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27.05.19

El humor y las risas en la literatura infantil

                               El truco, óleo de John George Brown (1831-1913).

 

 

“¿Merece la pena que un niño aprenda llorando lo que puede aprender riendo?”

Gianni Rodari

 

“El humor es la dicha que ha embargado al mundo.”

Søren Kierkegaard

 

“El secreto de la vida está en la risa y la humildad.” 

G. K. Chesterton

 

     

Al parecer, los sesudos Kant y Schopenhauer sostenían que el humor surge de la repentina transformación de una expectativa tensa en la nada. Según el malhumorado Thomas Hobbes, la risa sería la expresión de nuestros sentimientos de superioridad sobre los demás. Más recientemente, para el atormentado Freud, el humor tendría la función de mantenernos alejados de las pruebas y tribulaciones de la vida.

Qué quieren que les diga. A mi modesto entender, ninguna de estas tres teorías ––ni tampoco cualquier otra––, captan con plenitud aquello que son el humor y su más propia expresión, la risa. ¿Y si nos quedáramos entonces en el misterio? Porque lo cierto es que ambos están lejos de ser explicados. Lo que más se acerca a una explicación es probablemente verlos como un relámpago de eternidad. La visión fugaz del destino que se nos tiene reservado. 

 

“Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.”

Lucas, 6, 21

 

Quizá por eso el humor y la risa son tan placenteros y satisfactorios, tan vigorizantes y sanadores. Porque nos dan algo de lo que deberíamos llegar a ser; algo más propiamente nuestro que lo que ahora somos.

Y la literatura es uno de los vehículos que manifiestan esos relámpagos de eternidad. Concretamente, en la literatura infantil y juvenil el humor se prodiga en abundancia.

Así que voy a comenzar partiendo de una clasificación literaria basada en el sexo de los niños (sí, he dicho sexo, no género), que espero irrite a aquellos apóstoles o, más bien esclavos, de la llamada corrección política. En el mundo de la literatura infantil puede distinguirse dos tipos de humor, según sean niños o niñas los protagonistas de las historias, basados, mal que le pese a algunos, en las diferencias naturales que les separan (y en cierto modo, misteriosamente, les unen). En ambos casos se muestra lo mismo: la función del humor como creador de vínculos, desfacedor de entuertos y curador de almas. 

 

EL HUMOR PARA CHICOS

El humor masculino en la literatura infantil se encuentra en muchos casos íntimamente asociado con un determinado género literario: el de los relatos sobre chicos traviesos en las que se concibe al niño como un salvaje amable y espontáneo a medio amaestrar. Podríamos rastrear el origen de este tipo de literatura en los nacientes Estados Unidos de finales del XIX y en escritores como Twain y Tarkington, y sus Tom, Huck y Penrodo, si miramos con atención, quizá antes, en historias como las de nuestros pícaros (El Lazarillo de Tormes –1554– y El Guzmán de Alfarache –1599–) o en Las aventuras de Max y Moritz, de Wilhelm Busch (1865) e incluso en el Pedro Melenas (Struwwelpeter), de Hoffmann (1845) y en el Till Eulenspiegel (1515). 

La idea central de todos estos relatos es la necesidad y conveniencia de “lo salvaje” en los niños como un paso necesario para que puedan llegar a convertirse en hombres. A este respecto, el escritor norteamericano Benjamin P. Shillaber ––contemporáneo de Twain––, nos dice que ser malo es la forma en que los niños aprenden a ser buenos, y por ello, concluye: “ningún hombre adulto debería ser juzgado por las cosas salvajes y terribles que hizo cuando era niño”

Ya he hablado de algunos ejemplos de este tipo de humor, como son Guillermo el travieso (1922-1970), de Richmal Crompton, Jennings (1950-94) de Anthony Buckeridge y Tom Sawyer (1876-78) de Mark Twain. Todos ellos son algo así como niños imposiblemente buenos e inaceptablemente malos, un tipo de chico malo bueno que hace travesuras, pero que tiene un gran corazón. Tom, Guillermo y Jennings son los grandes espadas de este humor infantil masculino. Pero hay un cuarto personaje que, aún estando accesible en el mercado editorial español (y desde hace mucho tiempo), se suele olvidar. Me refiero al Penrod de Booth Tarkington, que es señalado como el claro antecedente tanto de Guillermo como de Jennings, aunque, como ellos, deba también mucho al maravilloso Tom. 

 

                         Portadas de la edición en castellano de y de la edición original. 

 

Penrod Schofield ––siempre inseparable de su perro Duque––, es un chico de doce años de edad que vive en el seno de una familia acomodada, en una ciudad del Medio Oeste americano en los inicios de la segunda década del siglo XX, y que, para molestia de sus padres y vecinos, lleva a cabo inocentes asaltos contra el orden burgués de su tranquila ciudad. Como en el caso de sus colegas Tom y Guillermo, se trata de un chico bienintencionado y lleno de vida, una noble pero desastrosa mezcla de impulsos generosos y de insensatez, una pequeña bomba de relojería que explota cuando uno menos se lo espera arruinando todo aquello que se cruza en su camino: clases de baile, fiestas, desfiles o incluso los coqueteos de su hermana mayor (al igual que Guillermo, Penrod se desmorona cuando se enfrenta a las féminas, a las que no entiende y de las que huye). El libro relata las aventuras y desventuras del protagonista y sus amigos mientras organizan una sociedad secreta, escenifican un circo doméstico, vigilan a posibles criminales y participan en “la Gran Batalla del Alquitrán”. Tarkington pensó que el éxito de la serie de Penrod se debía a que su protagonista era un “verdadero niño” en lugar de un “niño de libro y exposición”. 

 

                           Penrod ilustrado por Gordon Grant (1875-1962) y Penrod y su amigo Sam dibujados por Worth Brehm (1883-1928).

 

El autor escribió tres libros con sus historias: una primera novela titulada Penrod, en 1914 y dos secuelas, Penrod y Sam, en 1916, y Penrod Jashber, en 1929. En España solo se ha editado un volumen bajo un elocuente ––y equívoco––, título, De la piel del diablo, y que, mucho me temo, parece ser una refundición de historias de los dos primeros libros de la serie (publicado por Gustavo Gili, José Janes, Plaza y Janes, Miñón y la revista literaria Novelas y Cuentos). Una obra fresca y divertida que hará disfrutar a sus hijos, sobre todo si gustan de Guillermo Brown.

  

EL HUMOR PARA CHICAS

En lo que respecta a las historias con niñas como protagonistas, el humorismo se centra aquí en cuestiones más intimistas y plácidas. Se trata de una gracia suave derivada de la ingenua lógica infantil, de la naturaleza parlanchina y locuaz de las féminas y del espíritu inquieto y curioso propio de la infancia, en acusado contraste con la rígida y poco imaginativa racionalidad de los adultos; todo ello en un ámbito domestico de cotidianidad. Los orígenes de este humor femenino pueden encontrarse ya en la Alicia de Carroll, pero son más modernos que en el caso masculino. En España tenemos algunos referentes contemporáneos en un trio de heroínas de la pre y postguerra civil: la Celia de Elena Fortún, la Antoñita de Borita Casas y la Mari Pepa de Emilia Cotarelo. 

 

          Dos portadas de la serie ilustradas por L. de Bon y por  Francisco Molina Gallent.

 

De entre estas tres niñas, me quedo con Celia, el inolvidable personaje de Elena Fortún. De los 20 libros de la serie, me centraré en los primeros cinco, que son aquellos que se refieren a la infancia de la protagonista, y de entre ellos, especialmente a los dos iniciales: Celia, lo que dice (1929) y Celia en el Colegio (1932). He de confesarles que Celia es una herencia familiar, como lo fue Guillermo Brown. Mi madre y mis tías la leyeron, al igual que mis hermanas y, finalmente, mis hijas también han seguido esta especie de tradición literaria que, sospecho, se ha dado en otras familias.

La protagonista, Celia, es una peculiar niña necesitada de atención ––padre viajero por razones de trabajo, madre poco atenta––, que al mismo tiempo posee una imaginación fuera de lo común, lo que la lleva a sentir una gran necesidad de comunicación que satisface de los modos y maneras más curiosos, pues a su desparpajo une la gracia natural nacida de la proverbial y, hoy ya escasa, inocencia infantil. Las historias están escritas desde la perspectiva de la protagonista, una niña de siete años que vive con su familia en el Madrid de los años 30 del pasado siglo.     

A diferencia de lo que ocurre habitualmente con las series infantiles, dónde el tiempo parece no pasar —así Guillermo Brown, que siempre tiene once años—, en el caso de Celia el tiempo sí que pasa. La niña que da inicio a la serie termina contrayendo matrimonio (Celia se casa ––1950––), desarrollándose entre tanto a los ojos de los lectores, un pequeño universo en el que progresan y crecen tramas y personajes y dónde se entremezclan sus hermanos Cuchifritin Mila, y sus primas, sobre todo Matonkikí. Los libros fueron publicados en su día por Aguilar y en la actualidad por Anagrama.

 

      Dos ilustraciones para la serie de Celia obra de Ricardo Summers “Serny” (1908-1995).

 

A pesar de que Celia es bastante traviesa, la gracia de estas historias está en su mayor parte basada en el contraste entre la aplastante lógica de los niños y los prejuicios y reservas de los adultos, aderezado por los graciosos e hilarantes discursos infantiles, con su lenguaje “incorrecto” y a medio hacer. Ello da lugar a una fina ironía que se manifiesta en todo aquello en que interviene la protagonista, sea su relación con sus padres, sea la llegada de un nuevo hermano, sea su vida en el internado, sean sus relaciones con el servicio (personificado especialmente en Juanita la cocinera y en Doña Benita). 

Es precisamente la normalidad y cotidianidad de los escenarios en los que se desarrollan las historias lo que permite a los niños asentarse y acoger, con asombro y deleite, lo que vendrá después: el vertiginoso y divertido deslizamiento de la intrépida y preguntona Celia de una página a otra, de un diálogo a otro, en una amable y entretenida trama protagonizada por esta rebelde inocente y franca.     

 

17.05.19

Una distracción de vez en cuando viene bien (las ‘chuches’ literarias)

                         Una jovencita leyendo, óleo de Seymour Joseph Guy (1824-1910).

     

       

“La simple necesidad de algún tipo de mundo ideal en el que las personas ficticias desempeñen un papel sin trabas es infinitamente más profunda y antigua que las reglas del buen arte, y mucho más importante.”

G. K. Chesterton

 

 

“La existencia de la buena mala literatura —el hecho de que uno pueda emocionarse o divertirse o incluso conmoverse por un libro que el propio intelecto simplemente se rehúsa a tomar en serio— es un recordatorio de que el arte no equivale a una cerebración.”

George Orwell

 

 

“Divertido no es lo contrario de serio. Divertido es lo contrario de aburrido y nada más.”

G. K. Chesterton

     

   

Si son ustedes seguidores de mi blog, sabrán que desde un principio no he dejado de escribir sobre la necesidad de que los chicos lean libros de calidad (y que, además, contengan en sus páginas bondad, belleza y verdad), pero también sabrán que he promocionado ciertas excepciones a tal regla, por tenerlas por sanas, estimulantes, y en ocasiones convenientes, como verán a continuación.

Porque, ciertamente, cuando nuestros hijos se acercan a la pubertad o a la adolescencia, constatamos la existencia de una ley natural que parece decirnos que, hagamos lo que hagamos ––es ineluctable––, nuestros chicos se alejarán de nosotros y de todo lo que nosotros signifiquemos y se volverán escépticos respecto a aquello a lo que prestemos atención o elogio, incluida la recomendación de lecturas. Así que aquella reverencial y hasta casi idolátrica atención que nos prestaban cuando les elegíamos los libros, los cuentos y las novelas, y el entusiasmo inocente con el que abordaban las problemas que algunos de aquellos libros les planteaban, acudiendo a nosotros prestos para encontrar un pronto alivio a aquellas dificultades, ya no se dará. 

Sin embargo, por su bien es preciso que nuestro prestigio como electores de libros se mantenga. Es necesario que nuestra influencia permanezca, aunque sea mellada y capitidisminuida. Y para ello, creo yo, nada mejor que haber ido creando desde su más tierna infancia una imagen paternal que en ocasiones se aparte un poco de la intelectualidad y la seriedad y se centre en el mero entretenimiento. 

 

                      Niño leyendo, obra de Jonathan Eastman Johnson (1824–1906).

 

Pero, ¿cómo hacerlo? preguntarán ustedes. Pues, utilizando chuches. Ya saben, estos libros de mediana e incluso baja calidad literaria, fáciles y evanescentes, pequeños interludios de evasión pura y dura para disfrute de nuestros hijos, y que aunque quizá no sean promotores de altos valores, al menos, no actuarán como disolventes de las virtudes que tratamos de inculcarles (por lo tanto, habrá que hacer una selección dentro de esta peculiar categoría. Se tratará siempre de buenas chuches). Me refiero a libros como los de Enid Blyton o Emilio Salgari, y a muchos otros de los que les he hablado desde aquí. Ese tipo de obra a la Chesterton calificó como un “buen mal libro”, refiriéndose precisamente a cierta literatura infantil de su tiempo, y que según George Orwell, no tiene “mayor pretensión literaria, pero sigue siendo legible aún después de que otros más serios han perecido”.

Pues bien, además de su finalidad escapista, lúdica, divertida y relajante (e incluso, a la más trascendente, imaginada por Chesterton, para quien “la literatura y la ficción son dos cosas completamente diferentes” (…) pues, si “la literatura es un lujo; la ficción es una necesidad”), creo que estas chuches tienen otra función, adicional y menos relevante, aunque estimo que también de una cierta importancia, como es acostumbrar a los chicos a que también se puede disfrutar con libros intrascendentes y ligeros, lo que facilitará la continuidad de nuestra tutoría literaria. 

 

                       Enid Blyton, una de las más prolíficas autoras de chuches.

 

Por todo ello, si alguna vez hemos sufrido la tentación ––bienintencionada, por supuesto–– de adquirir frente a nuestros hijos una pose literaria de alto nivel, con un interés centrado en lo estrictamente clásico (tratando de darles de comer únicamente aquello que prescribió el Matthew Arnold como “lo mejor que ha sido pensado y dicho”), posiblemente lo más conveniente será levantar el acelerador, corregir el rumbo y permitirles que frecuenten chuches de vez en cuando. 

A tal efecto, a continuación les presento una lista personal de aquellos títulos que he ido calificado de chuches en diversas entradas de mi blog. Se trata, obviamente, de una relación abierta que, como toda selección, tiene mucho de arbitrariedad y poco de certidumbre, ya que incluso entre los títulos citados hay grados. Pero al menos es un punto de partida. Ahí va, con los links que llevan al artículo donde hablo de los libros (aunque advierto que sobre alguno de los títulos no he escrito todavía).

 

-La serie de Guillermo Brown de Richmal Cropton (link).

-La serie de Penrod Schofield de Booth Tarkington (link). 

-La serie Torres de Malory de Enid Blyton (link).

-La serie Santa Clara de Enid Blyton (link).

-La serie La traviesa Elizabeth de Enid Blyton (link).

-La serie Los famosos cinco de Enid Blyton (link).

-La serie Los siete secretos de Enid Blyton (link).

-La series Misterio y Aventura de Enid Blyton (link). 

-La serie de caballos Jill de Ruby Ferguson (link).

-La serie de Jennings de Anthony Buckeridge (link).

-Merrit, aprendiz de detective de Mary Fitt (link).

-La serie de Ian, Sovra y Cathie de Elinor Lyon (La fuga de Cathie, El secreto de las piedras talladas y Extraños tras la puerta) (link).

-Los chicos de la colina de Elinor Lyon (link).

-Verdes crecen los juncos de Elinor Lyon (link).

-El valle del eco de Elinor Lyon (link).

-El desconocido del bosque Una cabaña para Crusoe de David Severn (link).

-Emilio y los detectives y otros de Erich Kästner (link).

-Kai, el de la caja de Wolf Durian.

-Las historias de Celia de Elena Fortún y de Antoñita la fantástica de Borita Casas (link).

-Los cuentos de Antonio Robles.

-Algunas historias de Ana Mª. Matute y de Monserrat del Amo.

-Sandokán, El corsario negro, El León de Damasco y muchas más de Emilio Salgari (link).

-Las historias de Sherlock Holmes y muchas otras, de Arthur Conan Doyle (link).

-La serie de Tarzán de Edgar Rice Burroughs (link).

-La saga de Old Shaterhand Winnetou de Karl May.

-La serie de la Señorita Marple, la de matrimonio de sabuesos y muchas otras historias de Agatha Christie (link).

-Las novelas de aventuras de Mayne Reid (link).

-Las novelas de Rafael Sabatini (link).

-Las historias de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc (link).

-Algunas novelas de Edgar Wallace.