22.04.13

Puedo ser Lucifer

Lucifer significa estrella de la mañana, porque así era el ángel de luz en el seno de Dios, luminoso, transparente, ágil, feliz, pero la ambición lo traicionó, se opuso a Dios, quiso ser tanto como Él y fue castigado, arrojado desde el ambiente de felicidad plena hasta los ambientes de condenación eterna.

Siguen llamándolo Lucifer, aunque haya perdido su brillantez. Los santos padres han vislumbrado en Isaías, el origen y la catástrofe de Lucifer, aunque el profeta no lo cite por su nombre:

¿Cómo caíste desde el Cielo, estrella brillante, hijo de la aurora?

¿Cómo tú el vencedor de las naciones, has sido derribado por tierra?

En tu corazón decías «Subiré hasta el cielo, y levantaré mi trono, encima de las estrellas de Dios, me sentaré en la montaña, donde se reúnen los dioses, allá donde el norte se termina. Subiré a las cumbres de las nubes. Seré igual al Altísimo. Más, ahí, ya has caído en las honduras del abismo, en el lugar donde van los muertos».

Todos los reyes de las naciones, todos, reposan con honor cada uno en su tumba. Pero tú has sido arrojado lejos de tu sepulcro, como una basura que molesta, como un cadáver pisoteado, cubierto de gente masacrada, de degollados por la espalda, depositados en la fosa común  (cf. Isaías, 14).

Aun cuando no pueda afirmarse que Isaías describiera la caída de Lucifer, sino la de algún rey terreno soberbio, las circunstancias de la brillante descripción del profeta, pueden servir para describir la ruina de Lucifer, su soberbia llamada luciferina que designa el grado máximo de soberbia. Su ambición de no respetar los designios divinos, su rebelión contra la máxima autoridad y su transformación de diamante fulgurante en carbón desdeñado, de resplandor a opacidad, de belleza a horror, de felicidad a desgracia irreparable, de mensajero de Dios a perseguidor implacable de las almas, de rey de su propia alma bien dirigida, a tirano de un reino que destila infelicidad.

La descripción de Isaías sirve para todo pecador. Si en el Bautismo hemos sido hechos partícipes de Dios, en belleza y felicidad, con el pecado somos como una estrella que pierde su maravillosa luminosidad, para convertirnos en un repugnante ser viscoso que a su paso todo lo envenena.

Cuando te veo vivir de modo contrario a la razón ¿te llamaré hombre o bestia? Cuando te veo arrebatar las cosas de los demás ¿cómo te llamaré: hombre o lobo? Cuando te veo caer en fornicación ¿cómo te llamaré: hombre o puerco? Cuando te veo engañar a los otros ¿cómo te llamaré: hombre o serpiente? Cuando te veo lleno de veneno ¿te llamaré hombre o víbora? Cuando te veo obrar neciamente ¿cómo te llamaré: hombre o asno?

Pero hay una cosa más grave aún. Cada bestia tiene un solo vicio: el lobo es ladrón, la serpiente engañosa, la víbora venenosa, el puerco sucio… Pero del hombre malo no se puede decir otro tanto. Frecuentemente no tiene un vicio solo; sino que es a la vez ladrón, embustero, venenoso, impuro… y reúne en su alma los vicios de los otros brutos” (Juan Crisóstomo, MG, 50).

El pecador ha sufrido tal transformación que podría ser descrito con las vivísimas expresiones de Isaías:

Bajo la tierra los muertos se agitan por ti para salirte al encuentro. Se despiertan las sombras de todos los grandes de la tierra y se levantan de sus tronos los reyes de los pueblos. Todos se dirigen a ti a una sola voz y te dicen: ¿Tú también has sido tirado al suelo y ahora eres igual a nosotros? Tu esplendor y el gracioso sonido de tus arpas han sido lanzados al lugar a donde van los muertos. Tienes gusanos para tu cama y lombrices para cubrirla.

Así, así fue Lucifer, y así, así podríamos ser nosotros también.

18.04.13

El secreto de un obispo

En una sociedad como la que vivimos, tantos falsos paradigmas, de tantos ídolos creados por la propaganda y por los llamados formadores de opiniónse hace más apremiante que nunca destacar la necesidad de un reencuentro con el tiempo áureo y los paradigmas. Ello significa muchas veces remar contra corriente. Pero es el único camino (Arquetipos cristianos, Alfredo Sáenz, S.J.).

Es por todos sabido, cómo san Ignacio de Loyola, convaleciente de una herida de guerra no encontró otra cosa para leer que La vida de Cristo y La vida de los santos. Con la lectura de esos dos escritos, Íñigo se dio cuenta por primera vez, que había un combate más importante que vencer, la batalla contra las poderosas fuerzas del Enemigo de las almas, en la cual la recompensa es la más grandiosa de todas: la vida eterna.

Pocas cosas pueden elevar tanto el alma de una persona, como la heroica vida de otros. Consta por experiencia que la santidad es argumento eficacísimo para convencer a los hombres de la verdad y misión divina de la Iglesia, como lo recordara el Papa Pablo VI en la canonización de Santa Beatriz de Silva:

Los santos representan siempre una provocación al conformismo de nuestras costumbres, que con frecuencia juzgamos prudentes sencillamente porque son cómodas. El radicalismo de su testimonio viene a ser una sacudida para nuestra pereza y una invitación a descubrir ciertos valores olvidados (3-10-1976).

La sal preserva a la carne, no porque es semejante a la carne, sino porque le es desemejante. De ahí que cada generación es convertida por el santo que más la contradice (Chesterton).

El mérito excepcional de la acción ejercida por los santos sobre el mundo, radica en su permanencia: esos hombres, esas mujeres de Dios, que dominaron su época, y, con sus virtudes o con su genio, subyugaron a sus contemporáneos, continúan, mucho tiempo después de su muerte, desempeñando su papel sobreeminente de inspiradores, de guías espirituales que merecen ser escuchados y seguidos.

Como escribió Daniel Rops: Ante tales ejemplos, todo es vano, todo es literatura. Y sólo nos queda el considerar, en el silencio y la oración, ese misterio de Cristo presente en nuestro tiempo como lo fue en cualquier otro tiempo pasado, ese misterio de Cristo presente por medio de sus santos.

Guillermo Emmanuel conde de Ketteler, (1811 – 1877), obispo de Maguncia, fue una de las personas más destacadas y valientes en la lucha por la libertad de conciencia y de la Iglesia de Alemania en el siglo XIX, durante la Kulturkampf («lucha cultural») de Bismarck; y asimismo, uno de los iniciadores del pensamiento y del movimiento social católico, (cf. Benedicto XVI, Deus caritas est, nº 27), a tal punto que el Papa León XIII, conocido como el Papa de los obreros, había dicho que el obispo Ketteler fue supredecesor.

Pero hay un secreto desconocido de la vida de este obispo pionero de la doctrina social de la Iglesia que debe servir de ejemplo para cada cristiano.

El conde Ketteler, que había estudiado con los jesuitas suizos en Brig, sólo pensaba en los honores, los placeres, el dinero y el prestigio, a efecto de lo cual estudió derecho en las universidades de Gotinga, Heidelberg, Munich y Berlín. En 1935 ingresó al funcionariado del Gobierno en Münster, cargo al que renunció, según se lo dijo a su hermano en una carta, porque no quería servir a un Estado que exige sacrificar la conciencia.

Pero un día, a la edad de 30 años, con la velocidad del rayo, decidió hacerse sacerdote. En 1844 fue ordenado presbítero, y ordenado obispo de Maguncia en 1850.

Ya en 1869, conversando con otro obispo, Monseñor Ketteler, le confió a éste, que existía una persona que por él había dedicado toda su vida a Dios, a quien él le debía toda su vida y todas sus obras incluyendo su vocación.

Al día siguiente los dos prelados celebraron el Santo Sacrificio de la Misa en la capilla de una congregación de religiosas. Al momento de la Santa Comunión, el obispo de Maguncia tuvo un susto al acercarse a la balustrada una de las monjas, pero recobrando inmediatamente el dominio de sí mismo, le administró la Sagrada Hostia.

Después de la Misa el obispo Ketteler pidió a la Madre Superiora que reuniera a todas las hermanas, hecho lo cual, tuvo que preguntar: ¿Están realmente todas?, admitiendo la Superiora que faltaba una, la que esmeradamente cuidaba los establos, y que por su esmero a veces olvidaba otras cosas. Cuando llegó la religiosa el obispo empalideció. La religiosa había nacido hacía 33 años, el mismo día en que Guillermo Emmanuel se había convertido a raíz de una visión en la que había visto a Jesucristo resplandeciente enseñándole su Corazón, y arrodillada ante Él vio a una humilde monja en actitud suplicante, de quien oyó decir a Jesús: Ella ora incansablemente por ti.

Evidentemente, hacía 20 años que la hermana rezaba, ofrecía sus trabajos del convento, a veces desagradables, y sacrificaba su hora diaria de adoración eucarística, para que el Corazón de Jesús los hiciera llegar a quien Él así lo dispusiera.

Al Cielo le agrada la santidad silenciosa y discreta, que se consume en el amor a Dios y al prójimo, que ama en fidelidad y obediencia y sirve en silencio y en paz, de esa oración nacen las verdaderas vocaciones al sacerdocio.

15.04.13

Ídolos y afectos desordenados

La adoración, es una expresión del corazón, que reconoce a Dios como fuente de toda creación, y de todo lo bueno. El Primer Mandamiento del Decálogo preceptúa ante todo la adoración y el culto al Verdadero Dios, y prohíbe la idolatría que es un pecado gravísimo por la enorme injuria que con ella se hace a Dios.

Adoración significa poner a Dios en el primer lugar de nuestras vidas

darle a Él el lugar que le corresponde, y, esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, la carrera, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida (Papa Francisco, 14-4-2013).

Adorar a Dios significa que Él debe estar primero en la mente de cada persona, que debe ser reconocido como la fuente de todo bien por parte de los individuos y gobiernos de todas las naciones. Pero eso no es lo que está pasando, se ha buscado y se busca eliminar a Dios de las escuelas y los hospitales, de los ejércitos, de los negocios, a través de leyes inicuas y constituciones impuestas por los impíos que han jurado crear un mundo indiferente a su Creador y actúan febrilmente para sacar a Dios de la faz de la tierra mediante estructuras que fomentan las pasiones desordenadas.

En este tiempo, que no es ciertamente, el tiempo de los ateos, sino el de la idolatría, el Papa nos llama a vaciarnos de los ídolos que se enseñorean en nuestras vidas, nos atan y achican y nos impiden ser verdaderamente libres, porque cuando el hombre vive como si Dios no existiera, al no poder vivir sin religión, acude a dioses suplementarios a los que no deja de ofrecer el incienso de su secreta adoración.

Y si la adoración que Dios merece por justicia, no se le tributa a Él, ¿a quién, o a qué se está adorando?, a innumerables cosas: la adoración por las noticias, por el dinero, por la diversión, por el cuerpo, por el poder, por uno mismo. Todo esto y otras cosas, caen en la categoría de falsas adoraciones. Están los ídolos deportivos, los de Hollywood, del rock, del poder, los gurús, los ricos y famosos, los terroristas, los políticos, las drogas, el fisiculturismo, por mencionar sólo algunos. Cuando el hombre no adora a Dios, lo reemplaza por ídolos.

La Biblia reconoce dos formas de idolatría; la de la perversión y la de la sustitución. La primera tiene lugar cuando el nombre mismo y/o la imagen del Señor son manipulados o pervertidos: la segunda, cuando el Señor mismo es reemplazado por otros dioses, o falsos dioses. De ahí que desembarazarse de toda idolatría, es la liberación más importante. Liberar al hombre del círculo diabólico del egoísmo para abrirlo a la adoración a Dios (G. Fenili – S. de Fiores).

Como jesuita, el Papa ha mencionado también el tema de los apegos al pecado. San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales nos invita a

preparar y disponer el alma, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la [recta] disposición de su vida para la salvación del alma (EE, 1).

Dice Kempis: “Cuantas veces desea el hombre alguna cosa desordenadamente, pierde la tranquilidad” (Imitación de Cristo, VI).

Los EE, ignacianos tienen como fin precisamente extirpar de sí las afecciones (apegos) desordenados que llevan al pecado, mistifican la visión que el hombre hace de sí mismo y le impiden ver cuál es la voluntad de Dios a su respecto.

Si eres consciente de tener un apego, algo o alguien que te hace mal, una circunstancia pecaminosa o algo que te impide crecer espiritualmente, es necesario desprenderte interiormente de ello, pidiendo a Dios nuestro Señor lo contrario (EE,16).

El que es esclavo de apegos o afectos desordenados, dice el P. Ignacio Bojorge, S.J.:

no siente lo que debe sentir, no piensa lo que debería ni cómo debería pensar, no juzga rectamente, no hace lo que debe hacer, no va a donde debe ir ni está donde debe estar. Es evidente que en esta situación no puede ni debe tomar decisiones ni entrar en elecciones, porque en ese ofuscamiento del juicio y la razón proliferan incontroladamente los actos injustos.

11.04.13

Ser cristiano y ser santo - La hora de los laicos (10)

El cristiano no puede vivir su cristianismo solo. Necesita vivirlo con otros bautizados como él, que compartan su fe, en el sentido propio del término. Si el hombre es un ser social, el cristiano lo es con un doble título: en virtud de su creación y en virtud de su bautismo, que lo introdujo en el Cristo vivo, para formar Cuerpo con Él.

Hasta el Papa tiene necesidad de hermanos, escribía el patriarca Atenágoras. Y ello para su propio equilibrio y para su plena realización humana y sobrenatural. Esta ley del compartir es vital para todos y en todos los tiempos, pero sobre todo en el nuestro, en el que prácticamente han desaparecido los soportes sociológicos de una sociedad cristiana, en el que todos los valores están puestos en cuestión, en el que la religión va siendo desplazada, cada vez más, hacia el ámbito privado, y aislada de la vida pública (El cristiano en el umbral de los nuevos tiempos, Suenens).

La Exhortación apostólica Christifideles laici, sobre la vocación y misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo deja claramente establecido, siguiendo al Sacrosanto Concilio Vaticano II, que la libertad para que los fieles cristianos laicos se asocien, no proviene de una especie de concesión de la autoridad, ese derecho se deriva del Bautismo, que queda así, reconocido y garantizado.

Empero señala unos criterios para discernir y reconocer todas y cada una de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia (CL, 30), en otros términos, la Santa Sede reconocerá la eclesialidad de movimientos laicales si éstos han sido creados: 1) con un espíritu que da la primacía a la vocación de cada cristiano a la santidad; 2) con la responsabilidad de confesar la fe católica; 3) viviendo el testi­monio de una comunión firme y convencida: 4) en conformidad y parti­cipación en el fin apostólico de la Iglesia: 5) comprometiéndose en una presencia vivaz en la sociedad humana (CL, 30).

El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad manifestada en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles para una vida de santificación y plenitud cristianas.

Las asociaciones de fieles laicos tienen especial responsabilidad, como instrumentos de santidad de la Iglesia, buscando la unidad de la fe con la vida. La vitalidad cristiana no se mide ni con números ni con cifras sino en profundidad.

En la Constitución Lumen Gentium, ns. 39-41, dice el Concilio Vaticano II que todos los cristianos estamos llamados a ser santos, y nos ofrece fórmulas claras y hermosas acerca de la santidad:

  • Ser santo es cumplir el primer mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y con todas las fuerzas y amarse mutuamente como Cristo nos amó.
  • Es vivir nuestro bautismo, por el que somos verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santo.
  • Es sabernos lo que somos: con palabras del Apóstol, elegidos de Dios, santos y amados, revestidos de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia (Col 3, 12) y producir los frutos del Divino Espíritu para nuestra santificación y la de los demás ( 5, 22; Rm 6, 22).

El apostolado –dice el Siervo de Dios Tomás Morales, S.I.- igual que la santidad, no sólo es deber para todos, sino que está al alcance de todos. Es una santidad y un apostolado realista. No el de un ángel impecable, sino el de un hombre lleno de limitaciones que fracasa y triunfa en la derrota volviendo siempre a empezar.

La santidad consiste no en no caer, el apostolado no es no fracasar, sino en no cansarse nunca de estar empezando siempre aunque aparentemente nunca se consiga el objetivo. El santo, el apóstol, es un pecador que sigue esforzándose, que no se acobarda ante las caídas y derrotas. Siempre vuela más alto en aras de la humildad y confianza, sabiendo que los desastres nos ayudan para “que no se gloríe ante Dios ningún mortal (1 Cor, 1, 29) (Forja de hombres).

El bautizado conoce bien la definición de Juan Pablo II:

La santidad no consiste en ser impecables, sino en la lucha por no ceder y por volver a levantarse siempre después de cada caída; no deriva tanto la fuerza de voluntad de hombre, sino del esfuerzo por no obstaculizar nunca la acción de la gracia en la propia alma, sino más bien sus humildes colaboradores (3-3-1983).

El cristiano que quiere vivir la vida cristiana, pero no quiere en realidad tender a la perfecta santidad, hace de su vida un tormento interminable, pues introduce en ella una contradicción gravísima e insuperable… aquél cristiano que no pretende llegar a la plena santidad, no puede menos de experimentar el cristianismo, en mayor o menor medida, como un problema, como una tristeza, como un peso aplastante (Caminos laicales de perfección, José María Iraburu).

Pero para no asustarse del llamado a ser santos, el Beato J.H. Newman dijo:

Si me pregunta qué se debe hacer para ser perfecto, yo le digo: primero no permanezca en la cama más del tiempo debido; dirija sus primeros pensamientos a Dios; visite el Santísimo Sacramento; rece devotamente en ángelus; coma y beba para la gloria de Dios; rece bien el Santo Rosario; recójase; aleje los malos pensamientos; haga bien su meditación; haga cada noche su examen de conciencia; acuéstese a tiempo y usted será perfecto.

Péguy escribió que hay una sola tragedia en la vida –la tragedia de no ser santos. Teodosia la hermana del Aquinate, preguntó una vez al santo: ¿qué debo hacer para ser santa?, el gran genio apuntó, como siempre al quid, y le dio una respuesta contundente con una sola palabra: desearlo.

 

8.04.13

El diablo no tiene rodillas

La Misa es la devota celebración del misterio de la Presencia de Cristo en medio de su pueblo.

La celebración de la Misa –afirma la Ordenación General del Misal Romano (IGMR)-como acción de Cristo y del Pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana.

Si la Eucaristía es la cumbre de toda la vida de la Iglesia,

se comprende el cuidado y el empeño de los pastores para que este inestimable Don, sea profunda y religiosamente amado, tutelado y rodeado de aquel culto que exprese el mejor modo posible a la limitación humana la fe en la Presencia real de Cristo.

Recuerdo muy bien, un domingo en Chile, cuando con un colaborador apostólico argentino visitábamos una parroquia rural, donde funcionaba un consejo de la Legión de María con varios grupos esparcidos por las aldeas del extenso territorio. Ya en el pueblo, asistimos a la Misa. El párroco -un buen y santo sacerdote- tenía una visible invalidez que no le permitía desplazarse ciertamente. Llegado el momento de la comunión, la religiosa que actuaba de ministra de la comunión sostenía en una mano el copón, mientras que a su vez partía las sagradas formas para administrarlas. En acercarnos a recibir el Cuerpo del Señor, y cada que partía las hostias se veían caer al piso fragmentos no tan pequeños, hecho del cual la religiosa parecía no percatarse. Terminada la Santa Misa, los dos foráneos, sin habernos puesto de acuerdo, rápidamente fuimos a arrodillarnos ante los muchos fragmentos visibles esparcidos, y humedeciendo los dedos los consumimos.

Algunos años después supe que por hechos similares frecuentemente repetidos, han surgido grupos de laicos cuya única responsabilidad es la de recoger fragmentos de las Hostias Consagradas que se han caído después de dar la comunión en la mano.

La pérdida de la fe se manifiesta de una manera especial en la irreverencia ante Jesús Eucarístico. Por la manera de recibir la Santa Comunión y de asistir a la Santísima Eucaristía se ve claro que muchos no creen que allí está presente nuestro Señor en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y consiguientemente se recibe la Comunión en estado de pecado grave en el alma, sin haber recibido antes la absolución sacerdotal en la Confesión sacramental. Hay un cáncer anti-Eucaristía que se ha esparcido bajo la consigna de construir comunidad.

En la Santísima Eucaristía mientras el sacerdote eleva la hostia y el cáliz, hay un momento de silencio. El sacerdote se arrodilla después de cada elevación para dar testimonio de su fe en que el Señor resucitado está presente en el altar.

San Agustín decía: Nadie coma de este Cuerpo, si primero no lo adora. Fe y reverencia son consecuentemente los criterios básicos ante la Presencia real y verdadera, no obstante, muchos toman la postura de estar de pie o sentados. Después de la comunión muchos no se quedan en íntima adoración con Jesús, y casi todos los comulgantes terminada la Misa buscan alcanzar cuanto antes la puerta en una evidente pérdida del sentido de lo sagrado.

Los llamados Ministros Extraordinarios de la Sagrada Comunión, la administran sin la debida preparación y conciencia eucarística. He sabido de un laico que llevó el Viático a un enfermo en una bolsita plástica.

La IGMR establece que el que comulga recibe el sacramento en la boca o, en los lugares en que se ha concedido, en la mano, según prefiera (161, los fieles comulgan de rodillas o de pie según lo establezca la Conferencia de Obispos respectiva, y, cuando se comulga de pie, se recomienda hacer, antes de recibir el Sacramento, la debida reverencia, que deben establecer las mismas normas (160).

Sin embargo, en ese falso espíritu de madurez cristiana, individualista y liberal, la comunión en la mano propicia una falsificación y desacralización de la Eucaristía.

Joseph Ratzinger en su libro El espíritu de la liturgia recuerda un antiguo modo de representar al diablo: sin rodillas. Por su orgullo el demonio no tiene la capacidad de arrodillarse ante Dios, así también pasa con muchos de nuestros contemporáneos: han perdido la capacidad de adoración. Jesús instituyó la Sagrada Eucaristía para que la humanidad recordara su sacrificio. El pecado del hombre es el olvido. El diablo no tiene capacidad de arrodillarse ante Dios, pero nosotros sí y a menudo no queremos arrodillarnos para adorar al Rey de reyes y Señor de señores.

Dios podría hacer que todos los seres humanos cayéramos de rodillas llenos de pavor, en este mismo instante… Hay cientos de otras formas en que Dios puede hacer caer de rodillas a la humanidad, pero el Señor se rehúsa a ganarse a su pueblo de otra forma que no sea por el amor (P. Stephen Valenta, OFM Cap.).

Todos debemos mantenernos vigilantes, recordando en humildad de corazón, que la recepción eucarística y la adoración eucarística son nuestro deber más alto y nuestra más grande necesidad, sin olvidar que nuestra forma exterior ante el Misterio de la Fe, junto a la devota y reverente disposición interior, conducirá también a mejorar las de los demás.