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22.07.23

Alegre, como un cristiano

En un retiro de verano me he topado con esta frase con pregunta incorporada:

El primer milagro de Cristo, con intervención de Nuestra Señora, no fue para curar a un enfermo, sino para tener más vino y seguir la fiesta en casa de unos amigos…

¿Qué te dice esto?

Afortunadamente la interpelante pregunta venía previamente ilustrada con un extracto de la obra “El Evangelio olvidado”, del padre Miguel de Bernabé que no me resisto a reproducir pues seguro les ayudará para la respuesta… 

Creo que nada nos acerca más a Jesucristo que verlo tan semejante a nosotros. Y, en este aspecto, podemos señalar otro rasgo suyo, tan singular, como es el de su interés por el ac­to social por excelencia: las comidas.

Y aunque el trasfondo de esta inclinación sea el apos­tolado, la ocasión de enseñar… esto no invalida aquello.

¿Lo concebimos disfrutando de una comida… de una ale­gre reunión…? Y, deliberadamente, empleo la palabra disfrutar, porque hay que vencer una tenaz resistencia íntima a creer seme­jante cosa; incluso sólo la soportamos enmascarándola en una asistencia de Cristo a la comida hierático y solemne. Naturalmente que así no pudo ser. Cristo es demasiado di­vino para necesitar de esos aditamentos.

Pero tampoco hemos de caer en el extremo opuesto que reflejan esas películas de última hora, que nos presentan al Señor tan «humano» que ronda con lo chabacano y desde luego con lo irreal.

Es lógico; la mayoría de la gente sólo conoce estas dos formas de comportamiento en una comida: la llena de dig­nidad y distante (para no comprometer un «status» adqui­rido con gran esfuerzo) y que resulta falsa y chocante, o la familiaridad vulgar y muchas veces chocarrera de los que prefieren «pasarlo bien» aun a costa de su propia estima.

Y es que no han tenido la oportunidad de conocer esa sencillez que une una natural distinción con la alegría más divertida, en el ambiente más grato y feliz.

Algo de esto podremos comprender (guardando la de­bida distancia, que en este caso es nada menos que infini­ta) con un ejemplo histórico narrado por don Juan Valera, el novelista español que escribía desde Rusia en 1857, y que hablando de los bailes a los que asistía el Zar Alejandro II en el San Petersburgo imperial, dice, muy admirado de lo que presenció en ellos:

«Se mezcla (el Zar) con todos y habla con las personas que más le agradan, sin ceremonia alguna, y co­mo si fuera un particular».

«La dignidad señoril de su persona, el rostro blando al par que sereno, y la misma idea elevadísima que tienen todos de Su Majestad, valen más que todas las pompas, etiquetas y ceremoniales de Palacio, para infundir respeto».

Algo así es lo que nos puede servir de referencia para «visualizar» un Cristo alegre en una comida de amigos, en una atmósfera tan especial y dichosa que sólo los que han experimentado algo remotamente parecido pueden comprenderlo.

Pero para aquellos que no han tenido esa suerte, no de­be ser obstáculo comprender que Cristo es (y no digo era) el más sociable de los seres humanos. Tanto es así que el Señor tuvo que quejarse porque:

«Vino Juan, y como no comía pan ni bebía vino dijis­teis: Tiene demonio». Yo como y bebo… y decís: «Es un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pe­cadores…» (Lc 7,33-34).

Sólo le faltó añadir: «¿En qué quedamos?»

Y, naturalmente, sería poco lógico pensar que Él sólo comía y bebía para poner en un brete a los fariseos. No; Él, por ejemplo, no tenía reparo en asistir a unas fiestas de bo­da. Y lo menos que se puede suponer es que lo hacía con rostro amable y sonriente.

Se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la bo­da Jesús con sus discípulos (Jn 2,3-9).

Y ahora, nueva sorpresa en este aspecto de lo humano que es Cristo. ¿Quién podría sospechar que el Señor iba a hacer nada menos que un milagro, para que continuase el jolgorio (empleo deliberadamente la palabra) en aquella boda? Pues lo hizo.

Y como faltaba vino, le dice a Jesús su madre: «No tienen vino». Jesús le responde: «¿Qué tengo yo con­tigo, mujer?, todavía no ha llegado mi hora». Dice su madre a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga». Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: «Llenad las tinajas de agua» (Jn 2,3-9).

Hay que imaginarse una mirada divertida en el Señor viendo los visajes desconfiados de los sirvientes mientras llenaban los odres, y la muda pero elocuente interrogación de sus rostros sobre «¿Qué irá a hacer éste…? ¿Para qué nos hace llenar las tinajas…?”.

Y las llenaron hasta arriba. «Sacadlo ahorales dicey llevadlo al maestresala» (Jn 2,3-9).

Los sirvientes, mudos de asombro, contemplaron aquel vino salido del agua, y no hay que ser muy perspicaces pa­ra adivinar el íntimo regocijo con que dieron a probar el agua al maestresala y esperaron su reacción.

Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sa­bían), llama el maestresala al novio y le dice: «Todo el mundo sirve primero el vino bueno y cuando ya es­tán bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora» (Jn 2, 9-10).

Así que Cristo no sólo fue a la fiesta, sino que les regaló vino para que continuara; y eso que los convidados debían es­tar ya un poquito «alegres» …

 (El Evangelio olvidado, páginas 21 a 24)