3.10.15

La Iglesia no ha “inventado” el matrimonio

Cuando los novios acuden a la parroquia para iniciar el expediente matrimonial, se le formula a cada uno de ellos, entre otras, la siguiente pregunta: “¿Tiene intención de contraer matrimonio como es presentado por la ley y doctrina de la Iglesia: uno e indisoluble, ordenado al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos?”. Si el contrayente careciese de esa intención, el matrimonio no se podría celebrar y, de hacerlo, sería en sí mismo nulo; una pura apariencia de matrimonio, sin realidad.

La Iglesia no ha “inventado” el matrimonio, ni ha dispuesto, por su propio capricho, que éste sea “uno e indisoluble”. La Iglesia ha recibido esta doctrina de Jesús: “Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mc 10, 6-9).

El Señor se remite “al principio”; es decir, a la acción creadora de Dios, y lo hace con palabras tomadas del libro del Génesis (2, 24). El matrimonio es creación de Dios; Él mismo es el autor del matrimonio: “La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana”, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1603).

Dios es amor; amor fiel. El amor de los esposos, en virtud del sacramento del matrimonio, está llamado a testimoniar esa fidelidad. El esposo y la esposa no serían “una sola carne” si no se entregasen totalmente el uno al otro; exclusivamente el uno al otro; únicamente el uno al otro. Y esta entrega no es total si no abarca también el futuro; si no es una donación definitiva, en lugar de ser un compromiso pasajero. Cuando los novios contraen matrimonio se dicen el uno al otro: “Yo te quiero a ti, como esposo (o como esposa) y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”. “Me entrego a ti”, definitivamente. El matrimonio no es un contrato de alquiler, ni una cesión por un tiempo; es una mutua donación irreversible.

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2.10.15

Alimentación e hidratación

No podemos condenar a nadie a morir de hambre o de sed. Ni siquiera a un enfermo que esté muy grave. El Catecismo nos dice que “las personas enfermas o disminuidas deben ser atendidas para que lleven una vida tan normal como sea posible” (n. 2276).

La eutanasia directa – es decir, poner fin a la vida de personas enfermas – es moralmente inaceptable. Y se puede poner fin a la vida de los enfermos por acción o por omisión. No se puede matar, por acción o por omisión, a alguien ni siquiera para suprimir el dolor que esa persona padece.

Sí se puede, y hasta se debe, rechazar el “encarnizamiento terapéutico”, que consiste no en provocar la muerte, sino en aceptar que ya no se puede impedirla. Sería un encarnizamiento terapéutico insistir en el recurso a tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados.

¿En caso de duda quién debe decidir? Pues, ante todo, el paciente o sus representantes legales, pero no de modo arbitrario, sino tratando de velar por los intereses legítimos del paciente.

Los cuidados ordinarios debidos a una persona no se pueden interrumpir nunca. Habrá que optar, en casos difíciles, por los cuidados paliativos.

Suministrar alimento y agua a un paciente es, en principio, moralmente obligatorio. A no ser que ese suministro cause mayores molestias que las que se pretenden evitar. Y no parece irracional que este suministro básico se proporcione mediante medios “artificiales”, que no equivalen, sin más, a medios desproporcionados.

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30.09.15

¿Evitar el sufrimiento? Sí. ¿Matar a alguien? No

Las fronteras entre las acciones moralmente legítimas y las no legítimas resultan, con frecuencia, controvertidas. Hay muchos elementos en juego: no solo los morales, sino los jurídicos y hasta los puramente emocionales. Y no siempre es fácil distinguirlos adecuadamente.

Una acción tiene unos fines y unos medios queridos o pretendidos, de los que somos plenamente responsables. No basta con que el fin sea moral, sino que el medio (o los medios) que lleva a ese fin ha de serlo también.

Yo puedo buscar un fin moralmente bueno – por ejemplo, que descienda en el mundo el nivel de pobreza - , pero no todo medio es aceptable para lograr ese fin. No cabe eliminar físicamente a los pobres para que deje de haberlos. El sentido moral espontáneo nos dice que “el fin no justifica los medios”.

Es verdad que, a veces, nuestras decisiones tienen consecuencias no pretendidas o queridas. En ocasiones,  hay  “efectos secundarios”, como los que pueden tener las medicinas. Un médico puede juzgar oportuno, para curar al paciente, elegir un medio adecuado – recetarle un medicamento – que, no obstante, puede tener “efectos secundarios”, positivos o negativos. El riesgo que se asume, a la hora de prescribir ese medicamento, ha de ser proporcional al fin que se pretende y a la moralidad del mismo medio, pese a sus posibles efectos secundarios negativos.

Los efectos secundarios no pueden confundirse con los medios de que nos valemos para alcanzar un fin. Administrar una sedación paliativa puede ser moralmente lícito si el objetivo de ese medio es aliviar el sufrimiento de un paciente, incluso corriendo el riesgo – no buscado – de que el paciente se muera antes.

Pero no vale buscar directamente como fin y como medio la secuela – el “efecto secundario” negativo - de una acción. Esto significa que no cabe buscar directamente la muerte de quien sufre para evitarle el sufrimiento. La muerte del que sufre podrá ser, en última instancia, el efecto secundario no deseado del fin noble de evitarle el sufrimiento mediante medios asimismo nobles.

Se trata del clásico “principio del doble efecto”, que indica que hay condiciones en las que no se puede imputar al agente ciertos costes de su conducta. Pero un efecto no buscado no es un medio. Yo no puedo moralmente querer, como fin o como medio, matar a nadie para aliviar su sufrimiento.

El mal que indirectamente, y por medios legítimos y no a cualquier coste, se puede ocasionar, sin pretenderlo, ha de ser proporcional al bien que se busca.

No me imagino a una Unidad de Pediatría de un Hospital, con las leyes que tenemos, obstinándose en el encarnizamiento terapéutico con un paciente. Pero sí me alegro de que los médicos, a veces, sepan distinguir entre fines, medios y efectos secundarios.

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21.09.15

Los Papas y Cuba

He seguido con atención las sendas visitas de los tres últimos papas a Cuba. La de San Juan Pablo II, en 1998; la de Benedicto XVI, en 2012; y, ahora, la del papa Francisco.

Voy a fijarme solamente en los discursos pronunciados por los Papas en la ceremonia de llegada a La Habana. Son discursos protocolarios en los que, de todas formas, los Papas han dicho algo significativo.

Vayamos al primero de ellos, el pronunciado por San Juan Pablo II el día 21 de enero de 1998. El Papa evocó a Cristóbal Colón para definir a Cuba como la tierra “más hermosa que ojos humanos han visto”. Y habló de la Cruz de Cristo, plantada allí hace más de quinientos años. El Papa decía, asimismo, que los cubanos “son y deben ser los protagonistas de su historia personal y nacional”. Su misión, la del Papa, era claramente evangelizadora: “Vengo como peregrino del amor, de la verdad y de la esperanza”.

Decía el Papa que “el servicio al hombre es el camino de la Iglesia”. Y, si uno sigue el Evangelio, se orientará hacia el amor, la entrega, el sacrificio y el perdón. No hay nada que temer si las personas y los pueblos se abren a Cristo; esa apertura redundará en beneficio de la patria y de la sociedad.

San Juan Pablo II reivindicaba, asimismo, que la Iglesia pudiese “disponer del espacio necesario para seguir sirviendo a todos en conformidad con la misión y enseñanzas de Jesucristo”.

Que Cuba ofrezca a todos “una atmósfera de libertad, de confianza recíproca, de justicia social y de paz duradera”. Y, acto seguido, hacía una llamada: “Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba”.

Segundo discurso, pronunciado por Benedicto XVI, el lunes, 26 de marzo de 2012. El Papa saludó “a todos los cubanos, allá donde se encuentren”. Recordó la importancia de la visita de Juan Pablo II, que despertó en muchos “una renovada conciencia de la importancia de la fe”. El Papa se amparaba en la Virgen de la Caridad del Cobre para que “guíe los destinos de esta amada nación por los caminos de la justicia, la paz, la libertad y la reconciliación”.

Benedicto XVI habó del mañana de Cuba, para que, por intercesión de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, “conceda a todos un futuro lleno de esperanza, solidaridad y concordia”.

Tercer discurso, sábado, 19 de septiembre de 2015, pronunciado por el papa Francisco. El Papa no restringe su saludo, ya que se extiende “a todas aquellas personas que, por diversos motivos, no podré encontrar y a todos los cubanos dispersos por el mundo”.

Recuerda el Papa los 80 años de relaciones diplomáticas ininterrumpidas entre Cuba y la Santa Sede. Y pide que la Iglesia “siga acompañando y alentando al pueblo cubano en sus esperanzas, en sus preocupaciones, con libertad y con todos los medios necesarios para llevar el anuncio del Reino hasta las periferias existenciales de la sociedad”.

Alude el Papa a la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba, que ha sostenido “la esperanza que preserva la dignidad  de las personas en las situaciones más difíciles” y abandera “la promoción de todo lo que dignifica al ser humano”. El papa Francisco anuncia que irá al Cobre “para pedirle a nuestra Madre por todos sus hijos cubanos y por esta querida Nación, para que transite por los caminos de justicia, paz, libertad y reconciliación”.

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11.09.15

Hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe

Quedando a salvo la universalidad del amor, que se dirige hacia todo necesitado (cf Lc 10,31), queda en pie la exigencia de que, en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad: “Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe” (Gál 6,10).

Esta enseñanza bíblica ha sido recordada por el papa Benedicto XVI en Deus caritas est, 25. Es una recomendación sabia, que no introduce discriminación a la hora de vivir la caridad, sino orden. Hemos de ser caritativos con todos, pues Dios ama a todos, pero empezando por nuestra familia, por la “familia de la fe”.

No tendría sentido que un padre o una madre, un hermano o una hermana, dejasen morir de hambre a sus hijos o hermanos por socorrer a los vecinos. Si se puede, se socorre a todos, pero ordenadamente; es decir, empezando por la propia familia.

Los lazos que crean la fe y el Bautismo son reales. Los cristianos somos familia, literalmente. Formamos parte de la Iglesia de Dios. Hay lazos humanos y sobrenaturales que nos unen, que nos vinculan a unos con otros.

Es verdad que ningún ser humano nos puede resultar ajeno. Sea de la religión que sea. Pero menos ajenos nos tienen que resultar los nuestros: los que han recibido el Bautismo y comparten nuestra fe.

El drama de los refugiados, que huyen de la miseria o de la guerra, es lo suficientemente grave, no desde ahora, sino desde siempre, como para conmovernos a todos. Pero, incluso en situaciones dramáticas, es mejor seguir un orden.

Yo estoy completamente a favor de que se acoja a los refugiados – del hambre o de las guerras, o de una cosa y la otra - , pero si se pide, como el Papa ha pedido, que pongamos a su disposición toda nuestra capacidad de acogida – que no es mucha, porque la Iglesia y las parroquias son más pobres de lo que se piensa - , se debe establecer un orden: Primero a los cristianos; luego, si se puede, a los demás.

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