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21.12.20

La Natividad: Realismo, ilustración y símbolo

Misa del gallo
  «Nochebuena. Misa de gallo». Obra de Stepan Fedorovich Kolesnikov (1879-1955).

  

   

«En nuestro mundo también un establo tuvo una vez algo dentro que era más grande que el mundo entero»
C. S. Lewis

 

«Nunca pierdas la oportunidad de ver algo hermoso, porque la belleza es la escritura de Dios».

Ralph Waldo Emerson

 

«El arte, como la moral, consiste en trazar la línea en algún lugar».

G. K. Chesterton

  

   


La representación artística y el realismo han estado siempre unidos en la mente del hombre, desde las pinturas rupestres de Altamira hasta los frescos de Miguel Ángel en la Sixtina. Solo recientemente se ha producido una disociación entre ellos, y no es casualidad que esto haya sucedido en los tiempos de relativismo en los que nos encontramos inmersos.

Pero la Iglesia siempre se había mantenido firme en esta idea, apoyada en el carácter sacramental de la realidad creada, con su disposición para transmitir el mensaje divino como expresión de la voluntad de Dios. Sin embargo, a lo largo del último medio siglo numerosas manifestaciones de esta ruptura trágica se han sucedido: la liturgia, los templos, la imaginería, las estatuas y las obras pictóricas; nada ha quedado al margen, dispersándose de este modo la fealdad por todas partes.

Sin embargo, Roma siempre había sido un refugio en donde refrescar y reponer este gusto artístico lastimado, un lugar de sosiego en el que esta tradición encontraba abrigo y protección. Con lástima, hemos podido contemplar estos días como, desde el centro mismo de la cristiandad, se mancillaba esta razón, más divina que humana, con la exposición al mundo de un belén con el que ningún católico podría sentirse identificado, en el que ningún católico podría ver expresado el carácter sagrado y sacramental que le da su sentido y razón, y a través del cual ningún hombre, y menos un niño, podría percibir la grandiosidad y profundo significado de lo que debería representar.

El genio artístico ––al que va asociada la habilidad y la técnica, fusión del talento con el trabajo––, es para los cristianos, como cualquier otro don, un regalo de Dios, algo que no pertenece al hombre y que, por lo tanto, el hombre está obligado a usar con gratitud. De esta manera, ser artista conlleva responsabilidades sagradas, ya que la misión de su arte no es celebrar la expresión egoísta de sus propios sentimientos por medios toscos y burdos, sino propagar la bondad y la belleza haciendo frente a la fealdad del mal. Incluso si el artista trata con los sufrimientos y las dificultades, sus obras deben transmitir esperanza.

Toda la tradición artística cristiana sigue esta estela y está imbuida del concepto de realismo sacramental, por el que se hace referencia, tanto a la relación entre el arte y la realidad creada como parte de la revelación divina, cuanto a los sacramentos con los que Nuestro Señor nos obsequió, como signos visibles que nos transmiten su gracia invisible.

Este realismo sacramental descansa en la doble idea del signo manifiesto y tangible y de su relación directa con una realidad misteriosa y sobrenatural. Santo Tomás en su Suma Teológica nos dice algo que podemos sospechar apenas prestemos atención: que los seres humanos, como criaturas sensoriales, tenemos una propensión natural a los signos y símbolos sensibles como medio para ilustrar las realidades, particularmente las espirituales, abstractas e intangibles, que de otra manera permanecerían más allá de nuestro entendimiento. Estos símbolos funcionan a través de alguna relación reconocida entre el significante y el significado. Pero esta relación no es arbitraria ni contingente; no puede ser construida o reconstruida por el hombre.

Como dijo el poeta Samuel Taylor Coleridge, el mejor símbolo «siempre participa de la realidad que hace inteligible». El agua simboliza la limpieza porque limpia. La rosa simboliza la belleza porque es hermosa. Y es por ello que el artista, en esa búsqueda por expresar la verdad, no debe trastocar el delicado equilibrio de estos significados. Su creación artística debe tener las correspondencias correctas. Debe apuntar a la realidad ultima de las cosas. Debe responder realmente a la Verdad.

Dios, con su Creación ––entre la que está la propia realidad humana, hecha a imagen y semejanza––, nos dio un modelo y una pauta a seguir. Y así, cada cosa creada ha de ser vista como un símbolo de su propia esencia interior, convirtiéndose de esta manera el mundo en un radiante libro de símbolos para ser leído con ojos sensibles a Su luz reveladora.

Dijo san Buenaventura:

«A lo largo de toda la creación, la sabiduría de Dios brilla desde Él y en Él, como en un espejo que contiene la belleza de todas las formas y luces».

Y si ahí está la belleza, el artista debe tratar de acercarse a ella, para imitarla sin presunción ni orgullo, al modo de un simple aprendiz, creando, como dice Tolkien, «según la ley en la que fuimos creados». De esta manera, un artista ha de tratar de mostrar esa verdad, honrándola con su arte y con su estilo.

El problema de hoy es que hemos roto esta relación sagrada entre el símbolo y su significado, apartándolo de lo real, y en último término de lo sagrado, y hemos dejado de crear «según la ley en la que fuimos creados». Dios mismo nos dio un código, reflejado en su propia Creación (de la que somos parte), y nosotros nos hemos apartado de él, intentando sustituir Su obra por la nuestra, contraviniendo el sentido de armonía y de belleza escrito en nuestros corazones y en la misma naturaleza, y puesto de manifiesto en una milenaria tradición artística. Por ello, este apartamiento de la belleza de lo real puede ser calificado de demoníaco.

El arte moderno, con su deformidad, su deconstrucción, su huida de la belleza, ha apartado a un rincón oscuro la misión sagrada del arte. Y así, el camino emprendido por la modernidad artística invierte el proceso de la Creación, y el camino «de la oscuridad a la luz» se convierte en el «de la luz a la oscuridad». Este momento de duda, confusión y, a caso, perdición, me recuerda al Satanás de John Milton, malinterpretando la relación de la imagen con la realidad en El Paraíso perdido (1667), y a su vez me hace pensar en los ángeles en relación al momento en el que unos permanecieron contemplando la luz cegadora de su Creador, y otros, ensimismados, se precipitaron en el abismo de la noche.

Este proceso de degeneración y corrupcción de la imagen que lleva a la perdición, fue descrito por el filósofo postmodernista francés, Jean Baudrillard (El malvado demonio de las imágenes, 1984). Según él sostenía, habríamos abandonado hace ya tiempo el original estado «sacramental» en el que la imagen se corresponde con la realidad. El Romanticismo y, sobre todo, el Simbolismo, habrían supuesto la entrada en una segunda etapa, llamada por él «maliciosa», en la que la imagen enmascara y pervierte una realidad básica, distorsionando el original. Más tarde, con la aparición del arte moderno, nos habríamos adentrado en una tercera etapa, denominada «hechicera», en la que la imagen pretendería ser lo real, enmascarando la ausencia de una realidad básica original. Finalmente, Braudrillard habla de un estado de «simulación» ––que se correspondería con la actual situación de realidad virtual y total relativismo––, en el que ya la imagen no tiene relación con ninguna realidad en absoluto, y donde las imágenes son «asesinas de lo real». No en vano, el poeta simbolista Arthur Rimbaud, en una línea profética, había escrito: «Ahora es el tiempo de los Asesinos».

También John Senior, en uno de sus artículos, titulado, ¿Cuál es realmente la pregunta? Notas sobre la Des-Realización de la Cultura, nos relata este camino de perdición estética y ontológica. Así, escribe que la moderna filosofía fenomenológica, «afirma que una imagen es una realidad, es decir que la imaginación podría construir una vida real propia». Pero, como él dice, «por supuesto que no puede. Cualquier sensación divorciada de su objeto se marchita». Y termina concluyendo:

«Según la filosofía perenne invocada al principio, el universo comienza con el Ser. Ahora debo añadir además, que según esta tradición también, el Ser es bueno. `Ens et bonum convertuntur´. Ser y bueno son términos convertibles. Por lo tanto, el mal es el no ser. El mal es, como dije, la privación del bien. De ello se deduce que en la medida en que uno está cortado según el patrón del ser, está cortado de acuerdo al bien. Existe lo que podríamos llamar una ley de la gravedad de la artificialidad. El universo de la alucinación no puede ser bueno. Es inevitablemente el infierno que el artífice construye. Por eso en el Panteón de los ídolos, lo horrible predomina inevitablemente».

La raíz de este mal proviene de un absoluto apartamiento de la realidad de lo material, y en la creación de un mundo simulado, de una vida focalizada en la vacuidad de lo irreal, fruto de una voluntad orgullosa que pretende ser omnipotente (y aquí la fuerza demoniaca se instala en el centro de la existencia). Es el deseo de ser dioses que nos ciega y que arrastrará a muchos a la perdición. Senior continúa diciendo que «hay algo destructivo ––destructivo para el ser humano–– en apartarnos de la tierra de donde venimos y de las estrellas, los ángeles y Dios mismo hacia donde vamos».

Por ello, para tratar de restañar está herida con algo de belleza, para ayudar a volvernos hacia lo real, hacia lo que es bello, bueno y verdadero, brindo a ustedes una serie de imágenes realistas que, creo pueden servir para ilustrar, aunque siempre insuficientemente, el incomparable acontecimiento de la Natividad del Señor.

Alguno de los ilustradores de libros infantiles y juveniles de los que les he venido hablando en este blog, se prodigaron o hicieron incursiones específicas en la imaginería religiosa cristiana. Y, como es lógico, la Navidad y el nacimiento de Nuestro Señor ocupó parte de esa actividad artística. Así que, aprovechando este tiempo de Adviento, paso a relacionar algunos de estos trabajos. ¿Que se trata de un arte de segunda –tal y como es calificada comúnmente la ilustración–? Puede ser, pero, aunque modesto, es arte al fin y al cabo, y, espero y deseo que posea belleza suficiente como para hacernos recordar el verdadero sentido de la Navidad.

 

                                                                           

Margaret W. Tarrant (1888-1959).

 

Cicely Mary Barker (1895-1973).

 

Jessie Willcox Smith (1863-1935).

 

N. C. Wyeth (1882-1945).



Harold Copping (1863-1932).


 
Maximilian Liebenwein (1869-1926).


 
J. C. Leyendecker (1874-1951).


Vicente Roso Mengual (1920-1996).

 

Hergé (1907-1983).


 
Maud y Miska Petersham (1890-1971 y 1888-1960).
 
 
 
Juan Ferrandiz (1917-1997).
 

 
Edmund Dulac (1882-1953).
 

Marcel Huet (1911-1976).


 
Emilio Freixas (1899-1976).
 


Lola Anglada (1896-1984)
 

 
Heinrich Lefter (1863-1919)