La vida en los monasterios

La práctica de huir del mundo y abandonar el disfrute de los bienes materiales es muy antigua en la historia de la Iglesia. Su origen estaría durante las persecuciones del Imperio romano, cuando algunos cristianos de Egipto, para no ser obligados a apostatar de la fe, huyeron de las ciudades y se escondieron en el desierto de la Tebaida. Al pasar el peligro no todos regresaron a su hogar sino que algunos se quedaron a vivir en la soledad, dedicados a la oración y la penitencia. A estos se unieron algunos discípulos con el deseo de recibir sus enseñanzas y de imitar su vida, naciendo así las primeras experiencias de vida comunitaria.

Extendido el monacato a Siria y Palestina fue necesario establecer normas y reglamentos para organizar su modo de vida. En los nuevos lugares donde surgían estas comunidades se iban haciendo adaptaciones propias según el carácter de las gentes y las condiciones físicas del entorno. A la vida espiritual se añadió el trabajo corporal e intelectual, y además surgieron los monasterios femeninos de vírgenes o viudas consagradas al Señor.

En Hispania ya había monacato en el siglo IV, pero las invasiones de los bárbaros y las luchas en la península impidieron su desarrollo tras la caída de Roma. A principios del siglo VI empezaron a darse las condiciones adecuadas para la vida de aquellos que querían vivir en comunidad su ideal de perfección según el Evangelio.

San Millán, en el valle de Suso, reunió en torno a sí una comunidad masculina y otra femenina, y san Martín de Dumio se asentó en las cercanías de Braga, dando lugar a la creación de una abadía. Se dio en esta época una gran colaboración entre obispos y monjes: los obispos fundaban monasterios y velaban por ellos, interviniendo en caso de abusos, solicitando colaboración para la atención pastoral del pueblo, pero siempre respetando la independencia de los abades en el gobierno y administración de sus comunidades.

Después de estos precursores, desarrollaron y perfeccionaron su obra cuatro grandes santos de la época visigoda: Fructuoso, Valerio, Leandro e Isidoro, dando lugar a diversas reglas que ordenaban la vida monástica. Además, los concilios nacionales y provinciales dictaron abundante legislación al respecto.

El monje es alguien que busca una unión más perfecta con Dios, y renuncia al mundo y a todo lo que pueda impedir esa unión. Los candidatos eran probados durante varios meses para demostrar su rectitud de intención, su humildad y su paciencia. Los que deseaban ser admitidos debían repartir sus bienes entre los pobres y hacían promesa de entrega perpetua. Los recién ingresados eran educados por un monje elegido por el abad, y definido por san Isidoro como «varón santo, sensato, grave por la edad y que sepa formar a los pequeños no solo en las letras sino también en las virtudes».

Los monjes y monjas se dedicaban a la oración, al estudio y al trabajo manual principalmente agrícola y ganadero, en una vida de pobreza, castidad y obediencia perfectamente reglamentada. Silencio, ayunos y abstinencias eran los medios para elevar el espíritu hacia las profundidades del amor divino, dejando de lado el hombre viejo pecador.

El trabajo de los monjes estaba destinado a su propio sustento y, al ser comunidades numerosas, era necesario que dispusieran de los espacios suficientes para almacenar las cosechas, para establos y corrales del ganado y otros animales y para los talleres y cocinas donde procesaban la carne, el cuero, la lana y los demás frutos de la tierra y de su trabajo. Dentro del monasterio hacían el pan, cocinaban, elaboraban vestido, calzado y pergaminos, construían los nuevos espacios necesarios, y realizaban cualquier labor para subsistir. Era una ciudad en pequeño donde cada uno estaba más o menos especializado, y todos ponían sus talentos al servicio del bien común bajo la dirección del abad y del vice-abad o prepósito, encargado de los aspectos materiales de la vida de los religiosos.

El monasterio formaba parte de la vida de la Iglesia en una diócesis concreta, y por eso muchas veces el obispo les encomendaba trabajos apostólicos o la atención de alguna parroquia cercana. También los abades tomaron parte en algunos concilios junto con los obispos, debido al aprecio que el monacato visigodo tenía ante reyes, nobles, clérigos y todo el pueblo cristiano.

Es interesante el movimiento social y religioso que se produjo en varios monasterios visigodos, en los que algunas familias con sus hijos entraban a vivir bajo la autoridad del abad, cumpliendo algunas de las prácticas de los monjes. Los esposos vivían separados, renunciaban a su vida matrimonial y a sus bienes, y los niños eran educados en la escuela monástica.

En la provincia Bética, los santos hermanos Leandro e Isidoro escribieron acerca de la vida de los monjes y de su ideal, desarrollando los medios y observancias que debían cumplir. En su Regla de monjes san Isidoro ordena en veinticinco capítulos toda la vida monacal: edificio, jerarquía, cargos, actividades y demás aspectos. El objetivo era que su vida fuera un ejemplo de caridad y obediencia.

Varios santos obispos de Toledo salieron del monasterio Agaliense, y en otros lugares como Mérida, Zaragoza o Galicia también se crearon estos importantes centros de vida espiritual y cultural, de sabiduría humana y divina. Quizás una de las principales causas del esplendor y santidad de la Iglesia en el reino visigodo español fue la vida monástica.

Reglas Monásticas Hispanas: https://www.vacarparacon-siderar.es/Vacar-para/Con-siderar/espiritualidad-gotho-hispana-/_imagenes/0070_.pdf

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