Mendigos y parroquias
Una parroquia no es el mundo. Una parroquia católica es, simplemente, como dice el Código de Derecho Canónico, “una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio”.
Una parroquia no es ni más ni menos que eso. Viene a ser como una concreción próxima de lo que es la Iglesia. La Iglesia es el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo, el Templo del Espíritu Santo. Todo eso, pero “en concreto”, es la parroquia, siguiendo la lógica de la Encarnación.
Y la Iglesia, la parroquia, tiene muchas misiones. La primera, anunciar a Jesucristo. En suma, decir que Él, en Persona, es el Salvador y la Salvación de Dios. O sea, que no es lo mismo conocer a Jesucristo que no conocerlo. Que no da igual, y esto solo se puede saber si se entra en la senda de su seguimiento, que Él es el Camino y la Verdad y la Vida. Los no creyentes, los no cristianos, no podrán, aún, entenderlo.
Una parroquia ha de celebrar el misterio de Cristo. Dios entra en nuestras vidas contando con lo que somos: seres de carne y hueso, limitados por el espacio y el tiempo. Y, en esa proximidad, nos alcanza. Porque un Dios muy separado del hombre jamás podría llegar a ser el Emmanuel, el “Dios-con nosotros”.
También, una parroquia, ha de ser guía para la vida comunitaria. Y, en esa vida, nadie es más que nadie y nadie es menos que nadie.
Y esta hermandad, esta fraternidad, implica ayuda: El otro – el hermano – no es el totalmente otro, es otro yo. Pero el otro, el hermano, es, primeramente, el hermano en la fe. Y es, también, el hermano que sufre una necesidad determinada.
La caridad, el amor de Dios, aunque tiene orden, no tiene límite. Abarca a todos, pero –pienso – siguiendo un orden. La caridad no puede burlar la justicia. Ni la justicia puede burlar la caridad.
Y, dentro de un orden, si se quiere hacer el bien, hay que hacerlo “bien”. No vale cualquier cosa. Y hacer el bien es “sanar”, de raíz, la situación del afectado por el mal, por el que carece de bien; en grado sumo, el excluido y descartado.