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9.06.20

La literatura cristiana como la más auténtica fuente de imaginación moral

                            Oración antes de la partida. Obra de Dmitri Shmarin (1967-).

   

    

«Allá donde falta la buena literatura la reputación del hombre se rebaja».

León XIII


«Este mundo nuestro tiene algún propósito; y si hay un propósito, tras él hay una Persona. Siempre he sentido la vida primero como una historia; y si hay una historia, tras ella hay un Narrador».

G. K. Chesterton

    

   

Soy padre y ya lo seré siempre. Todavía, en estos momentos, la edad de mis hijas me obliga a velar al respecto de qué, cuándo y de qué manera determinadas cosas les pueden ser mostradas. Ello me obliga a vedarles ––aunque ya por poco tiempo–– el acceso a determinada literatura, quizá la más auténtica y real que ha existido, la grande y veraz, aquella en la que se guarda la más clara e impactante imaginación moral y el retrato mas fiel, y a veces amargo, de la naturaleza humana. Y eso, a pesar de que se trata de un compendio de obras de clara inspiración religiosa, la mayoría cristiana.

Porque aunque muchos lo nieguen a voces y se jacten de una hipotética superioridad moral del progresismo, o de los ya arcaicos socialismo o comunismo, la verdadera imaginación moral reside en la mente cristiana. El filósofo católico Peter Kreeft nos dice al respecto:

«Como señaló brillantemente Dorothy Sayers mucho tiempo atrás, haciéndose eco de Chesterton, en verdad la ortodoxia cristiana es el pensamiento más creativo y dramático que jamás se generó en este mundo. (…) El infierno tiene una imaginación muy limitada».

Por su parte, el conocido crítico literario progresista Lionell Trilling admitió esta diferencia sustancial en su libro La imaginación liberal (1950):

«Nuestra ideología liberal ha producido una gran literatura de protesta social y política, pero desde hace mucho tiempo, ni un solo escritor que comande nuestra verdadera imaginación literaria. (…) Así que podemos decir que no existe ninguna conexión entre nuestra clase educada liberal y la mejor de las mentes literarias de nuestro tiempo. Y esto es como decir que no hay conexión entre las ideas políticas de nuestra clase educada y los lugares profundos de la imaginación».

Una de las claves de la desafección y pobreza imaginativa y moral de esa literatura progresista de la que habla Trilling está en la ideología que la alimenta y en su elemento clave y central: la pérdida del sentido del pecado a que se refería el papa Pío XII cuando dijo aquello de que «quizás el mayor pecado del mundo hoy día es que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado». Esta es también la razón de que los literatos y poetas protestantes hayan venido cediendo fuelle imaginativo y moral con el tiempo, pues el protestantismo, a causa de su relación con el liberalismo, ha ido abandonando su originaria visión del hombre. Algo a lo que quizá los literatos católicos de hoy día se estén acercando rápidamente.

En su libro, La Espada de la Imaginación (1995), Russell Kirk cita una declaración que T. S. Eliot hizo en 1933 tocante a este punto:

«Con la desaparición de la idea del pecado original, con la desaparición de la idea de la lucha moral intensa, los seres humanos que se nos presentan, tanto en la poesía como en la ficción en prosa hoy en día, son cada vez menos reales. (…) Si se elimina esta lucha, y por razones de tolerancia, benevolencia, inocuidad, redistribución o aumento del poder adquisitivo y devoción al Arte por parte de una élite como mero concepto estético, se mantiene la idea de que el mundo será tan bueno como cualquiera podría desear, entonces se deberá esperar que los seres humanos se vuelvan cada vez más vaporosos y tiendan a desparecer en su humanidad».

Todos sabemos que el origen de esta tendencia progresista y en apariencia buenista parece con fuerza con la Revolución Francesa y que, concretamente, su adalid intelectual es Jean Jacques Rousseau. Es entonces cuando muchos poetas truecan su imaginación moral por una imaginación idílica. Ralph Waldo Emerson lo expresa así: «Nunca pude darle mucha realidad al mal y al dolor». Una aversión a la creencia en el mal y en el pecado original que corre pareja a la de la existencia del Infierno. Russell Kirk pensaba que esa imaginación idílica se había transformado en nuestros días en una imaginación que él tildaba de diabólica, y con gran preocupación sentenciaba: «A medida que la literatura se hunde en lo perverso, la civilización moderna cae en la ruina».

El reconocimiento de la naturaleza caída del hombre, propio de los escritores cristianos, no es un gesto de desesperación nihilista ni tampoco un regodeo morboso y enfermizo; no es por tanto esa imaginación diabólica a la que se refiere Kirk, sino todo lo contrario. Los poetas que lo abrazaron reconocían el mal en el hombre y el mundo y lo plasmaron en sus obras, pero con la esperanza de una redención y una salvación eterna.

Esto es fácilmente reconocible en San Agustín y sus Confesiones, Dante y su Divina Comedia, Shakespeare en sus comedias y tragedias, Cervantes con su Quijote, o Chaucer con sus Cuentos de Canterbury, y después, en Dickens, Dostoyevski, Austen, Tolstoi, y más recientemente, en poetas como Manley Hopkins, Wilfred Owen, Claudel, Péguy, Gerardo Diego, Gabriela Mistral (e incluso, algunos no católicos, como Eliot y Yeats) y en escritores como Georges Bernanos, Evelyn Waugh, François Mauriac, Giovanni Papini, Graham Greene, Alfred Döblin, Shūsaku Endō, Sigrid Undset, G. K. Chesterton, C. S. Lewis, J. R. R. Tolkien, Miguel de Unamuno, Hugo Wast o Flannery O’Connor.

Todos ellos desbordan imaginación moral, esa que trabaja, como diría Shakespeare, con la substancia de los sueños, sueños de hombres reales, de carne y hueso, santos y pecadores, culpables y arrepentidos, perdidos y redimidos. Independientemente de sus concretas creencias y de las posibles desviaciones de la ortodoxia de algunos de estos escritores, todos ellos comparten una cosmovisión cristiana. El poeta católico Dana Gioia lo expresa así:

«Tienden a ver a la humanidad luchando en un mundo caído. Combinan un anhelo de gracia y redención con una profunda sensación de imperfección humana y pecado. El mal existe, pero el mundo físico no es malo. La naturaleza es sacramental, brillante, con signos de cosas sagradas. De hecho, toda realidad está misteriosamente cargada con la presencia invisible de Dios». Y continúa diciendo: «Perciben el sufrimiento como redentor, teniendo como referencia la pasión y muerte de Cristo, miran hacia la eternidad, gozan de un sentido místico de continuidad entre los vivos y los muertos y su sentido del pecado les somete, a ellos y a sus personajes, a un recurrente examen de conciencia, arrepentimiento y contrición».

Y es que en ellos había, por razón de su fe, una pasión por la verdad, lo que les llevaba a explorar plenamente, a fondo y sin reservas, la naturaleza humana, tanto en toda su bondad y belleza como en su horror y maldad. «Dí todas las verdades que tengas que decir, incluso si son sombrías, absurdas, chocantes. Después de todo, nosotros, los católicos, debemos reconocer lo impactante que es la vida humana. Nuestra raza se ha rebelado contra su Creador desde el principio de los tiempos», dijo la escritora noruega Sigrid Undset. La estadounidense Flannery O´Connor escribió, a su vez: «Los mayores dramas implican naturalmente la salvación o la pérdida del alma. Donde no se cree en el alma, hay muy poco drama. El novelista cristiano se distingue de sus colegas paganos por reconocer el pecado como tal. Según su herencia, no lo ve como una enfermedad o un accidente del entorno, sino como una elección responsable de ofensa contra Dios que implica su futuro eterno. O se toma en serio la salvación o no se toma en serio». Nada de paños calientes, nada de corrección política o de paternalismo moral. Chesterton incide en este punto: «La vida de los héroes y villanos es la vida tal y como es realmente. Toda aquella literatura que nos presente la vida como peligrosa y sorprendente es siempre más verdadera que aquella otra que nos la hace ver languideciente y llena de dudas. Porque la vida es una lucha y no una conversación».

Aunque algunos se resistan a aceptarlo, el hombre es un ser contingente y falible, un rebelde al que solo le cabe dejarse redimir por el amor de Quién lo creó. Si la literatura es la historia o biografía del hombre natural, también lo es del hombre caído, ya que «el hombre no estará siempre en estado de inocencia; llegará a pecar y su literatura será expresión de su pecado, ya sea pagano o cristiano», como nos dice el cardenal Newman. De lo contrario esa literatura no retratará al verdadero hombre.

Esta última frase encierra probablemente el secreto de porqué la literatura católica es la mayor y más profunda de todas las literaturas. Y es que al no ser únicamente creación del hombre, al jugar con materiales que están más allá de él, al tratar del hombre verdadero, del hombre con mayúsculas, trasciende al mismo y se ve impregnada de todo lo creado. En ese sentido, algunos han hablado de la «paradoja literaria católica»: dado que algunos libros podrían llamarse católicos porque su autor es un católico sincero y practicante, mientras que otros podrían serlo porque se perciben en ellos rastros, formas incluso simples residuos, de la creencia católica, a pesar de la incredulidad del autor, no es posible acotar con precisión o hablar con propiedad de literatura católica. Precisamente esto lo que da sentido a la aparente paradoja, porque lo católico, como su nombre indica, abarca todo, es universal, y no hay nada en el hombre ni en la creación que le sea ajeno y a lo que una visión católica no pueda acercarse, incluso, a través de una pluma teñida de incredulidad o agnosticismo.

Así que todo puede tratarse, todo debe tratarse, si bien su enfoque deberá conducirnos siempre a Dios. Lo que nos lleva al tema de cuál ha de ser el contenido de la literatura cristiana. El asunto tiene su enjundia, y por ello lo dejaré para una próxima entrada, tienen mi palabra.