9.08.14

Predestinación y esperanza

Dice el “Diccionario de la Real Academia Española” que la “predestinación” es la “ordenación de la voluntad divina con que ‘ab aeterno’ tiene elegidos a quienes por medio de su gracia han de lograr la gloria”.

Que Dios, antes de la creación del mundo, nos predestinó a la adopción filial en Cristo (Ef 1,5) es una verdad de fe que enseña la Sagrada Escritura. Dios es “eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso” (Catecismo 257). Y Dios no retiene para sí lo que Él es. Dios es amor y quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada.

Prueba de este desbordamiento del amor divino es la creación, la historia de la salvación, las misiones del Hijo y del Espíritu Santo, así como la misión de la Iglesia.

En Dios no hay ni pasado ni futuro. Para Él “todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad” (Catecismo, 600). Su designio incluye la respuesta libre de cada hombre a su gracia y permite, aunque no los quiera, los actos que nacen de la ceguera de los hombres.

Frente a la eternidad de Dios, nosotros vivimos en el tiempo. Pero este vivir en el tiempo no nos impide pedir con insistencia que se realice plenamente en la tierra, como ya ocurre en el cielo, el designio de Dios, un designio de benevolencia.

La relación entre Dios y los hombres no puede ser pensada en clave de competencia. Dios no compite con nosotros. Dios nos permite ser. Él es la “causa prima” que no solo no elimina las “causae secundae” creadas, sino que las capacita para su actividad propia y específica.

Dejar que Dios sea Dios no es una amenaza para la libertad del hombre, sino una garantía para la misma. Somos más libres, somos auténticamente libres, cuando dejamos que Dios sea la meta y el horizonte hacia el que tiende nuestra vida.

La predestinación no elimina la libertad, sino que permite convertir la voluntad salvífica universal de Dios en el motor de nuestro propio camino, de nuestra propia tendencia a la culminación de lo que somos y de lo que, más allá de lo que somos, estamos llamados a ser.

La relación con Dios es siempre personal. Es una relación que no nos anula, sino que nos da alas para que podamos tender hacia la gracia, hacia Dios mismo, como hacia nuestra propia meta.

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La barca de Pedro

La barca de Pedro

La barca de Pedro simboliza a la Iglesia, azotada por el temporal y aparentemente abandonada por el Señor (cf Mt 14,22-23). Una situación que vivieron los primeros discípulos y, de un modo o de otro, los discípulos de todos los tiempos. En el Via Crucis del Viernes Santo de 2005, el entonces cardenal Ratzinger, comentando la IX estación, decía: “Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes”.

Sí. La Iglesia parece a punto de hundirse por los pecados de quienes somos sus miembros pero, a un nivel más radical, por la falta de fe, por una especie de “cansancio de creer”. Cada día se hace más acuciante la pregunta de Jesús: “Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿encontrará fe sobre la tierra?”(Lc 18,8). Solo la fe permite descubrir la presencia del Señor. Mientras la barca se aleja de la orilla Él ora. La intercesión de Jesús por los suyos no se ha agotado, es una intercesión constante.

En medio de la tormenta, el Señor se acerca andando sobre el agua e infunde ánimo a sus discípulos: “Soy yo, no tengáis miedo” (Mt 14,27). Son las mismas palabras que Jesús dirige a los suyos en la Transfiguración y en sus apariciones como Resucitado (cf Mt 17,7; 28,5). “Soy yo”: Jesús es el Emmanuel, el Dios con nosotros, el que promete estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf Mt 28,21).

Jesús es el Salvador que impide que Pedro se hunda en las aguas y que salva también a los demás discípulos que iban en la barca. En la actitud de Pedro, como muchas veces en la nuestra, se dan a la vez la confianza y la duda, la fe y el temor: “Ardía en su alma la fe, pero la fragilidad humana le arrastraba al abismo”, comenta San Jerónimo. En realidad, Pedro no tendría que dudar: por grande que fuese la tormenta mayor debería ser la certeza de la presencia del Señor. Pero Pedro, como nosotros, se muestra todavía como un hombre débil, como un creyente débil.

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5.08.14

Orar por Iraq

El patriarca católico caldeo de Bagdad, Raphael I Louis Sako, ha escrito al papa Francisco, a los patriarcas de Oriente y a los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo. En esa carta pide dos cosas: una toma de conciencia de la comunidad internacional así como acciones concretas. Muy claramente, el patriarca dice que está en riesgo la supervivencia de la minoría cristiana. En esa situación, reclama una postura firme y hace una apelación a la ayuda y a la solidaridad.

La supervivencia de los cristianos, no solo en Iraq, sino también en Oriente Medio, está en riesgo. Ante esta realidad, la comunidad internacional - y ante todo, las grandes potencias - no puede permanecer indiferente.

La situación de los cristianos es cada vez más grave. Son obligados a huir de sus hogares: en Mosul, en otras ciudades del Norte, en la llanura de Nínive, en Sinjar, Telkef, Batnaya y Telleskuf.

Las milicias islamistas sunníes han impuesto un califato donde rige la “sharia”, que obliga a los cristianos a huir o a pagar una tasa. A mí me han dicho – y este extremo no puedo confirmarlo – que los llevan en camiones al desierto y los abandonan a su suerte, que no es otra que morir de hambre y de sed.

¿Qué ha de hacer Occidente? El Patriarca apunta certeramente a quienes apoyan a nivel económico y militar a los islamistas. Ese es el blanco que se debe abatir. Hay mucho dinero en juego. Mucho dinero que financia esa expansión del islamismo radical. No basta con combatir a los terroristas; hay que cortar la financiación de esas acciones si se quiere reducir de raíz las fuentes de la violencia y de la radicalización.

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26.07.14

El tesoro escondido y la perla preciosa

Homilía para el Domingo XVII del tiempo ordinario (Ciclo A)

Las parábolas del tesoro escondido en un campo y de la perla preciosa inciden en la ganancia, en el beneficio, que supone encontrar esos bienes. El hombre que encuentra el tesoro hace un buen negocio vendiendo todas sus propiedades para comprar el campo. Igualmente, para el buscador de perlas finas el hallar una de tanto valor compensa con creces el tener que desprenderse de sus posesiones.

Encontrar a Jesucristo, adherirnos a Él por la fe, es la mejor inversión que podemos hacer. San Pablo expresaba esta convicción con gran claridad: “Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3,8).

Lejos de presentar la vida cristiana como mera renuncia, las parábolas del Señor y el apóstol subrayan ante todo la ganancia. Cristo no da algo a cambio de algo; nos lo da todo – se da a Sí mismo – a cambio de nada. En la homilía de la Misa del inicio de su pontificado, Benedicto XVI dirigía a los jóvenes unas palabras que pueden servir para todos nosotros: “Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.

El encuentro con Cristo es una gracia. No se dice que el hombre que encontró el tesoro escondido hubiese llevado a cabo una búsqueda; simplemente se topó con él. La fe tiene, en muchos casos, este carácter de encuentro aparentemente imprevisto. En el camino de Damasco, Cristo resucitado se presenta a San Pablo como una luz espléndida que transformó su pensamiento y su vida. “San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte”, comenta el papa.

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25.07.14

Muchas gracias a La Cigüeña de la Torre

No es la primera vez que D. Francisco José Fernández de la Cigoña, autor del blog “La Cigüena de la Torre”, se hace eco de alguno de mis escritos. Se lo agradezco mucho, porque normalmente, como se publica tanto, y a veces muy bueno, es comprensible que mis textos no suelan despertar una enorme repercusión mediática.

D. Francisco José reseña, en un post de hoy, nada menos que cinco libros míos. A La Cigüeña muchos lo admiran, otros tantos, quizá, no pueden ni verlo, pero todos – o casi todos – lo leen. Lo reconozcan públicamente o no – lo de la lectura - . Es decir, que una mención en el blog de “La Cigüeña” es, a nuestro nivel, algo así como, para los famosos, salir en el “Hola”. Y en lugar del “Hola” pongan ustedes lo que prefieran: “Ecclesia”, “El País” o “L’Osservatore Romano”. Siempre guardando la sana ley de la analogía.

Pues bien, tiene razón “La Cigüeña”. Al menos en lo de identificar mis intereses y mis fines. He trabajado en tres frentes: En la labor académica, en la religiosidad popular y en un intento de ofrecer textos para la reflexión y la oración.

Pero estos tres frentes yo los veo muy unidos e interconectados entre sí. En el plano más estrictamente académico, publiqué, en su día, mi tesis doctoral y he intentado, con paciencia, seguir publicando artículos sobre Teología en revistas o colaboraciones en obras colectivas.

En la religiosidad popular, y un poco respondiendo a peticiones que me fueron hechas en su día, me he volcado en varias “Novenas” y en un libro mariano que a mí me gusta mucho: “Treinta y un días de Mayo”.

En los textos para la reflexión, el plan de fondo que he seguido ha consistido en escribir, siempre de modo breve, las homilías correspondientes a los domingos de los tres ciclos del Año Litúrgico: A, B y C.

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