Tendencia Natural y Libre en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino

PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA ARGENTINA

SANTA MARÍA DE LOS BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

REVISTA SAPIENTIA

VOLUMEN LXIX

FASCÍCULO 233

A. D. 2013

ISSN 0036-4703

Buenos Aires

Resumen:

En el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, la Filosofía Moral y la Teología Moral tenen al bien como concepto central, es decir, el ser en cuanto apetecible y en cuanto fin de la tendencia o apetito. Lo anterior es debido a que lo bueno expresa el ser en cuanto se relaciona con el apetito y también expresa la capacidad del ser para mover la voluntad o una tendencia cualquiera hacia su fin. Es por eso que Santo Tomás sostiene con Aristóteles que el bien coincide con la noción de fin. Y es por la importancia de estos principios y por su repercusión en la moral y sobretodo en la explicación de la libertad moral, que este breve trabajo consiste en una profundización en las relaciones entre el bien, el fin y la naturaleza, y algunas de sus aplicaciones a lo que se conoce como tendencia natural o apetito natural y la tendencia libre que se refiere a la voluntad, sobre todo a la voluntad de la persona humana. No se trata de un intento por presentar todas las conclusiones que de estos principios se siguen, lo cual correspondería a la Filosofía o a la Teología Moral, sino más bien de una profundización en los principios metafísicos para asentar los cimientos del orden moral.

 

Definitivamente pienso que es muy importante orientar nuestra atención en los fundamentos de la tendencia natural y libre que nos ha legado el pensamiento tomista, debido a que en el ámbito de la naturaleza humana, el fin/bien es aquello por cuya consecución o realización, opera y se mueve la voluntad y la falta de comprensión de estos principios fundamentales es causa de muchos problemas en la comprensión de la libertad humana.

 

1. El bien y el fin.

 

Como dice Aristóteles: El fin es lo apetecible por lo que coincide con el bien1. Pero antes del movimiento de tendencia o atracción hacia sí que produce el ser, este ser debe ser bueno. La razón formal de la bondad del ser no está en su noción de fin o de apetibilidad sino de la capacidad que el ser tiene en sí mismo de fundamentar el movimiento de tendencia de otros seres.

De este modo partimos como siempre del ser. Puesto que la nota constitutiva de la apetibilidad es el mismo ser en cuanto acto, determinación o perfección, es decir, el mismo ser pero en posesión de todo aquello que le conviene según su esencia2. De modo que un ser no es formalmente bueno porque es apetecible sino que es apetecible porque es capaz de perfeccionar a otro, es decir, es capaz de aumentarlo en su ser o en su perfección, actualizando todas sus potencias y de este modo puede comunicar sus perfecciones o tener una perfección comunicable. Y es que mientras la verdad se encuentra primordialmente en la inteligencia, la bondad se encuentra primordialmente en el ser en cuanto perfecto y acabado en su orden y en segundo lugar, en la voluntad o tendencia por él movida.

Es la perfección o bondad del ser, la raíz de su apetencia activa, del movimiento hacia su perfección. Lo bueno es, pues, acto o perfección y como todo ser es alguna perfección, todo ser es bueno para sí y para otros seres para quienes esa perfec- ción es apetecible, es decir, para todos los seres a los que la perfección les convenga como cierta plenitud y perfección propia3.

De lo anterior se sigue que «todo ser es bueno, todo lo bueno es apetecible y todo lo apetecible es fin»4. Por eso, en el tomismo, el bien es una propiedad trascendental del ser.

En efecto, lo anterior nos lleva a comprender que por ser bueno y apetecible, la posesión del bien o fin produce el goce y la quietud que hace que termine la actividad de la causa eficiente hacia su obtención. Cuando el bien ha sido alcanzado, el movimiento llega a su fin y cuando ese fin logrado es absolutamente último, la tendencia es sustituida por el goce y la quietud. Sin embargo, es evidente que, el fin que es lo primero en la intención, es lo último que se alcanza5. Y por lo mismo la causa final es la que mueve, y por esa razón, la causa final es la causa de todas las causas, incluso anterior a la causa eficiente. Y como mientras más conocemos las causas de una cosa mejor la conocemos, si conocemos mejor su causa final, la conoceremos mejor debido a que —como hemos dicho— la causa final es la causa de las causas6.

Si reflexionamos un poco, veremos con claridad que desde que una causa eficiente opera, debe actuar antes que ella una causa final que la determine. La causa eficiente no puede actuar si no hay una causa final que le de dirección y sentido. Pero eso no es todo, además de la causalidad eficiente, extrínseca al efecto, también dependen de la causa final, las causas intrínsecas del ente, a saber, la causa material y la formal, por lo que llegamos a la conclusión de que todo orden causal depende de la causa final7.

Por otra parte, el fin no puede actuar como fin desde el conocimiento inferior. Sólo la inteligencia que es capaz de llegar al ser y a la esencia, puede conocer las relaciones de medio a fin, el fin como término o efecto de una causa eficiente; y este fin, desde la existencia intencional o inmaterial del acto mismo de la inteligencia, puede obrar sobre la causa eficiente, encauzando hacia sí el desplazamiento de su actividad8. Sin inteligencia no hay causalidad posible.

 

2. El fin y la naturaleza.

 

Toda finalidad implica pues, una tendencia o apetito, y ésta, aunque sea con conocimiento de un fin, se entronca en un apetito innato, en una inclinación natural, en una naturaleza. Fin y naturaleza son correlativos9. Y por lo mismo se deduce, que a la luz de la finalidad se logra comprender el concepto de naturaleza, del orden natural y de las leyes naturales10. «La naturaleza es principio de movimiento y de quietud en aquél en quien está»11. La naturaleza dice relación esencial a su fin o bien, y es ininteligible sin el fin que lógicamente le antecede en la mente divina y que es su razón y su causa. Su movimiento definitivamente orientado, no es sino el vestigio del fin, para cuya consecución ha impreso y determinado en ellas Dios. Siempre es del fin de donde arranca la especificación del acto que tiende a su consecución.

La naturaleza, en el orden físico en los seres materiales está constituida por dos co-principios co-relativos realmente distintos, relacionados entre sí como lo determinable y lo determinante, como la potencia y el acto: la materia y la forma constituyendo ambos una unidad de composición y de totalidades, es decir, un único ser, una substancia hilemórfica. La materia es el puro no ser, la capacidad de acto pero que carece del mismo y únicamente es concebible en la forma que la determi- na a constituir con ella misma, al ente concreto y determinado. La forma es el elemento determinante de la esencia, es el acto de ser y de aquí que la forma esté por encima de la materia.

La naturaleza se presenta, pues, a nuestro intelecto, como la sustancia en movimiento hacia su perfección y acabamiento ontológico, con un movimiento ya dado en su mismo ser y que le  hace  tender  irresistiblemente  hacia  su  fin  o  bien.  Pero, hemos dicho que es evidente que el fin únicamente puede ser posible si hay inteligencia, y por eso las creaturas reciben su ser con un determinado movimiento, innato y natural de modo que el fin que las mueve no puede ser otro que la Inteligencia divina del Creador. Es la Causa primera la que constituye la naturaleza de los entes, que la determina necesariamente a sus fines próximos y que, en última instancia, es el mismo Dios.

El  carácter  dinámico  de  la  naturaleza  aparece,  pues, como una consecuencia del orden establecido por Dios.

La naturaleza es la sustancia dirigida y puesta en movimiento hacia su fin, preestablecido por Dios, conforme al ser de la misma. La naturaleza dice, relación esencial a su fin que es su propio bien y constituye su perfección.

Pero además, todo cambio de una potencia activa, esencialmente dirigida a alcanzar su bien que es su propio fin, es decir, toda potencia activa que se mueve hacia un nuevo ser en acto, debe proceder de un ser en acto, al menos en el mismo grado de actuación que el efecto, para que no resulte que el efecto sea más perfecto que la causa.

La inclinación y movimiento de todo ser o forma hacia su propio fin, que se desenvuelve de un modo necesario es lo que constituye el apetito natural, que en el mundo irracional origina las leyes naturales físico-químicas, biológicas e instintivas. El cosmos no es sino el conjunto de estas leyes, que podemos alcanzar racionalmente descubriendo su jerarquía y su orden hacia un único fin supremo del universo por una suprema Inteligencia.

El último fin es necesario porque el proceso al infinito acaba por resultar absurdo, pues una serie de causas imperfectas y subordinadas eficientemente no pueden ponerse en acción ni producir efectos si no hay una primera y última causa que las mueva. Una serie infinita de seres imperfectos no puede explicarse a sí mima. Si no hay una primera causa eficiente nada puede echarse a andar y sin una causa final o sin un fin último nos llevaría a una serie de fines subordinados que nunca acaban y que, por tanto, en sentido estricto, no son. Tanto en el orden de la intención como en el orden de la ejecución es necesario que haya algo primero. Porque lo que es primero en la intención es como el principio que mueve el apetito, pero si quitamos el principio no se puede mover nada. El principio de la intención es el fin último y el principio de la ejecución es el primero de todas las cosas que son para el fin. Si suprimimos esto caemos en un absurdo de intermedios imperfectos que no pueden explicarse a sí mismos ni explicar nada12.

Toda acción y toda causalidad inclusive la causalidad intrínseca de la materia y la forma, y por tanto, todo existente que no es por esencia, sino que la recibe de otro, es decir, todo ente contingente, está necesariamente determinado por una Causa Eficiente Primera con un número, más o menos grande de causas intermedias y por un Fin Último, con una serie más o menos abundante de fines intermedios13.

El fin es indispensable para cualquier acción y causalidad porque el fin determina al agente eficiente al acto. Por eso es necesario un último fin y que sea de tal modo que, en el caso del hombre, sacie por completo su apetito o voluntad.

Todo existente, incluido el hombre, no puede obrar sin el último fin y no puede haber sino un sólo y único fin supremo, de tal modo que todo movimiento aunque se encuentre dirigido a cualquier objeto, debe estar provocado y dirigido, en última instancia, por el último fin. El hombre y toda la naturaleza no pueden apetecer objetos, sino en cuanto estos objetos participan de algún modo del último fin. Por eso cualquier cosa que el hombre apetece, la apetece bajo la razón de bien. Y el último fin en cuanto mueve al apetito es como el primero que mueve en todas las demás mociones. Las causas segundas que mueven, no mueven sino en cuanto son movidas por el primer motor. Por todo esto, las causas apetecibles segundas o creadas, no mueven el apetito sino en orden al primer apetecible que es su último fin14.

Resumiendo este punto, todo el ser y toda la actividad humana y la actividad de todo el universo están determinados y dirigidos por el fin último. Nada en el universo puede apetecerse o tender a objeto alguno sin apetecer simultáneamente el fin último y en virtud de este fin último. El mismo Dios no puede crear nada fuera de sí mismo si no es teniendo su divina Perfección como fin de cualquier obra.

 

 3. Naturaleza y apetibilidad.

 

El punto anterior nos facilita la conclusión de que ser, bien y fin son propiedades trascendentales del ser, es decir, coextensivas o idénticas, en cuanto entre estas propiedades sólo cabe distinción de razón.

El razonamiento de esto es el siguiente: mientras el ser es acto o perfección, el bien es el ser en cuanto apetecible, y este bien, es por lo mismo fin en cuanto que es término de movimiento o apetencia de otro ser. El ser en acto se llama bien, en cuanto perfecto o apetecible, y se llama fin en cuanto es el principio (orden de la intención o de la causalidad final) y término (orden de la ejecución o causalidad eficiente) del movimiento apetente.

Y como Dios es Acto Puro, y en Él ser y entender se iden- tifican y voluntad y bondad también se identifican puesto que Dios es, Acto mismo de voluntad, Volición o Amor. Y es, a la vez, Acto mismo de apetibilidad o Bondad en acto de ser amado. Acto de amor y bondad amada en Dios son, realmente lo mismo que es Acto Puro de Ser. Dios se ama como se conoce en un único Acto Puro de ser. Acto y objeto de la Inteligen-cia divina es su misma esencia, y Bien y Amor también se identifican. De modo que el Bien Infinito, no mueve a la Voluntad divina puesto que Bien y Voluntad son un único y puro Acto, que lo es a la vez, de Amor y de Bondad amada. La Bondad del Ser divino, no mueve ni causa el Amor de Dios: Únicamente es su objeto o término analógicamente, con Él realmente identificado15.

Lo anterior es respecto a Dios pero si queremos explicar la tendencia al fin de la voluntad humana, como las creaturas no son pura existencia sino que sólo participan de ella, tampoco es su acto de obrar, de aquí que toda creatura necesite para obrar, actos accidentales añadidos a su ser substancial. El obrar es un acto de la substancia, algo que accidentalmente la determina.

De esto se sigue que la voluntad humana que es uno de los puntos fundamentales de este estudio, por su misma natu- raleza es más compleja, y para comprenderla es necesario vol- ver a insistir, que el ser (esse) es el primer elemento y el cons- titutivo esencial de toda la realidad, captado por el intelecto humano como su objeto formal propio a partir de las cosas materiales, y los primeros principios que son de la realidad y como tales son captados por nuestro intelecto intuitivamente aunque por abstracción a través de las cosas sensibles16. El plano lógico se funda y depende del plano ontológico y por eso toda verdad descubierta a partir de una demostración desde el ser y siguiendo sus principios lógicos con rectitud en el racio- cinio y verdad en cada proposición antecedente, tiene alcance ontológico y sus consecuencias lógicas quedan en dependencia de la realidad objetiva.

El pensamiento o el orden lógico, tiene validez objetiva gracias a la inteligibilidad del ser y de sus primeros principios que iluminan y dan consistencia a toda la argumentación hasta sus conclusiones. El intelecto capta el ser y sus primeros principios o axiomas que son la base de todos los demás razonamientos y conclusiones; del mismo modo la voluntad tiende al bien en sí, hacia su fin supremo, y sólo en función de esa inclinación natural puede querer los diferentes objetos, que por ser, participan de la noción de bien.

La voluntad está orientada en toda su actividad hacia un fin supremo, que es el bien en sí mismo con su consiguiente felicidad, y ello no por una libre determinación, sino por estar naturalmente inclinada a ese fin17. Es por esta inclinación necesaria hacia el bien o fin último, que la voluntad no puede querer cosa alguna, sino en cuanto que ésta participe de la razón de bien y contemplada bajo esta misma razón18. Lo que en el orden especulativo es el ser como verdad o inteligibilidad, en el orden práctico es el ser como bueno o apetibilidad.

En el plano teórico las conclusiones se iluminan derivándose de la noción de ser y de sus primeros principios. En el plano práctico, las decisiones prácticas se presentan como objeto de la voluntad, se hacen apetecibles, en cuanto la noción primera de bien se extiende hasta los objetos particulares para colocarlos dentro del fin en que se mueve la voluntad. En el orden práctico se parte del fin o fin último que es el objeto pri- mero y natural de la voluntad que se realiza en los diversos bienes particulares, como conclusiones o derivaciones suyas19. Estos bienes particulares que se derivan del bien o fin último, son medios vinculados a la obtención del fin y por lo mismo son medios que conducen a la voluntad al bien y participan de la noción de bien.

Los medios son apetecibles en función del bien y, en última instancia, del bien o fin último al que conducen. Así como toda la inteligibilidad de las conclusiones deriva del ser como verdadero y de sus primeros principios especulativos, toda la bondad de los medios proviene del bien o fin último y de sus principios normativos o prácticos20.

Toda la voluntad se mueve hacia la posesión de un bien real porque el bien es  perfección, es el ser en cuanto apeteci- ble, y por tanto algo ontológico.

La inteligibilidad del ser se extiende a las verdades derivadas según el modo de causalidad eficiente, de lo que es primero ontológicamente a lo último, es decir, deductivamente. El bien se extiende a los medios según la causalidad final, viendo la noción de bien desde lo ontológicamente último a lo prime- ro, desde el fin a los medios21.

 

Es de este modo como la verdad y la bondad como propiedades trascendentales del ser, son las que dirigen toda la actividad espiritual del hombre. Toda actividad tanto de la inte- ligencia como de la voluntad se funda y se desempeña en el ser. La actividad espiritual humana y la actividad y ser de todas las creaturas están determinadas y provienen del Ser como causa eficiente primera y se dirige hacia el Ser supremo, Verdad y Bondad infinitas.

El ser creatura se caracteriza porque la creatura es por participación de la Esencia divina puesto que recibe de Dios y de modo contingente, su acto de ser. Y por eso la inteligencia humana contempla al ser en sí mismo, como verdadero y se identifica intencionalmente o inmaterialmente con él, mientras que la voluntad se mueve hacia su posesión como bien o como su perfección ontológica22. Y estas dos direcciones de la actividad espiritual del hombre dependen del ser y en definitiva del Ser Absoluto de Dios.

El intelecto humano tiene dos posibilidades frente al ser: llegar a su objeto y detenerse en la contemplación de la verdad necesaria, con lo que se logra el conocimiento estrictamente especulativo, contemplativo o teórico. O conocer la verdad contingente frente a la que la voluntad puede decidir transformarla. Mientras el intelecto especulativo busca la verdad necesaria, el intelecto práctico se constituye en norma de acción. La voluntad opera bajo la dirección del entendimiento práctico y es la causa eficiente del obrar. La verdad es el fin o bien de la inteligencia, porque el bien sólo puede ser captado por la inteligencia como verdad. De modo que la diferencia entre el intelecto especulativo y el intelecto práctico, está en el fin, que es el término de su movimiento al que se dirigen, ya sea lo necesario y universal de las cosas en el caso del intelecto teórico, o lo contingente para dirigir la acción concreta en el caso del intelecto práctico23.

El hombre se posesiona de su fin último esencialmente por la inteligencia. Por eso, una postura auténticamente realista, concluye que existe una cierta supremacía de la inteligencia sobre la voluntad y una supremacía del orden especulativo o teórico sobre el orden práctico. Por la voluntad y por el orden práctico, el hombre se encamina a su último fin pero por la inteligencia el hombre llega a la posesión del último fin24. Con la posesión del fin o bien supremo, el hombre alcanza (aunque no sin la gracia sobrenatural) su plenitud ontológica. El hombre logra esto por vía especulativa de la inteligencia que lo pone en posesión del Ser infinito, mientras la voluntad tiende a ese fin y pone los medios para alcanzarlo y quedar saciada.

En el pensamiento de Santo Tomás, la vida contemplativa está por encima de la vida activa o de la práctica, puesto que mientras25  la contemplación se refiere al fin, la vida activa se ocupa de los medios.

Para Santo Tomás, en eso estriba el orden moral, en buscar y emplear los medios, que son los actos humanos, ajustándolos a la norma objetiva de moralidad que es la ley natural, para alcanzar el fin. De modo que es necesario ordenar todos y cada uno de nuestros actos humanos y nuestra vida entera, a nuestro fin supremo porque la voluntad no logrará el descanso en su tendencia hacia el bien, sino hasta que alcance el Bien Supremo o Absoluto que sólo es posible alcanzar por la inteligencia26. El objeto de la voluntad es el bien que es el ser en cuanto apetecible cuya razón está en el entendimiento. El objeto del intelecto es más simple que el de la voluntad y en el conocimiento intelectual, el intelecto se transforma intencionalmente en la cosa, no sale de sí para alcanzar su objeto sino que se transforma y se ensancha al conocer el objeto transformándose en el.

Lo que se concluye de este punto es que el hombre debe dedicarse y no puede tener otro problema más importante, en esta vida, que alcanzar su fin último, y para esto es necesario, en primer lugar, descubrir la norma objetiva de moralidad, o la ley moral. De este modo, podrá ordenar la actividad práctica de la voluntad libre y la rectitud subjetiva de esta voluntad, ajustando sus actos conforme a esa norma objetiva de la voluntad que ya está dada en la naturaleza. Pero precisamente como la operación sigue al ser, para todo estudio serio sobre la actividad del hombre, es preciso definir primero qué es el hombre, sobretodo en su carácter personal, cosa que no es objeto de este trabajo pero que se da por supuesta, antes de profundizar en el tema tan importante, de su actividad racional y libre.

 

 

4. Tendencia, naturaleza y voluntad.

 

Como hemos visto, todo el orden moral hace referencia al amor, al apetito o a la tendencia, de tal modo que es preciso profundizar suficientemente en lo que se refiere al amor y su relación con la naturaleza y la voluntad. Como ha quedado expuesto, el amor es el mismo carácter fundamental del dinamismo del ser. La naturaleza es principio intrínseco de operaciones o de movimiento. El amor es análogamente principio intrínseco de la actividad de un ser. «La actividad de un ser considerada como salida de su interior, se llama naturaleza, y en cuanto se proyecta hacia otros se llama amor»27. La tenden- cia o inclinación puesta en las cosas, que constituye la esencia de  la  naturaleza  considerada  frente  a  sus  manifestaciones, como punto de partida de ellas —terminus a quo—, es propia- mente la naturaleza; y esta misma inclinación connotando el término de llegada —terminus ad quem— no es otra cosa que el amor. En este sentido, el amor es la misma naturaleza en su efusión más espontánea, pues es el primer principio de movi- miento. Aunque en sentido estricto, el principio es el bien, pues- to que el amor es la coadaptación entre el bien y el apetito28.

Pero dejando el plano muy general y para comprender el papel que juega la tendencia o apetito en la actividad moral de la persona humana, debemos partir —como lo hemos visto— del hecho de que todo ser tiene una inclinación a unas determinadas operaciones que le son naturales y que provienen de su misma naturaleza. Esta tendencia es el apetito o amor. La razón de llamarse amor, es antropológica, porque en las perso- nas humanas, el amor es el principio de todos los afectos, y generalizando se obtiene un concepto de amor como causa universal. Toda naturaleza posee, por el hecho mismo de serlo, una determinada inclinación que es el apetito natural, tendencia natural o amor29.Y esto es lo que precisamente se afirma al llamar al amor, primera manifestación de la naturaleza. Una vez asentado esto, es necesario, demostrar, que lo que general- mente se llama amor en la persona humana corresponde tam- bién a la proporción entre el bien y el apetito que no será igual en todos los seres. Precisamente observamos que los seres o los entes, tienen distintas naturalezas, y que cuando son inanimadas la tendencia se puede llamar afinidad, cuando tienen naturalezas sensitivas se puede llamar apetito y cuando son intelectua- les es la voluntad. Aunque el término amor puede reservarse a la tendencia voluntaria, hay que ser conscientes de que el amor se extiende análogamente a todas las tendencias naturales.

Por eso, al decir que todo acto de la voluntad principia en el amor, se entiende que todo acto de la voluntad, surge de nuestra más íntima inclinación natural y que lo que estrictamente se llama amor es la manifestación más genuina de nuestra propia naturaleza30.

El intelecto se actualiza por la forma inteligible, en cuanto es inteligente, de la misma manera que todos los seres naturales pasan a la existencia natural en acto en virtud de su propia forma. Esta forma, origina la inclinación de todo ser a sus propias operaciones y a su fin específico, de donde es también necesario que el ser intelectual o espiritual, reciba de su forma inteligible la inclinación a sus propias operaciones y a su fin específico. Pero esta inclinación por la que el intelecto actúa por un fin en el orden del ejercicio intelectual humano, intelec- ción en acto segundo, es la voluntad, ya que ella es el principio de operaciones de la naturaleza intelectual y su objeto es el fin y el bien. Luego la voluntad es, en algún sentido, naturaleza del intelecto31.La intelección y la voluntad son dos momentos esenciales de la naturaleza espiritual.

 

De modo que, el amor es el último principio y la raíz de todos los actos de la voluntad. Siendo la voluntad, la inclinación natural en las naturalezas intelectuales, como el apetito en las meramente sensitivas, presupone una afinidad y conveniencia según la forma, que hemos visto, es el principio de la tendencia natural. Luego, la inclinación de la voluntad se verifica, en cuanto la forma inteligible aprehenda algo conviniéndole a ella. Pero tener afinidad a algo, en cuanto tal, es amar a otra cosa. De modo que, toda inclinación de la voluntad tiene su origen en el amor y así sus demás efectos, como el deseo, el placer, el odio, etc., provienen de él. Lo amado es el objeto de la naturaleza espiritual en cuanto al intelecto como semejanza de su especie, y en cuanto a la voluntad como término del movimiento32.

 

 

5. Voluntad natural y voluntad libre.

 

En el corpus de la obra de Santo Tomás, hay varios luga- res en los que afronta el doble querer de la voluntad como natu- raleza y como razón. La distinción se refiere a la voluntad como potencia/facultad. En este último sentido, la voluntad es una facultad espiritual única. Sin embargo, los actos volunta- rios, tendiendo todos genéricamente al bien, se especifican, de hecho, según alcancen el bien en cuanto que es fin. La volun- tad que se inclina al fin lo hace de manera simple y absoluta, como tendiendo a algo que en sí mismo es bueno. En cambio, la voluntad que se dirige a los medios, necesita cierta compa- ración previa que realiza la razón, ya que el objeto de la incli- nación no es algo secundum se bonum sino que tiene bondad ex ordine ad aliud, por su orden al fin33.

Existe pues, dentro de la razón común de bien como un doble objeto que no hace que sean dos potencias, pero que sí especifica diversamente los actos de la misma potencia apetiti- va que es la voluntad:

1.  Hacia el fin tiende la voluntad natural (voluntas ut natu- ra), una volición absoluta, simple y natural del bien;

 

2.  Hacia las cosas que se ordenan al bien, se encuentra la voluntad racional o deliberada (voluntas ut ratio), una volición comparativa de los medios, y por lo tanto, elec- tiva34.

 

Sólo los bienes concretos mueven a la voluntad a ejecu- tar una acción y por lo mismo, aunque el bien común determi- na la voluntad en el plano de la especificación, esa inclinación natural tiene que cumplirse siempre mediante una intención o una elección que recaiga sobre un bien concreto. Por consi- guiente, de alguna manera, la voluntad deliberada o racional (voluntas ut ratio) alcanza también el fin, en cuanto que el fin en concreto se elige (o mejor, se intenta) aunque no se elija el fin (bien) abstractamente considerado35.

Que la voluntad es una naturaleza, significa que la volun- tad es, en sentido amplio, un existente, de hecho es un acci- dente cualidad, una de las cuatro especies dobles de la cualidad ya que es una potencia o facultad. Santo Tomás, después de haber explicado que naturaleza se dice de muchas maneras y que, en primer lugar se dice del principio intrínseco de las cosas que se mueven, añade que «de otro modo se dice natura- leza a cualquier sustancia, o incluso a cualquier ente»36. La voluntad,  como  facultad  espiritual,  potencia  operativa  del alma, es un predicamento cualidad, y como tal es un cierto ente, una cierta naturaleza.

Por otra parte, en el plano operativo o del acto segundo, la voluntad tiene como toda naturaleza un obrar natural y un objeto de ese obrar. Lo que conviene a la potencia de la volun- tad por si, tiene que ser objeto de una volición natural, «porque es natural a una cosa lo que le conviene según su substancia»37; y como las cosas que inhieren por accidente hay que reducirlas a las que inhieren por si, es preciso concluir que «el principio de los movimientos voluntarios es algo naturalmente queri- do»38. En su sentido más radical y más fuerte, el término naturaleza no denomina a la voluntad, ni al entendimiento, pues todas las potencias operativas son principios próximos de ope- ración mientras que, la naturaleza, es principio remoto, último esencial. Sólo cabe llamar naturaleza a la voluntad en un senti- do más amplio puesto que está provista de una inclinación natural39.

En suma, la voluntad es una cierta naturaleza, tiene una inclinación natural, es decir, se dirige naturalmente a lo que le conviene per se… Todas estas afirmaciones expresan el princi- pio metafísico en el que «toda potencia tiene una ordenación necesaria a su propio objeto»40. La voluntad tiende al bien, el bonum es su objeto, pero el bien es una propiedad trascenden- tal, es decir, tiene la misma amplitud que el ente, con muchas articulaciones, por un lado está el Bien por esencia y por otro, la multiplicidad de bienes (entes) por participación. Hay un bien común y multitud de bienes particulares y como lo que es bueno tiene razón de fin por ser bueno es más preciso designar el objeto de la voluntad llamándole bonum (bueno).

Decir que la voluntad tiende naturalmente a la felicidad o hacia todo aquello que le conviene según su naturaleza, supo- ne que la voluntad está inclinada naturalmente al bien en gene- ral. Al bien en cuanto tal, sin más especificaciones. «La volun- tad apetece primo et principaliter la misma bondad (…) su inclinación es hacia algo común que encuentra en muchos»41. El objeto de la voluntad es el bien universal42. Aunque es muy importante recordar que lo que mueve a la voluntad no es una idea, sino un bien concreto tal y como se da en la realidad y no en el intelecto. La ratio volendi es la ratio boni: todo lo que queremos lo queremos porque es bueno43. La razón formal de mi querer natural no puede ser de mi querer electivo, puedo y además debo moralmente, elegir el querer de todas las cosas por Dios, el querer las cosas tal y como Dios las quiere, porque Dios es el objeto al que la voluntad natural tiende implícita- mente por ser la razón de bondad de los bienes44. Pero no es el objeto formal de la voluntad natural porque esta lo apetece naturalmente e inconscientemente.

 

 

6. El bien y la felicidad como objeto de la voluntad.

 

De modo que, siguiendo el punto anterior, si el bien común mueve naturalmente a la voluntad, es preciso que el bien común perfecto le mueva, de manera natural. Como cual- quier cosa naturalmente apetece su bien, así cualquier criatura racional, naturalmente apetece su felicidad. Lo apetecible, que es el objeto de la voluntad, puede tomarse de dos modos: per se y per accidens. Per se el objeto de la voluntad es el bien. Y per accidens, el objeto de la voluntad es éste o aquel bien con- creto. Y como el bien, comúnmente hablando, es el objeto de la voluntad, por eso hemos dicho que el Bien Supremo es el fin último de la voluntad, hablando per se.

Observamos pues, que la voluntad natural, (voluntas ut natura) se ve atraída por la razón de bien que tienen los entes. Y al mismo tiempo, al no ser esa bondad completa, queda insa- tisfecha y sigue buscando la plenitud de bien que aquieta com- pletamente el apetito45. La voluntad natural quiere naturalmente la felicidad porque quiere naturalmente saciar su inclinación al bien. Y en la medida en que la persona se da cuenta necesaria- mente que el Sumo Bien es el que puede aquietar perfectamen- te la voluntad, la felicidad se convierte en objeto formal de todo su querer: todo lo que quiere, lo quiere porque desea ser feliz.

De modo que, después de afirmar que la voluntad tiende naturalmente al bien común y al último fin o felicidad, Santo Tomás añade que existe también una inclinación natural volun- taria que consiste en que por la voluntad no apetecemos única- mente las cosas que pertenecen a la voluntad, sino las que per- tenecen a cada una de las potencias y a todo el hombre. De donde se sigue que naturalmente, la persona humana no quiere únicamente el objeto de la voluntad, sino también lo que pertenece a las otras potencias o facultades como son el conoci- miento de la verdad que pertenece al intelecto, el ser, el vivir y algunas otras cosas que hacen referencia a la  propia naturale- za humana46. La voluntad deliberada se encuentra en una dis- posición natural muy fuerte frente a los bienes y por eso busca necesariamente alcanzarlos. Esa es la razón por la que Santo Tomás habla de los bienes particulares cuando aborda el obje- to de la voluntad como naturaleza, porque la inclinación natu- ral de la voluntad al bien, a la felicidad y a todo aquello que conviene naturalmente a la persona humana, es el fundamento de la ley natural. Según es el orden de las inclinaciones natura- les, es el orden de los preceptos de la ley natural47.

Dios, no es la razón formal de bondad como tampoco es el ser formal de los entes, pero es la plenitud de bien concreta donde esa razón formal se cumple cabalmente.

Como Dios es el ser por esencia, donde la noción común de ser se halla realmente de manera absoluta, Dios no es la razón común de felicidad, pero es el objeto de donde esa razón en verdad se realiza. Tras el aspecto formal que determina la voluntad natural, despunta siempre Dios como objeto material al que la inclinación natural de la voluntad se inclina implíci- tamente. Dios es objeto material de la voluntad de manera implícita. Todas las cosas apetecen a Dios de modo implícito. Porque «así como Dios, en cuanto que es la primera causa efi- ciente, actúa en todo agente, así en cuanto es el último fin, se apetece en todo fin. Y esto es apetecer a Dios implícitamen- te»48. Los entes irracionales sean vivientes o inertes, apetecen a Dios implícitamente porque no le conocen y al alcanzar su fin constituyen la gloria material de Dios. La persona humana, mediante su voluntad natural apetece a Dios implícitamente porque no le conoce claramente como es. Pero esta persona humana apetece a Dios explícitamente con su voluntad racio- nal o electiva, es mediante la intentio finis ultimi, como las per- sonas humanas apetecemos a Dios inquisitivamente y eso es la gloria formal de Dios49.

El amor natural de Dios como objeto material, aunque implícito, es la inclinación más intensa de la voluntad. Como hemos visto, la voluntad natural está naturalmente inclinada para Dios más que a cualquier otro bien50. «En las cosas naturales, lo que según su naturaleza pertenece a otro, más y principalmente se inclina hacia aquél a quien pertenece que hacia sí mismo (…). Como el bien universal es Dios y bajo este bien se contienen el ángel, el hombre y toda criatura —porque cualquier criatura, naturalmente en tanto que es, es de Dios—, se sigue que, con amor natural, el ángel y el hombre aman principalmente a Dios más que a sí mismos»51. Este amor natural que tienen todas las criaturas, en el hombre es un amor intelectual y corresponde exactamente con la inclinación de la voluntad natural.

Para el hombre, decir que ama más a Dios que a sí mismo, es decir que ama con voluntad natural el bien perfecto de manera más intensa que el bien particular. Pero, mientras no conoce ese bien perfecto, la inclinación puede frustrarse, por- que el amor natural sigue siempre al querer intencional y elec- tivo de la voluntad deliberada, que puede colocar ese bien per- fecto, en algo que en realidad sea imperfecto.

La creatura racional, es capaz de llegar con sus solas fuerzas naturales al conocimiento de Dios como Sumo Bien, pero lo hace sólo mediante el discurso racional al que sigue la voluntad racional o electiva y no la voluntad natural. Natural- mente, la inteligencia no advierte con claridad que el bien que es capaz de saciar su voluntad y que constituye, por esa razón la felicidad, es Dios. Tiende hacia un bien perfecto con más intensidad que hacia el bien propio, y ese bien es, en realidad, Dios. Pero el hombre naturalmente no lo sabe. Llega a cono- cerlo únicamente a través de una inferencia racional52.

Dios como autor de la naturaleza ha impreso en el ser de todas las cosas una dirección hacia su Principio, es decir, hacia Sí mismo. El universo de las creaturas tiende naturalmente a asemejarse a Dios. Pero la creatura racional, es la única que mediante sus facultades superiores, inteligencia y voluntad, se inclina inmediatamente al Creador, en cuanto que el Creador puede ser objeto de su entender y de su querer. Sin embargo, hemos sostenido que «Dios es el fin de todas las cosas y así, cualquier cosa tiende, en cuanto le es posible, a unirse a Dios como a su último fin»53.

Por lo tanto, existe una inclinación natural a conocer y a amar a Dios que reside en la voluntad natural. Pero para que sea explícita, tiene que mediar la quiescencia libre de la volun- tad racional o electiva. Sólo así se entiende que el conocimien- to y el amor de Dios puedan ser considerados como un deber, y no como un deber cualquiera, sino como la primera obliga- ción de la ley natural moral.

La inclinación más fuerte y el amor más intenso de la voluntad natural apunta hacia el Creador, sin embargo, la voluntad racional o electiva, puede frustrar esa inclinación, al trasgredir. Se mantiene entonces como tensión hacia el bien verdadero, hacia ese único bien que realmente puede saciar la voluntad. La frustración de esa inclinación natural supone, desde luego, haber optado por otro objeto de la felicidad que no es Dios. Aún con esto, la elección se hace bajo la razón formal de felicidad, aunque, en este caso, sea falsa. Precisamente esa inclinación frustrada es la que permite a la persona humana, reconocer, en última instancia, que el bien elegido como obje- to de la felicidad, es falso, precisamente porque deja insatisfe- cha a la voluntad. Y el peligro es que si la voluntad se empeña en elegir mal, puede dar carácter de perpetuidad a esa frustra- ción. La inclinación a la felicidad, al ser formal, determina al apetito, en cambio la inclinación a Dios no le determina. Pero siempre será verdad, que desde el punto de vista ético, la per- manencia de esta tensión implícita y originaria hacia Dios, es el punto de referencia último para una posible rectificación de la libertad. La decisión libre de secundar la inclinación natural a Dios, no podría ser posible, si por no haberla seguido duran- te un tiempo, ésta hubiera desaparecido54.

Por otra parte, en cuanto al modo de operar de la volun- tad, es preciso afirmar, que el hecho de que la voluntad tenga un modo de obrar natural, significa que, en ese preciso modo de obrar, no se contrapone a la naturaleza, pero eso no quiere decir que se identifique con esta. Para comprender esto, hay que considerar que, en principio, el obrar natural sigue a una forma natural, el obrar voluntario sigue a una forma aprehen- dida o conocida intelectualmente. La voluntad y la naturaleza difieren como causas porque la naturaleza está determinada ad unum y la voluntad no. Esto se explica porque el efecto se asi- mila a la forma del agente por la que éste actúa. Es manifiesto que una cosa sólo tiene una forma natural por la que es cosa, por la que tiene ser: de donde se sigue que tal como es, así actúa. Pero la forma por la que la voluntad obra, no es una úni- camente, sino muchas en cuanto que son muchas las razones entendidas: de donde se sigue que lo que obra por voluntad no es tal cual es el agente, sino tal como quiere y entiende que eso es el agente55.

Todo parece indicar que la naturaleza y la voluntad libre se  contraponen,  pero  de  este  modo  podemos  comprender mejor, cómo el principio formal que regula la acción de la voluntad, es una razón conocida intelectualmente. El caso de la voluntad natural, es muy singular, porque siguiendo a una forma aprehendida, sin embargo, está determinada ad unum, es decir, se comporta de manera natural o necesariamente. Por eso parece, claro que debe establecerse una distinción entre el ape- tito natural simpliciter o primordialmente, y el apetito natural de la voluntad.

Dice Santo Tomás: «El apetito natural tiene necesidad respecto de la misma cosa hacia la que tiende, como los graves apetecen necesariamente ir hacia abajo (…) la voluntad tiene necesidad respecto de la misma bondad y utilidad»56. El bien particular, objeto de un apetito natural se quiere necesariamen- te por la relación que hay entre cualquier potencia activa y su objeto propio. Por la misma razón, el bien universal es amado necesariamente por la voluntad natural: es su objeto propio, pero no es su objeto material propio, sino su objeto formal pro- pio. Por eso Santo Tomás añade, que con respecto a su objeto material ya no rige el carácter de necesidad. «Necesariamente el hombre quiere el bien, pero no tiene necesidad con respecto a ésta o aquella cosa, aunque se aprehenda como buena o útil»57, por eso es libre respecto a estas cosas.

Por esa razón, el concepto de inclinación natural es aná- logo. «Es común a toda naturaleza que tenga una inclinación natural, que es el apetito o amor natural. Pero esta inclinación se encuentra de distinta manera en las diversas naturalezas, en cada una según su modo propio. De donde en la naturaleza intelectual se encuentra la inclinación natural según la volun- tad; en la naturaleza sensitiva según el apetito sensitivo; en la naturaleza carente de conocimiento según el sólo orden de la naturaleza hacia algo»58. Y este orden intelectual significa que el apetito natural de los cognoscentes, es un apetito elícito, es decir precedido de conocimiento.

Desde un punto de vista estático, por inclinación natural Santo Tomás se refiere a la finalización del ente: todos los exis- tentes finitos están finalizados por su Autor que es Dios, de donde podemos decir que cualquier naturaleza ama natural- mente a su fin, tiene un apetito natural del mismo, está ordena- da ontológicamente hacia Él. Cuando pasamos al plano diná- mico o de las operaciones, vemos que el término inclinación natural y sus equivalentes vuelven a ser utilizados por Santo Tomás, pero ahora, ya no designan la mera finalización de una naturaleza, sino que expresan la acción por la que se busca la efectiva unión con el fin59.

Por la naturaleza específica de la voluntad, la inclinación natural de ésta —como operación que busca la unión con el fin— es hacia la razón común de bien aprehendida por la inte- ligencia. Esto es lo que constituye a la voluntad, desde el punto de vista dinámico, en voluntad natural.

Resumiendo un poco lo anterior: existe la tendencia de todo ser hacia su propio fin en virtud de su propia naturaleza. Es el apetito universal de Dios en último término, ya que el fin último de todos los seres es Dios, y de Él han recibido la fuer- za y el impulso para amarle. Es el amor de todas las cosas a Dios que ha sido defendido siempre por la tradición cristiana y que adquiere una confirmación metafísica al identificar el bien supremo con Dios y definir el Bien como término adecuado de toda apetición. De aquí el cántico de toda la creación a Dios como principio y fin de todas las cosas60.

Existe pues, un apetito general, o un amor universal de toda la creación hacia su creador, es un amor que constituye la misma finalidad de la existencia de los entes, puesto que por Dios, los entes realizan el fin por el cual han sido creados, ya que por sus operaciones, cuyo principio es el amor, las cosas tienden a la semejanza con Dios61. Y por lo mismo, las cosas son más semejantes a Dios en la medida en que más participan de la causalidad divina, siendo a su vez causas de otras cosas. A mayor potencia causal, mayor perfección en los seres. Pero las cosas son causas unas de otras precisamente por sus opera- ciones, con lo cual tenemos nuevamente una relación con el amor. Más aún, considerando el amor desde el objeto, y no desde el sujeto como hasta ahora, podemos decir que es la semejanza la causa del amor, ya que algo se apetecerá si es ade- cuado y apropiado al sujeto que lo apetece62. Vemos, entonces, que la semejanza entre el sujeto y el objeto, es, pues, el princi- pio del amor, ya que amar es unirse con el amado con una unión más perfecta que la del conocimiento, puesto que lo conocido está en el cognoscente según la capacidad limitada en nuestro caso del ser que conoce, mientras que el amado está en el amante, según el modo del amado que es Dios en esta oca- sión63. La inteligencia es la condición necesaria para que la voluntad ame, pero no su causa.

Si todo ser ama naturalmente a su bien, y su bien último es Dios, toda creatura amándose a sí misma, amará natural- mente también a Dios, es decir, toda creatura al amar el objeto propio de su amor que es el bien, se amará a la vez a sí misma y amará a Dios. De esto se sigue que ambos amores sean el mismo amor. Por eso en la tradición cristiana y para Santo Tomás el pecado es un desorden, una tergiversación del orden de amores. Porque siendo Dios nuestro bien, lo cambiamos por otras cosas64.

Todo ser ama más lo propio que lo ajeno, y ama más lo más próximo que lo más lejano, y eso lo podemos constatar observando la naturaleza65. Sin embargo, Dios es lo más íntimo de la naturaleza de las cosas, es su sumo bien y está en las cosas como Principio para que por el amor se convierta también en Fin. Y por eso es natural amar más a Dios que a uno mismo, porque amando a Dios nos amamos en lo más hondo de nos- otros mismos; con lo cual se restablece el orden postulado por la razón66.

Si el universo se constituye en un todo gracias al amor que unifica, se comprende que el amor o inclinación natural de una parte tienda más hacia el todo que hacia ella misma67. Por eso, amar a Dios sobre todas las cosas es natural no sólo al hombre y al ángel, sino a cualquier criatura racional o irracio- nal68. Dios es el sumo bien y por lo mismo es el objeto del amor de la totalidad del universo69; y no tendríamos nosotros mane- ra de amar a Dios si de Dios no dependiera nuestro bien70. El amor es nuestra ley natural más íntima, pues se funda en nues- tra misma contingencia «toda fuerza es amor»71.

 

 

7. La causa final y el apetito.

 

Desde el inicio de este estudio hemos insistido en la importancia de la causa final. Por esa razón, una vez estableci- do que Dios es el sumo bien y objeto del amor de todo el uni- verso, abordaremos el tema desde la causalidad final y desde esta perspectiva reiteraremos que entre aquellas cosas que nece- sariamente se siguen de otras, existe una que tiene el primado, y esta es la causa final72. En efecto, hemos establecido que ella es el último principio del cual depende cualquier cambio, pues toda actuación, se hace por un fin, que es precisamente la causa final. Y con respecto a las otras causas, puede decirse que la materia no consigue la forma si no es movida por un agente, ya que nada se pasa a sí mismo de la potencia al acto, y el agente sólo se mueve con la intención de un fin, pues de otra manera se determinaría por una cosa con prioridad a otra73.

Ahora bien, tal como ha quedado asentado, agotando este razonamiento, se llega a la convergencia de la causa final con la naturaleza y con el amor. Esta causa final, que mueve a todas las cosas, provoca en ellas mismas el apetito natural y el amor y, además, en cuanto representa el bien propio de cada ser, que es en definitiva una participación del Sumo Bien y Fin último de todas las cosas, dice estrecha relación con Dios74. Preguntando por la causa final necesariamente llegamos a Dios como fin últi- mo de todas las cosas y si preguntamos por el amor que cada ser tiene dentro de sí, y por el orden que los seres realizan, veremos que actúan como efectos de su causa final75.

Por eso es sencillo concluir que el orden no es sino la manifestación y la consecuencia del reino de la finalidad. El orden impera en donde todas las cosas aspiran a su debido fin. Son pues, dos expresiones de una misma realidad: la actividad propia y natural que está en la misma entraña del ser, y que tiende forzosamente a un determinado fin que caracteriza a cada ser en particular. Una inteligencia es necesaria, porque no podemos explicar una finalidad sin una inteligencia que la ponga como tal, ya que sólo un intelecto puede salir de sí mismo para constituir en un fin propio algo que está fuera de la misma cosa. Esto fue visto clara, pero unilateralmente, por el idealismo, pero su error consistió en constituir al espíritu humano —individual o trascendental— en el lugar del intelec- to de Dios como norma de esta finalidad de las cosas. Por esta razón, en el fin se aquieta el apetito del agente, ya que este ape- tito no proviene ontológicamente sino de una naturaleza intelectual —interna o externa— que ha puesto esta actividad en el ser. El error del idealismo estuvo en olvidarse que todo lo real es ser, aunque es ser de manera análoga, siendo el primer ana- logado Dios que es el Intelecto Puro. Esto es resultado de su base agnóstica que le impide ver con certeza más allá de lo que es inmanente al sujeto mismo.

El análisis de la finalidad, lleva consigo una cierta espi- ritualidad, es decir, que la tendencia hacia afuera en un ser supone una cierta extraversión, que análogamente a la refle- xión o al volver hacia sí, sólo puede ser verificada por un ser inmaterial. En efecto, la apetición, en cuanto es un salirse de sí mismo hacia lo apetecido, bajo la forma de deseo, volición o cualquier otra, implica un determinado contacto con el fin, contacto que a todas luces no puede ser de naturaleza material; luego el ser que lo verifica tampoco puede serlo. Por esto el materialismo no puede admitir la finalidad.

Ahora bien, no es necesario que la intencionalidad pro- venga de la misma naturaleza en cuanto tal, sino en cuanto par- ticipa de una tensión en ella por algún intelecto, es decir, que en los entes materiales la apetición será una fuerza inoculada desde afuera, aunque en la misma naturaleza, con lo que no deja serle, en cierta manera, inmanente por una inteligencia ordenadora. Mientras que en los entes espirituales la apetición sería consecuencia de su actividad intelectual, que en lenguaje escolástico se ha llamado apetito elícito, nihil volitum quin praecognitum. El dinamismo es esencial al ser, pero la dinami- cidad es recibida76.

Sólo el ser espiritual posee potencia motriz propia, aun- que sea participada. Y de esta manera se resuelve la cuestión acerca del carácter intrínseco o extrínseco de la finalidad en los seres. La intencionalidad ontológica que toda apetición supone, es intrínseca en cuanto es el mismo ser el que la posee y extrín- seca en cuanto no es sino atraído por otro. Por eso hay dos cla- ses de movimiento: por impulso y por atracción. El primero representa la apetición intrínseca, sólo propia del intelecto, que, conocida la verdad bajo el aspecto de bien aspira a ella con la voluntad. Y la segunda se refiere a la consecución de su fin por las cosas materiales; pero más en virtud de la fuerza de atracción de aquél que del poder impulsar de éstas. Cosa que no excluye que toda naturaleza tienda hacia su bien. La natura- leza material es atraída por Dios; y por eso consigue plena- mente su fin. La naturaleza espiritual tiende hacia Dios por impulso propio, aunque recibido. Esta es la razón por la que los seres espirituales pueden fallar en el empuje y no conseguir plenamente su fin: esta es la problemática del pecado. La fuer- za de atracción que mueve desde el ser supremo, es indefecti- ble. Pero la capacidad de los seres espirituales de impulsarse a su Fin, puede desviarse, incluso corromperse por el deseo de un fin parcial y truncado. Este es el mysterium iniquitatis del mundo espiritual77.

Todo agente obra por un fin78, puesto que el ente obra por naturaleza o por intelecto y en este último caso, el agente actúa por el fin conocido por el intelecto79, pero también en los seres irracionales preexiste una semejanza con el efecto natural en el sentido de que así como en la mente del agente racional está la semejanza del efecto a que aspira por su acción, así también en la naturaleza material existe una cierta semejanza entre los efectos y sus causas. Existe una ley natural que rige esos pro- cesos; ley cuyo cumplimiento constituye el fin de tal proceso. Hay que tener en cuenta que el fin sólo posee razón de causa- lidad en cuanto está en la intención del agente intencional que lo provoca, «el fin, aunque es lo último en la ejecución, es lo primero en la intención del agente. Y de este modo tiene razón de causa»80  debido a que sólo un ser espiritual es capaz propia- mente de obrar por un fin. Los seres materiales son conduci- dos, elevados a él por una inclinación ciertamente natural, pero que es impuesta siempre por alguna inteligencia.

De todo lo anterior se sigue una conclusión que afecta directamente a la naturaleza. La tendencia sea propia o comu- nicada de un ser para conseguir su propio fin y la influencia de este fin para ser alcanzado, muestra que el ser creado no posee todavía su plena perfección, y que ésta consiste en la posesión de su fin. Pero este fin, como término de la apetición, será la propia naturaleza de la cosa. Por eso, el fin es, en cierto modo, lo primero, aunque en el orden de la realización sea lo último, analógicamente como el todo es anterior a la parte81. Todas las cosas tienden a la plenitud de su propia naturaleza. De esto se desprende que las distintas maneras de actuar por un fin corres- pondan a otras tantas clases de naturaleza.

Hasta este punto hemos visto tres grandes grupos: aque- llas naturalezas que son   conducidas hacia el fin, los seres materiales; otras naturalezas que tienden voluntariamente hacia el fin, los seres espirituales; y finalmente, la Naturaleza que actúa por un fin que se confunde con su misma actuación82. En los dos primeros casos, el fin como fuerza motriz, no se con- funde con el ser, es extrínseco y supone, por lo tanto, la adqui- sición de algo que no se poseía. La tendencia hacia el fin impli- ca una imperfección que va en camino de perfeccionarse. Dios, en cambio, es totalmente libre, puesto que su fin no puede con- sistir en recibir nada ni en perfeccionarse, sino en dar y en darse cuando actúa. Más aún, la bondad divina es el fin de todas las cosas83.

Admitido el dinamismo de la naturaleza, la consecuencia es que ésta posee una determinada finalidad. Todo agente al actuar consigue algo, va hacia alguna cosa, tiende hacia algún término. Y este término es, por definición, el fin del agente. Hemos repetido que todo agente actúa en virtud de un fin, por- que toda actuación supone un punto de partida y un término de llegada. Y este fin, que puede ser distinto del que intenta el agente, es el fin en cuestión. Pero lo más interesante es que el fin no sólo está fuera del agente, sino que en cierta manera está intencionalmente en el agente, condicionando su misma actua- ción. Todo fin tiene cierta razón de causalidad; el término hacia lo que algo tiende está presente intencionalmente en el punto de partida y ha influido en cierta manera en esta tendencia, pero para explicar este hecho y valorarlo en sus justos límites, es para lo que siempre es necesario retomar la doctrina del acto y la potencia84.

Si el agente no tendiera hacia algún efecto determinado, todos los términos le serían indiferentes y, por lo tanto, no podría decidir más por uno que por otro. Sin embargo, ese agente puede salir de la indiferencia, si es determinado por algo que le impulse hacia un término concreto; pero este algo debe ser a su vez determinado, en última instancia, por el mismo término de la acción, porque no puede procederse al infinito, ni puede prescindirse del término concreto de la acción, que de alguna manera debe ser responsable de que se llegue hasta él y no hasta otro término distinto85. Dicho en otras palabras, toda actuación es un movimiento, y todo movimiento supone un tér- mino. Ahora bien, el movimiento no sería tal, si no fuera un acto de la potencia en cuanto potencia, es decir, si el acto del momento presente no contuviese en potencia el acto del momento siguiente, puesto que la potencia del cual es acto el movimiento, no es sino el término del movimiento, ya que éste es el que se actualiza y el que ha pasado de la potencia al acto. O sea, que el término está ya virtualmente en el punto de partida y ésta determinación potencial, en cuanto considerada anticipadamente en su actualización en el devenir presente, es lo que se llama el fin. Por eso precisamente el bien tiene razón de fin86, como hemos venido sosteniendo, porque es el término de la apetición87.

Por eso hemos insistido que la causa final tiene una prioridad sobre las demás causas porque es causa de todas las causas, y sin la causa final, ninguna causa puede entrar en actividad88. Lo anterior es debido a su íntima unión con la naturaleza. En verdad conocemos una cosa cuando conocemos sus causas, y de entre estas causas, la causa final es la primera, conociendo la causa final habremos captado la naturaleza de una cosa, porque la naturaleza no es otra cosa que el fin y la causa final89.

 

La causa final es la que actualiza todas las operaciones de un ser y es la que pone en juego las demás causas. La teleología es inmanente a la cosa misma. La naturaleza es esencialmente teleológica, porque es actividad y la actividad no puede existir sin un fin. El fin es la naturaleza en cuanto perfecta, en cuanto que es la perfección del acto segundo que constituye la misma actividad del ser90. Y la finalidad intrínseca de la misma naturaleza es la que sirve de base, no sólo para explicar la regularidad de las leyes naturales en la cosmología, sino el orden del mundo de la Providencia. De modo que, sobre una recta idea de naturaleza, descansa toda una concepción del mundo.

 

 

8. Naturaleza y libertad en la persona humana.

 

Y si nos enfocamos todavía un poco más en el caso de la libertad humana, en el caso de la persona humana, el sujeto y causa agente última de sus operaciones es el supuesto. Quién actúa es la persona humana, constituida como tal gracias a su acto de ser. Pero la persona obra por medio de su naturaleza que es el principio esencial (formal) de toda su actividad91.

Toda la actividad espiritual del hombre, es decir, toda la actividad humana que tiene como principios inmediatos la inteligencia y la voluntad, tiene como principio remoto, la naturaleza que está en el fondo de toda la actividad de nuestro espíritu sosteniéndola, posibilitándola, imponiéndole unas leyes que no puede infringir.

La determinación ad unum es la ley primordial de la naturaleza. O dicho de otro modo, la naturaleza bajo las mismas condiciones, actúa siempre del mismo modo92. Lo cual no debe interpretarse como un determinismo, sino más bien que la naturaleza tiende siempre hacia el mismo fin. La necesidad de la naturaleza no es una necesidad absoluta, sino que es una necesidad ex fine o necessitas ex fine, que deja resquicios al azar en los entes materiales, y a la libertad o libre arbitrio en los seres espirituales93. De cualquier manera, la determinación ad unum es sinónimo de necesidad final. Y en este sentido, todo lo que se comporta naturalmente actúa necesariamente. Pero, la verdad de esta afirmación no es válida en sentido opuesto: todo lo que obra necesariamente no tiene por qué ser natural. Lo violento induce en el sujeto una necesidad coacti- va, que proviene del exterior y es contraria a la naturaleza94.

El principio general de la correspondencia que hay entre el obrar y el ser, nos permite precisar mejor el concepto de determinación ad unum. La determinación en el plano operativo es consecuencia de la terminación en el orden ontológico o del ser. La unidad trascendental de cualquier ente es manifestación inmediata de que participa realmente de un acto de ser. La unidad es convertible o coextensiva con el ser y por eso, todo ente en cuanto que es, es uno. La unidad del ente que, en última instancia, es debida al acto de ser, se origina de manera próxima en virtud de la forma. Y esta unicidad de la forma es la causa de la unidad operativa del obrar natural, es decir, de aquel obrar que tiene justamente por principio la forma natural. La forma natural produce necesariamente la operación que le conviene, de donde el acto de la forma natural no puede darse simultáneamente con el acto de una forma contraria95. La operación sigue a la potencia, la potencia sigue a la esencia que es la naturaleza de la cosa. Por eso, la determinación ad unum de la naturaleza deja huella en las facultades de la naturaleza de la cual se originan.

La voluntad, por ser una facultad que radica en la naturaleza del hombre, pudiendo considerarse ella misma una cierta naturaleza, está dotada de un querer determinado ad unum puesto que nada prohíbe que la voluntad en cuanto que es una cierta naturaleza,   esté determinada ad unum96. La libertad, como modalidad de la voluntad, supone, sin embargo, la indeterminación respecto a los bienes particulares.

El objeto determinante de la voluntad natural es el bien en general. La voluntad no es libre respecto al bien, puesto que éste es su objeto formal propio. El bien común y la felicidad son el objeto formal propio de la voluntad. En lo que se refiere al objeto material de la voluntad, sólo el Bien Absoluto podría determinar el apetito espiritual o voluntad. Pero, en este mundo con las fuerzas naturales, no podemos llegar a conocer este bien pleno que se encarna en Dios.

Esta es la razón por la que, en la voluntad humana se dan tanto la determinación como la indeterminación. Porque la voluntad está determinada respecto al Bien Absoluto, es libre respecto a todo lo que no es el bien absoluto que son los bien es particulares. Es la inclinación necesaria y natural de la voluntad hacia la bondad en cuanto tal, la que permite que la voluntad electiva pueda dirigirse libremente o no necesariamente a su objeto.

En lo que se refiere a la determinación ad unum de la voluntad natural, hay que hacer una distinción: no es lo mismo determinar una potencia en cuanto a su especificación, que en cuanto a su ejercicio. «La voluntas ut natura sólo puede estar determinada en el orden de la especificación. No con respecto a cualquier objeto, sino con respecto a la razón común de bien y la felicidad. La voluntas ut ratio no está determinada nunca en esta vida, ni en el plano de la especificación ni en el de ejercicio, ni con respecto a los bienes particulares, ni con respecto al fin último»97.

Ahora, es preciso señalar que aunque el estudio de la voluntas ut natura (voluntad natural) y la voluntas ut ratio (voluntad electiva o libre), se analiza por separado, en la realidad, los dos actos no se dan separadamente. A la hora que valoramos el influjo del amor natural del bien en el querer deliberado, es preciso, antes, subrayar la unión de ambos aspectos en el único acto humano voluntario. La inclinación natural al bien en general es necesaria, el amor de la voluntad libre, no. En el primer caso se trata de una determinación formal; al contrario, la concomitante determinación de la voluntad deliberada —de suyo indeterminada— hace referencia al objeto material, a los bienes concretos. La voluntad, como facultad no puede tender al bien sin inclinarse al bien concreto98. Es más, Santo Tomás llega a hablar de una unión actual del apetito natural y del apetito racional: «Aunque por inclinación natural la voluntad tien- da hacia la razón común de felicidad, sin embargo, que se incli- ne hacia tal o cual felicidad no es causado por la inclinación natural sino por la discreción de la razón, que hace consistir en esto o en aquello el sumo bien del hombre. Por eso, siempre que alguien apetece la felicidad, allí se une actualmente el ape- tito natural y el apetito racional»99.

Todo esto es fundamental para comprender el tema de la libertad moral, si no se comprende el amor natural universal mente presente en todo acto voluntario, no se puede comprender la esencia misma de la libertad moral.

La libertad moral rompe la indiferencia de la libertad psicológica que consiste en una intrínseca indiferencia activa. «El libre arbitrio se comporta indiferentemente para elegir el bien o el mal»100. La libertad moral, es libertad para el bien y no para el mal, precisamente porque la voluntad racional o libre, no funciona al margen de la voluntad natural. Es precisamente la inclinación natural al bien común, lo que funda la indeterminación activa del querer deliberado, o que hace que yo pueda determinarme espontáneamente hacia los bienes concretos, pues ninguno de ellos encarna la plenitud de bondad. Pero que no coaccione o no determine necesariamente, no significa que, de alguna manera no influya. La voluntad no se ordena al bien sino al verdadero bien101, aunque pueda no dar cumplimiento a esta ordenación yendo en pos de lo que sólo es bueno aparen- temente. No estamos determinados por los bienes particulares, y si estamos más inclinados hacia el bien verdadero que hacia el bien aparente. Puedo, sin embargo, invertir esta mayor incli- nación hacia el verdadero bien, gracias al poder ejecutivo, que la voluntad tiene sobre todas las demás potencias. La persona humana, puede no secundar la inclinación natural de mi volun- tad natural, y secundar otros principios que la inclinen como pueden ser las pasiones desordenadas que empujan fuertemen- te hacia los bienes aparentes.

Esto sucede así muchas veces en la práctica y por eso sabemos que la voluntad tiene un enorme poder para autodeterminarse en el sentido que desee, pero eso no significa que por eso podamos atribuir el mismo poder de atracción al bien y al mal. Lo que inclina hacia el bien es la voluntad natural, y lo que inclina al mal es el desorden de la pasión, y otras limitaciones de carácter intelectual que favorecen el error, pero mientras la inclinación natural forma parte del mismo acto voluntario, el influjo de la pasión es, por muy relevante que se le considere, siempre extrínseco. Santo Tomás expresa esto diciendo que «aunque la potencia racional se pueda dirigir hacia cosas opuestas, no se ordena igualmente a ambos extre- mos, sino a uno naturalmente, a otro según se aparta defectiva- mente de la propia naturaleza»102.

Con este texto, se entiende que Santo Tomás califique el pecado, o la libre adhesión de la voluntad al mal, como una acción contra la naturaleza. Ciertamente se trata de algo contrario a la naturaleza que hay que precisar, porque a nivel físi- co, el obrar según la naturaleza se da la mayor parte de las veces de manera general mientras que la transgresión de las leyes naturales son minoría, pero esto no puede trasladarse sin más al ámbito moral. El conjunto del mal moral, a veces, se lleva al bien en sociedades enteras. Santo Tomás explica esto diciendo que algo se dice natural de dos maneras: Desde un punto de vista, es natural «lo que posee un principio suficiente para que de él se siga algo con necesidad a no ser que algo lo impida»103. Según esto, es natural para la piedra caer hacia abajo. Y en otra perspectiva puede llamarse natural «lo que tiene una cierta inclinación natural hacia algo, aunque no tenga en sí el principio suficiente a partir del cual se siga eso necesa- riamente (…). De este modo es natural al libre arbitrio tender al bien y contra naturaleza pecar»104.

La posición de Santo Tomás es muy equilibrada porque es natural al libre arbitrio, tender al bien. Pero esta inclinación natural no es necesaria, como podemos experimentarlo fácilmente, aunque exista una tendencia al bien de la voluntad libre. Porque esta tendencia al bien de la voluntad libre, es la que justifica que la elección del mal o del bien aparente pueda desig- narse contra natura.

La libertad no radica en su sentido último, en que se pueda elegir o se sea indiferente a los bienes concretos. Teniendo la criatura racional su origen en Dios y su fin en Dios, se le presenta un camino de retorno a su principio en el que como ser racional recorre libremente. La aceptación volun- taria de transitar el camino de retorno a Dios es la libertad moral. El rechazo de Dios es la servidumbre o esclavitud moral. De modo que, cuanto más se determina la persona humana hacia Dios, secundando el impulso del su naturaleza, el hombre es más libre. Lo que sucede es que, por naturaleza, la voluntad humana tiene una determinación sólo hacia su objeto formal. La indeterminación hacia los objetos concretos, es real, pero no constituye una perfección de la libertad, sino un efecto propio de la libertad creada. Esta precariedad se va paliando en el tiempo, en la medida que la voluntad racional va secundando la determinación formal de la voluntad natural hacia el bien común y la felicidad. Se va determinando mate- rialmente y paso a paso hacia los verdaderos bienes concretos, y sobre todo hacia Dios que es su fin último objetivo. La volun- tad siempre es libre, aunque no siempre del mismo modo, dependiendo si procede de manera natural o libre. La determi- nación que entra a formar la parte de la libertad debe ubicarse en el plano de la necesidad final. Hablando de esta necesidad dice Santo Tomás: «es patente que esta necesidad ni disminu- ye la libertad de la voluntad ni la bondad de los actos. Al con- trario, quien actúa como necesariamente hacia el fin, por eso mismo es más laudable»105.

El amor o tendencia natural del bien es el fundamento y el garante de la libertad, por eso los sistemas filosóficos que niegan el amor natural al bien, no pueden explicar la libertad.

La libertad creada se realiza totalmente cuando se determina espontáneamente hacia el Sumo bien que es Dios. Mediante la adhesión a Dios. La voluntad electiva convierte ese amor del fin en razón formal de cualquier otro amor. El hombre perfecciona su libertad al comprometerse y decidirse por Dios. Cuando el hombre se compromete con Dios hace más pleno su libre albedrío. Dice Santo Tomás que los perfectos no están menos obligados, pero se mueven menos por el débito, incluso en aquellas cosas a las que estén obligados, y por eso es más perfecta en ellos la libertad. Porque a mayor amor recto y verdadero, es decir, a mayor amor del verdadero fin último que es Dios y de todas las cosas por Dios, más libertad. El amor virtuoso nos hace más libres106.

La rectitud asegurada en el amor natural totalmente especificado por el bien, ha de garantizarse, a través de una decisión, en el amor de la voluntad libre. Esta decisión no es otra que la de ser virtuoso, que es la cualidad estable de poner nuestra intención final en Dios y la elección de las cosas que realmente se encaminan al Creador. El hombre puede o no decidirse por el recto amor. Tiende a favor de una decisión correcta, porque no es propio una libertad indeterminada hacia el bien o mal, ya que el libre albedrío está ordenado por sí al bien que es el objeto de la voluntad.

En suma, en lo que se refiere a la relación entre el bien, el fin y la naturaleza de la persona humana, la determinación por naturaleza del hombre al bien es sólo una determinación formal, por lo que es necesaria la adhesión a un bien concreto que objetive materialmente esa razón común de bondad y de felicidad a la que está determinado. De esta determinación libre (material) al bien concreto depende el éxito o el fracaso de su libertad moral.

Una vez más vemos el incomparable valor de la división tomista de voluntad natural y voluntad electiva con lo que se puede entender correctamente la libertad. De tal modo que si olvidamos la conjunción armoniosa de estos dos aspectos de la voluntad humana que son la unión actual de los planos formal y material, la unidad de la vida moral del hombre queda fatalmente en entredicho. Las explicaciones de la libertad que no explican estos dos aspectos, queda reducida al arbitrio sin control. Esa es la consecuencia de no partir de la metafísica y por ende, de no comprender que el hombre es una síntesis de naturaleza y libertad; ni puro determinismo ni pura indiferencia.

 

Que el hombre sea movido por Dios, no quita que se mueva también a sí mismo, en virtud de su libre albedrío107. Dios es causa de nuestro movimiento y de nuestra acción pero es causa primera, o última si se invierte el orden108. Podemos decir que la naturaleza actúa por su cuenta y busca imitar la acción de Dios en ella109, como lo he dicho antes, porque es causa segunda, pero una verdadera causa. Sin embargo, la cre- atura racional puede volverse con la misma fuerza recibida de Dios, contra el orden que Dios mismo ha establecido110.

 

Citas:

1 Cfr. ARISTÓTLES, I Ética, c. I; AQUINO, TOMÁS DE, Comentario sobre I Ética, lec. I

y S.Th., I. q.5 y 6.

2 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I q.48, a.5 y 6

3 Idem.

4 Cfr. DERISI, OCTAVIO  NICOLÁS, Los fundamentos metafísicos del orden moral, Buenos Aires, Ed. EDUCA, 1980, 4ta  edición, p. 25.

5 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.1 ad. unum.

6 Causas son los principios de los cuales dependen los efectos en su ser o en su hacerse

7 Cfr. DERISI, OCTAVIO NICOLÁS, op. cit. p. 26.

8 Cfr. J.M. RAMÍREZ, De analogía secundum doctrinam Aristotelico-Thomisticam, Madrid, 1922. I p. 186 ss.

9 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.22, a.2.

10 Cfr. OCAMPO, MANUEL, El concepto de naturaleza en Santo Tomás de Aquino, Mé- xico, Universidad Anáhuac del sur, Colección Santo Tomás, 1999, primera edición, pp. 103 ss.

11 AQUINO, TOMÁS DE, S. Th., I, q.29, a.1.

12 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.1, a.4; C.G. III, 17.

13 Cfr. DERISI, OCTAVIO NICOLÁS, op. cit., p. 40.

14 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th. I-II, q.1 a.6.

15 Cfr. DERISI, OCTAVIO  NICOLÁS, Los Fundamentos Metafísicos del orden moral, Buenos Aires, EDUCA, 1980, 4ta edición corregida y aumentada, p. 140.

16 Cfr. DERISI, OCTAVIO  NICOLÁS, La doctrina de la Inteligencia de Aristóteles a

Santo Tomás, C.I, n.3.

17 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.8, a.2.

18 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, De Veritate, q.22, a.2.

19 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, In II Sent., dis. 24, q.2, a.3.

20 Cfr. DERISI, OCTAVIO NICOLÁS, Fundamentos, op. cit. p. 49.

21 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G. I, 76 y 80.

 22 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, Ethic. 2.

 23 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.91, a.3 ad 3.

24 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.3, a.4.

25 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., II-II, q.179-182.

26 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.4 a.2.

27 PANIKER, RAIMUNDO, El concepto de naturaleza, Madrid, Consejo superior de investigaciones científicas, Instituto Luis Vives de Filosofía, 1951, p. 318.

28 Cfr. PANIKER, RAIMUNDO, op. cit., p. 318.

29 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.60, a.1.

30 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G. IV, 19.

31 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G. VI, 19.

32 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G. IV, 19.

33 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., III, q.88 a.

34 Cfr. OCAMPO, MANUEL, El concepto de naturaleza en Santo Tomás de Aquino, México, Ed. Universidad Anáhuac del Sur, 1998, primera edición,  p. 110.

35 Cfr. Ibidem.

36 AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.10, a.1, c.

37 Ibidem.

38 Ibidem

39 Cfr. MILLÁN PUÉLLES, ANTONIO, La síntesis humana de naturaleza y libertad. En el volumen sobre el hombre y la sociedad. Madrid, 1976, p. 99. Apud. ALVIRA, TOMÁS, Naturaleza y libertad, Pamplona, Ed. EUNSA, 1985, p. 18.

40 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, De Veritate, q.25, a.1.

41 Ibidem.

42 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I q.105, a.4.

43 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I q.80, a.2, c.

44 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.60, a.1.

45 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.5, a.8

46 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.10, a.1.

47 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, Quodl, I, q.4, a.3, Apud. ARTIGAS, M., op. cit. p. 29.

48 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, De veritate, q.22, a.2.

49 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., q.82, a.2, c.

50 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., II-II, q.26, a.3.

51 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.60, a.5.

52 Cfr. ALVIRA, TOMÁS, Naturaleza y libertad, Pamplona, EUNSA, 1985, p. 34.

53 AQUINO, TOMÁS DE, C.G., III, c.25.

54 Cfr. ALVIRA, TOMÁS, op. cit. p. 37.

55 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S. Th., I, q.41, a.2.

56 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, De veritate, q.25, a.1.

57 Cfr. Idem.

58 AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I. q.60, a.1.

60 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G. III, 18.

61 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G. III, 21.

62 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., q.27, a.4, ad.2.

63 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.28, a.1, ad.3

64 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., II-II, q.26, a.13, ad.3.

65 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G. I, 102.

66 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.60, a.5, ad.3.

67 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., II-II.

68 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.109, a.3.

69 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., II-II, q.26, a.3, ad.2.

70 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.60, a.5, ad.2.

71 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.1, a.3, ad.1.

72 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.1, a.2.

73 Cfr. Idem.

74 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.1, a.6.

75 Cfr. D. Thom., In. III, Sent, dist. 28, q.1, a.2, en PANIKER, Raimundo, El concepto de naturaleza, (ed.), Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, Instituto Luis Vives de Filosofía,1951, p. 351.

77 Cfr. PANIKER, R., op. cit., pp. 352-354.

78 Cfr. C.G. III, 2.

79 Ibidem.

80 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th.,  I-II, q.1 a.1, ad.1.

81 Cfr. ARISTÓTELES, Política, I, 2 (1253ª 20).

82 Cfr. De.Thom., in I Sent., dist.3, q.4, a.2, en PANIKER, Raimundo, El concepto de naturaleza, (ed.), Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, Instituto Luis Vives de Filosofía,1951, p. 336

84 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G., III, 2.

85 Ibidem.

86 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.5, a.4.

87 Cfr. ARISTÓTELES, Ética Nicomaquea. I, 1 (1094ª 2).

88 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G., III, 17.

89 Cfr. ARISTÓTELES, Física, I, 1 (184ª 12); II, 3 (194ª 8).

90 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.73, a.1.

 91 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.29, a.2.

 92 Cfr. ARISTÓTELES, Física VII, 7, 261b 25.

 93 Cfr. ALVIRA, RAFAÉL, La noción de finalidad, Pamplona, Ed. EUNSA, 1978, pp.

153ss.

94 Cfr. ALVIRA, TOMÁS, op. cit., p. 56.

95 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.71, a.4. sol.

96 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, De Veritate, q.22, a.5, ad 5 in con

97 ALVIRA, TOMÁS, op. cit., p. 64.

98 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, In VI Sent., d.49, q1, a.3, sol.

99 Ibidem.

100 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.83, a.2.

101 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, C.G. IV, c.22

102 AQUINO, TOMÁS DE, In II Sent., d.39, q.2, ad.1.

103 AQUINO, TOMÁS DE, De veritate, q.24, a.10, ad.1.

104 Ibidem

105 AQUINO, TOMÁS DE, C.G. III, c. 138.

106 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, In III Sent., d.29, q.1, a.8. sol. 3.

107 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.21, a.4, ad.2.

108 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.11, a.3, ad.2.

109 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I, q.66.

110 Cfr. AQUINO, TOMÁS DE, S.Th., I-II, q.6, a.1, ad.3

 

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