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28.01.22

De nuevo, sobre la conversación y los libros

            «Naturaleza muerta con libros». Obra de Jean-François Foisse (1708-1763).

    

   

 

«Los libros son los amigos más tranquilos y constantes; los consejeros más accesibles y sabios, y los profesores más pacientes».

Charles William Eliot

 

«La conversación más feliz es aquella donde no hay competencia ni vanidad, sino un tranquilo intercambio de sentimientos y opiniones».

Dr. Samuel Johnson

 


   

Los libros no son, desde luego, un cúmulo de impresiones visuales cegadoras y fulgurantes, espectaculares y fugaces. Tampoco un vacuo y fútil entretenimiento que se esfuma una vez pulsamos el interruptor. Pero, seríamos unos ingenuos si los redujésemos a una atávica acumulación de pasta de celulosa y tinta, rugosa, áspera e incómoda; a una poco flexible y primitiva representación de razones y sentimientos, entremezclados con opiniones y presunciones varias. Los libros son mucho más que eso; mucho más de lo que las mutiladas mentes de nuestros niños y jóvenes pueden percibir, o siquiera imaginar.

Y es que los libros son extremadamente ricos y, por qué no reconocerlo, excesivamente generosos con nosotros. Pueden darnos algo más –bastante más– que aquello que guardan entre sus páginas, algo que excede de esa mezcla de impresiones gráficas y papel que en su superficie aparentan ser. Y la prueba es que, tras su lectura, y aunque parezcan dormidos en sus estantes, siguen vivos en nuestra memoria e imaginación, trajinando con las dos al unísono.

Pero sus regalos no se limitan a esto –de por sí suficiente y extraordinario–, sino que hay otras cosas, y una de las más valiosas es la conversación. Y en más de un sentido.

De entrada, esta conversación sobre lecturas puede acercarnos unos a otros, padres a hijos, e hijos a padres, hermanos a hermanos, amigos a amigos, e incluso hacer más próximos a los que son enemigos. Porque, aunque muchos lo hayan olvidado, los libros todavía pueden ser causa, chispa y combustible para un incendio en el corazón y en el alma, y desencadenar así un diálogo apasionado y fructífero.

De especial relevancia es la charla entre padres e hijos. En el curso de ella, los chicos se enriquecerán no solo por lo que hayamos leído, sino que podrán comenzar a aprender los rudimentos de lo que en su día fue considerado una de las artes, el ars bene dicendi, ese cuyos principios eran enseñados como parte del famoso trívium, bajo el conocido nombre de retórica.

Un arte este hoy quizá perdido, y que ya Cicerón alababa en su De Officiis, en una alabanza que prosiguió hasta hace bien poco. Por ejemplo, a comienzos del siglo XVII, Cervantes en su Quijote nos ofrece a través de la boca del protagonista una especie de manual, cuidando sobremanera su lenguaje. No vemos así que don Alonso Quijano utilice agudezas verbales tales que el mote y el equívoco ––tan de moda en su tiempo– aun teniendo a mano a un sujeto tan propicio a ellas como Sancho. Veinticinco años atrás, Michel de Montaigne escribe en sus Ensayos que conversar es el ejercicio más fructífero y natural para el espíritu, llegando a confesar que preferiría prescindir antes de su vista que de su voz y sus oídos. Y, a mediados del siglo XVIII, en los clubs y pubs de la pérfida Albión, el doctor Johnson se labró fama de perfecto conversador, y ello a pesar de que entre sus contertulios se encontraban hombres de la talla del elocuente, aunque no siempre cortés, Edmund Burke, del silencioso Edward Gibbon, del hosco Sir John Hawkins y del chismoso, pero buen amigo, James Boswell. Tal fue su dominio del habla que de él se llego a decir que conversaba como si de una segunda edición se tratase.

Pero… un momento, antes de embarcarse en esta travesía conversacional han de saber que no nos servirá cualquier tipo de libro. No, al parecer debe tratarse de los de papel, esos con tinta y celulosa a los que acabo de referirme. Y no por causa de un capricho ni un arcaísmo trasnochado. Un creciente cuerpo de investigación avala esta idea, sugiriendo, cada vez con más ruido, que los padres e hijos participan en una lectura menos comunicativa (con menos diálogo) con los libros electrónicos que con los libros tradicionales en papel. Las razones recaen en la naturaleza digital de los primeros, ya que sus animaciones y juegos suelen distraer a los niños de la trama, incluso si se trata de un libro electrónico sin funciones o con características interactivas muy limitadas. Así que ya lo saben, si quieren hablar con sus hijos sobre sus lecturas, háganse con libros de verdad, los de toda la vida.

Pero hay un segundo tipo de conversación, más densa y profunda. Los libros pueden también llevarnos ––a nosotros y a nuestros hijos–– a un diálogo que no conoce límites temporales ni espaciales, al ponernos en contacto con algunas de las mayores y más geniales mentes que han existido. Me refiero a la conocida como «gran conversación» (la «conversación con los difuntos», de nuestro Quevedo). Robert M. Hutchins, decano de la Universidad de Chicago, donde a finales de los años 30 del pasado siglo, junto con su amigo y colega, el filósofo católico Mortimer Adler, puso en marcha el primero de los programas universitarios de estudio de los grandes libros, escribió al respecto lo siguiente:

«La tradición de Occidente se manifiesta en la gran conversación que se inició en los albores de la historia y que continúa hasta nuestros días. Cualesquiera que sean los méritos de otras civilizaciones en otros aspectos, ninguna civilización es como la occidental en este sentido. Ninguna puede pretender que su característica definitoria sea un diálogo de este tipo. (…). Su elemento dominante es el Logos».

Los padres podemos recrear en casa todas esas conversaciones, planificando, en incluso improvisando charlas que tengan por causa los libros. Estas multiplicarán el efecto beneficioso de la lectura enriqueciendo con saber y cultura a los niños, al tiempo que nos ayudarán a construir (y si fuera el caso restaurar) con ellos los puentes y caminos que no deben faltar en toda sana relación paterno filial.

Y esto no es todo, ya que anudados a la conversación libresca podemos encontrar otros beneficios. Por ejemplo, al permitirnos contrastar épocas, costumbres y tradciiones, podrá ayudarnos a todos a evitar la miopía de las modas ––tan presentes siempre––, y a trascender el sesgo de lo que C.S. Lewis denominó «esnobismo cronológico»: la esclavitud a las nociones en boga, y el que solo las últimas opiniones sean consideradas relevantes. Porque, ¿qué puede haber más distante de la verdad que lo que está de moda?

Así que ya saben: lean con sus hijos y hablen con ellos, antes durante y después de las lecturas.

Finalmente, no quiero terminar sin referirme a un último tipo de conversación personal e íntima: la nacida del contacto entre el escritor y el lector. Un encuentro más sensible que intelectual, en el que las sensaciones, los recuerdos, los afectos y las aversiones juegan más que la mera constatación de datos o la transmisión de sabiduría y conocimiento. La lectura se revela de esta manera como un quehacer, una co-laboración en la que ambos, autor y lector, faenan en pos de un fin. Un fin que el autor presume, intuye o desea, pero del que nunca tiene una certeza, pues varía con cada lector. Se trata de un acto mágico y original, que renace con las sucesivas lecturas del mismo lector. Cada palabra, cada oración, cada párrafo e incluso cada capítulo, guardan un significado nuevo que espera revelarse en cada nueva relectura. La novedad de este significado –un sentir del corazón más que otra cosa–, dependerá de cuán activo sea en ese proceso el lector. El escritor cumple de una vez con su parte, pero la del lector se cumple en cada lectura. Así, en el acto de leer, las palabras y las frases cobran vida, animando conexiones entre los recuerdos y experiencias del que lee y las del que ha escrito, en un acto social grandioso y profundamente significativo: la lectura de un libro.

 

Entradas relacionadas:

Construyendo un hábito (VII): La conversación.

Elogio a la relectura.

¿Por qué se han de leer los viejos libros?

20.01.22

Literatura católica: el camino luminoso de la gracia

« The Harvest » Boris Vasilievich Bessonov (1862-1934)
                     «La cosecha». Obra de Boris Vasilievich Bessonov (1862-1934).

   

    

«Dios debe estar contento de que uno ame tanto su mundo».

Robert Browning


«Persecución sin prisa, imperturbable, majestuosa inminencia».

Francis Thompson. El lebrel del cielo

 

Ya he hablado (aquí y aquí) de la forma, a menudo brutal, con la que muchos literatos católicos han abordado el impulso de las musas, especialmente los contemporáneos. Una crudeza que golpea el alma, que encontramos abundantemente en escritores como Graham Greene, François Mauriac o Flannery O´Connor. También expresé mi añoranza por la escasez de belleza en sus obras, aún cuando esta haya de venir acompañada, las más de las veces, de una sana melancolía, la propia del exiliado que realmente somos. El cardenal Newman lo expresó así:

«Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro».

Pero también lo católico es vida, asombro, vitalidad exuberante y deslumbrante belleza. Chesterton es su más entusiasta embajador y así nos empuja con un ímpetu casi sobrenatural. «Éste fue mi primer problema: inducir a los hombres a comprender la maravilla y el esplendor de la vida y de los seres que la pueblan», explica. «Porque», nos sigue diciendo, «todo pasará, sólo quedará el asombro y sobre todo el asombro ante las cosas cotidianas».

Flannery O´Connor, explicando la forma y maneras de su arte, señaló que «a menudo, la naturaleza de la gracia solo puede aclararse al describir su ausencia». Tomando esta frase como modelo, podríamos decir que, en ese otro camino de la alegría y del asombro, la naturaleza de la gracia también puede aclararse describiendo su presencia y los efectos de su presencia. Esto es lo que hizo Evelyn Waugh en su obra Retorno a Brideshead (1945). El escritor inglés la definió como «la influencia de la gracia divina sobre un grupo de personajes muy diferentes entre sí, aunque estrechamente relacionados».

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9.01.22

Cinco viejas advertencias sobre las nuevas tecnologías

                          «Niña pelirroja leyendo». Lilla Cabot Perry (1848-1933).

    

    

 

«No ai más dicha ni más desdicha que prudencia o imprudencia».

Baltasar Gracián. Oráculo manual y arte de prudencia

  

  

    

Hace casi 25 años, a finales de los años 90 del pasado siglo, el discípulo aventajado de Marshall Macluhan, Neil Postman, puso sobre la mesa cinco advertencias al respecto del cambio tecnológico digital que comenzaba entonces su desarrollo y que hoy impera sobre nosotros. Postman lo hizo en el curso de una charla que dictó en un Congreso Internacional sobre Nuevas Tecnologías y Persona Humana, celebrado en Denver en 1998, pero no pudo comprobar si sus premoniciones eran acertadas, pues murió en los albores de este siglo, en el año 2003. Y si bien creo que no estuvo desacertado, probablemente se quedó corto.

Partiendo de tal precedente, me he permitido la licencia de adaptar tales advertencias, sorprendentemente lúcidas, al tema de la infancia y al de la dictadura tecnológica y digital que, con nuestro inconsciente consentimiento, tiene sometida a aquella.

Primera Advertencia. Postman la define del siguiente modo: «Todo cambio tecnológico implica un compromiso. (…). La tecnología da y la tecnología quita». No podemos reparar solo en aquello que la tecnología parece dar a nuestros hijos, en esa deslumbrante magia que nos asombra tanto a nosotros como a ellos. Porque, a cambio, se nos pasará al cobro –si no está pasándose ya– el correspondiente precio. Y este precio adquiere la forma de problemas de concentración, destrucción de la imaginación y muerte de la poética, y por si esto fuera poco, también de alejamiento de la realidad. Hagan pues un balance de perdidas y ganancias, y decidan en consecuencia. Porque, como concluye Postman, «la cultura paga un precio por la tecnología que incorpora».

Segunda Advertencia. Neil Postman escribió que debemos ser conscientes de que la tecnología favorece a algunos y perjudica a otros. Por tanto, que siempre habrá vencedores y vencidos en los cambios tecnológicos. Así, en esta era de la información en la que han nacido y están creciendo nuestros hijos, los padres deberemos preguntarnos a qué grupo pertenecen los pequeños, si al de los que sacan provecho o al de los que sufren daños. Yo no albergo dudas al respecto: sin cuidado y supervisión, abandonados a su suerte, al albur de aquello que reciban sin barreras ni controles a través de sus teléfonos, ordenadores y demás artefactos, los niños –y su inocencia––, llevan siempre las de perder.

Tercera Advertencia. Marshall McLuhan, el maestro de Postman, nos dejó una famosa y enigmática frase: «El medio es el mensaje». De acuerdo con esta idea, nuestro autor afirma que «toda tecnología incorpora una filosofía que es expresión de cómo ella nos hace usar nuestra mente, de en qué medida nos hace usar nuestros cuerpos, de cómo codifica nuestro mundo, de cuáles de nuestros sentidos amplifica, y de cuáles de nuestras emociones y tendencias intelectuales desatiende». No hace falta mucho discernimiento ni estudio para apercibirse de, a qué cosas atiende este nuevo mundo cibernético y digital (lo aparente, lo superficial, lo sentimental, lo histriónico, lo virtual), y qué cosas arrincona (lo racional, lo profundo, lo tradicional, lo bello, lo real).

Cuarta Advertencia. Postman dice: «Hemos de saber que el cambio tecnológico no es aditivo, es ecológico. (…). Un nuevo medio no añade algo, lo cambia todo». Esta observación nos empuja a ser cautos y a averiguar qué transformaciones trae consigo cualquier novedad antes de abrazarla incondicionalmente. Y más tratándose de niños, cuya inocencia y bienestar están bajo nuestro cuidado. «Las consecuencias del cambio tecnológico siempre son amplias, a menudo impredecibles y en su mayor parte irreversibles», nos dice Postman, y en este caso, algunos de sus efectos son ya notorios, pero otros solo estamos empezando a vislumbrarlos, y lo que vamos sabiendo no es alentador.

Quinta y última advertencia. El sociólogo norteamericano nos termina advirtiendo que habremos de mitigar nuestro entusiasmo por la tecnología, pues este fácilmente podría volverse una forma de idolatría. La tecnología no es parte de un plan divino sino el producto de la creatividad humana, y por lo tanto no deberemos bajar nunca la guardia, pues la amenaza que nace de nuestro orgullo y de nuestra capacidad para el mal, estará ahí, latente o presente, pero estará ahí, incrustada en el uso dado a esa tecnología.

Visto todo ello, algunos de entre ustedes pensarán para sus adentros: «todas las advertencias que nos muestra usted sobre las tecnologías digitales parecen razonables, pero son igualmente aplicables a la tecnología que tanto defiende, pues también en su día sufrimos un cambio revolucionario de mano de la imprenta. ¿Hay acaso alguna diferencia entre una y otra?». La respuesta ante tan buena pregunta es que sin duda existe una diferencia. Una diferencia que radica no solo en la disparidad ontológica que hay entre la imagen y la palabra, centros neurálgicos de una y otra tecnología, sino, a mayores, de la tiranía que la primera –la imagen– ejerce sobre nuestras vidas a través del mal uso que estamos haciendo de las nuevas tecnologías, y del desprecio que estamos dando a los beneficios que la segunda –la palabra–, nos sigue ofreciendo a través de los libros.

De las razones de esta diferencia hablé en esta entrada, a la que les remito:
«De la imagen y la palabra».

De los efectos perniciosos de ese mal uso traté en estas tres entradas, a las que les remito también:
«El mundo digital y nuestros niños».
«El mundo digital y nuestros niños II (la atención perdida)».
«A nuestros adolescentes leer ya no les “mola"».

Finalmente, los beneficios que nos siguen ofreciendo hoy los libros y la necesidad de mantenerlos con nosotros son el tema de estas dos últimas entradas a las que les re-dirijo igualmente:
«De por qué los buenos y grandes libros son hoy tan necesarios».
«¿Podemos realmente prescindir de los libros?».