a luchar contra el Enemigo, el diablo, que – como nos recuerda el Papa -“actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Seor”; y, en tercer lugar, a abrirnos a la esperanza, basada en la victoria de Cristo, de vencer a las seducciones del mal.

¿En qué consiste nuestra debilidad? De algún modo, en nuestra propia naturaleza herida, que arrastra – querámoslo o no – las consecuencias temporales del pecado original: la amenaza del sufrimiento, el desafío de la enfermedad, la intimidación de la muerte, el ataque de nuestras fragilidades y el continuo peso de nuestra inclinación al pecado, de nuestra concupiscencia.

¿Cuál es nuestra lucha? Es, ante todo, el combate de la conversión, que tiene como punto de mira la santidad y la vida eterna a la que el Señor nos llama. En este duelo, el diablo no concede tregua. La Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia nos recuerdan la existencia de “una voz seductora, opuesta a Dios, que, por envidia”, nos empuja hacia la muerte (cf Catecismo 391). Es la voz de Satán y de los otros demonios, ángeles caídos cuyo fin es encantar a los hombres para apartarlos de Dios.

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28.02.14

Lo principal y lo secundario

Homilía para el VIII domingo del tiempo ordinario (Ciclo A)


El Señor nos pide atender a lo esencial: el Reino de Dios y su justicia, sin dejar que lo secundario ocupe el lugar de lo principal (cf Mt 6,24-34). Se trata de perfilar convenientemente la orientación fundamental de la propia vida; una orientación que se concretará en cada una de nuestras actuaciones.

Lo esencial es Dios. Él es “mi roca y mi salvación” (Sal 61). Dios es merecedor de una confianza plena, ya que, aunque una madre pueda olvidarse de su criatura, Dios no nos olvida (cf Is 49,14-15). Si Él cuida, con su providencia, de los pájaros, de los lirios del campo y hasta de la hierba, ¿cómo no va a ocuparse de nosotros?

Jesús señala dos síntomas que denotarían una fe débil, una falta de confianza en Dios, un estilo de vida más bien propio de paganos: el excesivo apego al dinero y la exagerada preocupación por los bienes materiales - la comida y el vestido - y por el futuro.

“No se trata de quedarse con los brazos cruzados y de no trabajar más, ni tampoco de llevar ‘una vida inconsciente’” (M.Grilli – C. Langner), pero sí de evitar una obsesión por las cosas perecederas y mundanas. El sentido común nos indica la necesidad de trabajar para hacer frente a nuestras necesidades e, incluso, de prevenir, en la medida en que razonablemente quepa hacerlo, las necesidades futuras.

El dinero en sí mismo no es malo, pero no puede usurpar el lugar reservado a Dios(1). El interrogante que nos plantea el Señor es: ¿Vivo para Dios o para el dinero? La tentación del tener, de la avidez de dinero, insidia el primado de Dios en nuestra vida: “El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no solo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida” (Benedicto XVI).

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24.02.14

El sagrario

Abundan, en los últimos años, iniciativas muy loables de adoración perpetua al Santísimo Sacramento. La Iglesia nos enseña que no solamente tributamos culto a la Eucaristía en la celebración de la Santa Misa, sino también “fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo” (Pablo VI, “Mysterium fidei”, 56).

Me gustaría detenerme en la primera de estas manifestaciones de culto, además de la celebración de la Misa: “conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas”.

Para este fin existe el sagrario. El n. 1379 del “Catecismo” nos ofrece, al respecto, una preciosa síntesis: “El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo sacramento”.

Una secuencia vincula las diversas afirmaciones: La Eucaristía se guarda para que puedan comulgar los que, por estar impedidos, no pueden participar en la Santa Misa. Pero la fe de la Iglesia – la Tradición - no es estática, sino que tiende a explicitar lo que, en un primer momento, se acepta de modo implícito. Y por esta razón, profundiza en la presencia real de Cristo y toma conciencia del sentido de adorar al Señor presente en las especies eucarísticas. La consecuencia es que el sagrario ha de estar colocado en un lugar digno y subrayar, incluso por su forma, la verdad de la presencia real de Cristo.

El beato Juan Pablo II enseñaba en “Ecclesia de Eucharistia”: “Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el « arte de la oración », ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!” (n. 25).

Por su parte, Benedicto XVI ha recordado en la exhortación apostólica postsinodal “Sacramentum caritatis” la relación intrínseca que une la celebración eucarística a la adoración y, específicamente, sobre el sagrario dice:

“es necesario que el lugar en que se conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente por cualquiera que entre en la iglesia, también gracias a la lamparilla encendida. Para ello, se ha de tener en cuenta la estructura arquitectónica del edificio sacro: en las iglesias donde no hay capilla del Santísimo Sacramento, y el sagrario está en el altar mayor, conviene seguir usando dicha estructura para la conservación y adoración de la Eucaristía, evitando poner delante la sede del celebrante. En las iglesias nuevas conviene prever que la capilla del Santísimo esté cerca del presbiterio; si esto no fuera posible, es preferible poner el sagrario en el presbiterio, suficientemente alto, en el centro del ábside, o bien en otro punto donde resulte bien visible” (SC, 69).

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23.02.14

Fe, testimonio, caridad

“Una fe que no da fruto en las obras no es fe", ha dicho el Papa Francisco.

Sobre este tema, fe-obras, fe-caridad, o, mejor aún, fe-testimonio-caridad, he tenido ocasión de reflexionar en estos últimos meses. He publicado, al respecto, un artículo en la Revista Española de Teología sobre el “Carácter testimonial de la fe cristiana”, y, en la misma línea, he podido pronunciar una conferencia en Lugo, en las “Jornadas de Teología", sobre “Fe y caridad”.

Para los lectores del blog reproduzco, sin el aparato crítico, el texto de esta última conferencia, del 12 de febrero. Espero que les ayude y pido disculpas porque, sin citar las notas, algunas afirmaciones pueden aparecer como poco fundamentadas.

Me ha animado a dar este paso la homilía mencionada del Papa Francisco. Espero que el texto completo sea publicado próximamente en Telmus.

1. Introducción

Las virtudes teologales – la fe, la esperanza y la caridad - se refieren directamente a Dios y adaptan las facultades del hombre – entre ellas, la facultad de conocer, de amar y de esperar – a la participación en la naturaleza divina; participación que la gracia hace posible. Son principios dinamizadores de la vida cristiana, ya que nos hacen capaces de obrar, de actuar, como hijos de Dios .

La caridad consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. El apóstol San Pablo nos dice que la caridad es superior a todas las virtudes: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

La caridad anima e inspira el ejercicio de todas las virtudes. Sin ella, la fe apenas es fe; sería fe muerta. Y la esperanza, sin el amor, no es posible.

El papa Benedicto XVI, al comienzo de su encíclica Spe salvi, escribió, refiriéndose al momento en que santa Josefina Bakhita - la esclava sudanesa canonizada por Juan Pablo II - conoció a Jesucristo:

“En este momento tuvo « esperanza »; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue « redimida », ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios".

Sin la esperanza de ser amados incondicionalmente, no hay esperanza. Sin la caridad, todo muere, hasta la fe.

La categoría de testimonio, que ocupa un lugar destacado en el magisterio de la Iglesia y en la reflexión teológica , resulta particularmente adecuada para profundizar en la relación que vincula a la fe con la caridad.

El testimonio no es, simplemente, una consecuencia de la fe, sino una dimensión interna de la misma; es decir, la fe posee un carácter testimonial.

Nos aproximaremos a esta problemática haciéndonos eco de las referencias que al testimonio hacen dos importantes documentos promulgados en el Año de la Fe: La carta apostólica Porta fidei (PF), de Benedicto XVI, y la encíclica Lumen fidei (LF), del papa Francisco.

En un segundo momento, buscaremos los fundamentos que subyacen en el vínculo que conecta intrínsecamente la fe con el testimonio. Intentaremos mostrar cómo este nexo se esclarece si se tiene en cuenta que Jesucristo es el centro de la fe y, a la vez, el Testigo fiel y veraz. Igualmente, nos fijaremos en el carácter global, totalizante, del acto de creer.

Por último, mostraremos cómo la caridad, la fe que obra por la caridad, unifica el proyecto misionero que propone el papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium.

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22.02.14

El amor perfecto

Homilía para el domingo VII del tiempo ordinario (ciclo A)

El Evangelio conduce “la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial, mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina”
(Catecismo 1968).

Jesús personifica con su doctrina y con su vida esta plenitud de la Ley. En su enseñanza, el Señor explica su propio ser y actuar. Como nos recuerda el Papa Benedicto, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito” (Deus caritas est, 12).

Desde esta perspectiva, las palabras del Evangelio (cf Mt 5,38-48) - que, en un primer acercamiento, podrían parecer un programa imposible - se convierten en un estilo de vida que podemos ver claramente reflejado en Jesucristo. Él, decía San Jerónimo, “no manda cosas imposibles, sino perfectas”.

En la Cruz se realiza el amor en su forma más radical, más perfecta, más divina: “Nuestro Señor estuvo preparado, no solo a permitir que le hiriesen en la otra mejilla por la salvación de todos, sino a ser crucificado en todo su cuerpo”, comenta San Agustín. De su corazón traspasado brota el amor de Dios como un río de agua viva capaz de transformar nuestros corazones y hacerlos semejantes al suyo.

La plenitud de la Ley consiste, más allá de la letra de sus preceptos, en imitar a Dios; es decir, en identificarnos con Jesucristo acogiendo y haciendo nuestro el amor gratuito y desinteresado que el Padre nos ofrece: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos” (Mt 5,44-45).

El Señor nos pide purificar nuestra facultad humana de amar y elevarla a la perfección sobrenatural del amor divino: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Así como los hijos carnales se parecen a sus padres por algún rasgo del cuerpo, nosotros, que somos hijos espirituales de Dios, nos pareceremos a Él por la santidad.

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