De nuevo volvemos con Fernando Álvarez Maruri y con la pintura italiana que se atesora en el Museo del Prado. Ahora le toca el turno al barroco, siglo XVII. En la entrega del siglo XVIII, publicada por Infocatólica hace unos meses, Fernando ya hizo referencia a varios cuadros de escuela italiana de este período.
¿Qué sorpresas nos aguardan en este recorrido por las salas de la pinacoteca?
Seleccionar los lienzos más representativos de la pintura italiana barroca no ha sido una tarea sencilla. La colección del Prado de este periodo es sencillamente espléndida; los maestros italianos del XVII están magníficamente representados. He procurado que los cuadros que comento en esta entrevista estén expuestos en las salas del museo aunque, debido a los continuos cambios en el discurso expositivo de la institución, tal vez algunos de ellos regresen a los almacenes por tiempo indefinido. Tengo la sensación de haberme dejado en el tintero auténticas obras maestras, condicionado por las limitaciones espaciales del artículo. Para comenzar este recorrido visual, no podemos obviar a un maestro de maestros: Michelangelo Merisi, más conocido como Caravaggio. Con este artista se pusieron los fundamentos de lo que sería la pintura barroca internacional. Se le considera el creador del “tenebrismo”. Para que la representación pictórica tenga mayor dramatismo, se recurre a una iluminación muy contrastada de luces y sombras. La oscuridad envuelve la escena y los volúmenes de las figuras surgen, de manera rotunda, con contundencia, de entre las tinieblas. La idealización de la realidad, tan característica de la pintura renacentista, da paso al naturalismo, llevado hasta sus últimas consecuencias; los personajes de carne y hueso, con todos sus defectos físicos, sustituyen a las bellas e irreales figuras renacentistas. El arte barroco es, al mismo tiempo que realista, teatral, sorprendente y efectista. No le interesa el equilibrio de las formas, busca la ruptura con el clasicismo que le precedió. Pretende impactar al espectador, captar su atención, buscando el efecto sorpresa. La Contrarreforma se sirvió del movimiento barroco para transmitirnos sus principios doctrinales; a través de una puesta en escena espectacular y dramática se atrae el interés de los fieles, despertando en ellos el sentimiento de piedad y conmoviendo sus conciencias. Mientras que el Renacimiento es considerado como un arte eminentemente intelectual, el barroco se sumerge de lleno en el mundo de los sentimientos.
El Museo del Prado posee un único lienzo de Caravaggio, en el que se representa un tema del Antiguo Testamento: David vencedor de Goliat, fechado hacia 1600. En Madrid capital encontramos otros dos Caravaggios más. En el cercano Museo Thyssen-Bornemisza se expone un óleo de gran belleza dedicado a Santa Catalina. En el Palacio Real de Madrid se custodia un cuadro en el que se representa a Salomé con la cabeza de Juan el Bautista; esperemos que una vez que se abra al público el Museo de las Colecciones Reales, se exponga de manera definitiva y en el lugar de honor que le corresponde por su extraordinaria calidad artística. En mi opinión, lo ideal sería que el espectador pudiese contemplar las tres obras del pintor en un mismo espacio expositivo, de forma permanente. En el óleo que nos ocupa se hace mención a un pasaje del Antiguo Testamento (Samuel, 17, 40-51). Los filisteos suponían un grave peligro para el pueblo de Israel que por aquel entonces tenía por rey a Saúl; el espíritu de Dios había abandonado al monarca. Goliat, un gigante aparentemente indestructible, desafío a los judíos. Los mejores soldados de Israel se sentían impotentes ante aquel monstruo invencible. Éste es el momento en que entra en escena el joven David, un humilde pastor, el menor de ocho hermanos, que meses antes había sido ungido por el profeta Samuel para que ocupara el trono de Israel. Con una simple honda y el nombre del Altísimo en sus labios, decidió enfrentarse a aquella bestia humana. Con una piedra lanzada a gran velocidad le asentó un golpe en la frente y, acto seguido, Goliat cayó de bruces en el suelo. Sirviéndose de la espada de su enemigo, el joven héroe de Israel decapitó al mítico gigante y exhibió su cabeza como un trofeo de guerra. Los filisteos huyeron despavoridos del campo de batalla; el pueblo elegido por Dios salió victorioso del desafío, gracias a la valentía y arrojo de aquel muchacho. La conclusión que podemos sacar al leer este relato bíblico es la siguiente: quien cuenta con el auxilio del Todopoderoso vencerá todos los peligros. Caravaggio nos presenta al futuro rey de Israel atando los cabellos de Goliat con una cuerda para a continuación mostrar su cabeza a los allí presentes como símbolo de su victoria; se trata de una licencia artística, ya que en la Biblia no se menciona que el protagonista amarrase la melena del filisteo. Los dos personajes se distribuyen en el espacio de forma geométrica, encontrándonos una composición prácticamente cúbica. David, con una pierna recta y la otra doblada para sujetar el cuerpo sin vida de su enemigo, inclina la espalda, formando una línea recta. En la zona baja del lienzo contemplamos la cabeza sin vida del gigante. El artista utiliza la luz con una excepcional maestría. El rostro del pastor permanece en la penumbra mientras que la luz incide con fuerza en otras partes de su cuerpo (pierna derecha, vestimentas, espalda, brazo derecho…). También aparece intensamente iluminado el rostro de Goliat y una de sus manos que mantiene con el puño apretado. No existen referencias espaciales, ningún paisaje aparece al fondo, tan sólo contemplamos el negro intenso de las sombras, la oscuridad total. La paleta cromática que utiliza el pintor es muy reducida: además del negro, en sus diferentes intensidades, emplea distintos tonos de ocres dorados, blancos marfileños y grises neutros. Posiblemente, Caravaggio se inspiró en algún pilluelo de la calle a la hora de representar al joven David; el pintor precursor del barroco por excelencia renuncia expresamente a la idealización y a la belleza en busca de la verosimilitud. En este sentido, el detalle de las uñas sucias es bastante revelador. El mundo de las sombras, escenario de fondo de la composición, sobrecoge al espectador y le hace pensar en la fugacidad de la vida y la banalidad de las cosas materiales: un rapazuelo imberbe es capaz de derribar con una simple honda a un hombre poderoso, seguro de sí mismo, un verdadero mito entre su pueblo. Los recursos artísticos del tenebrismo y la puesta en escena, intimista y a la vez de un realismo atroz, nos ayudan a reflexionar sobre el mensaje bíblico.
Seguramente, los pintores italianos del siglo XVII también plasmarían en sus lienzos pasajes del Nuevo Testamento. ¿Nos puede comentar alguna obra en la que el propio Cristo sea el protagonista?
El Evangelio fue una fuente inagotable de inspiración para los artistas italianos del XVII. Para esta ocasión he escogido un cuadro de Giulio Cesare Procaccini titulado La Oración en el Huerto, datado entre 1616 y 1620. Se trata de una adquisición reciente, del año 2013, que enriquece aún más la colección de escuela lombarda de la pinacoteca madrileña. Estamos hablando de un lienzo de una calidad excepcional, muy representativo dentro de la producción del pintor. El museo cuenta con otras dos obras más de este autor: Sansón y los Filisteos, una composición abigarrada y dinámica, de gran carga dramática; también mencionaremos el delicado óleo pintado sobre cobre en el que se representa una Guirnalda con la Virgen, el Niño y dos ángeles, trabajo que realizó en colaboración con el afamado pintor flamenco Jan Brueghel el Viejo. Giulio Cesare formó parte de una saga familiar de artistas, siendo considerado por la crítica como el más brillante de todos. Su formación escultórica influyó decisivamente a la hora de diseñar las composiciones pictóricas; utiliza pinceladas cortas y planas para dotar a las figuras de corporeidad.
En esta representación de Getsemani, Jesús y el ángel aparecen ante nuestros ojos con formas contundentes y marcadas volumetrías; los rostros de los personajes presentan un acentuado dramatismo, no exento de dulzura, que pretende conmover al fiel que los contempla. La iluminación adquiere un gran protagonismo dentro de la escena y es manejada de forma magistral por el pintor. Los protagonistas del pasaje evangélico, el Señor y el ángel, reciben una luz directa e intensa, proveniente de las esferas celestiales, formando estudiados contrastes lumínicos, llenos de matices. Por el contrario, los apóstoles dormidos surgen de una penumbra en la que se combinan los tonos terrosos. En cuanto al colorido se refiere, todavía encontramos reminiscencias del tardomanierismo, del último renacimiento; esto es evidente en las vestimentas del ángel, en las que se entremezclan con elegancia las gamas de intensos verdes y suntuosos rojos. El enviado del Altísimo despliega sus alas azules, enmarcando con ellas la figura del Mesías. Cristo viste una túnica blanca, símbolo de su pureza, que contrasta con el azul oscuro de su manto. Detrás de los protagonistas, en las alturas, surge un rompimiento de gloria, compuesto por nubes rosadas y blanquecinas. El pasaje de la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní fue recogido en los cuatro evangelios. A la presencia del ángel se alude únicamente en el evangelio de San Lucas. En el cuadro que nos ocupa, este ser celestial, de cabello rubio y rizado y luminoso rostro, sujeta amorosamente al Salvador con una de sus manos, mientras que con la otra le indica el lugar donde se encuentra el Padre Eterno. Mira al Redentor con una gran dulzura, comparte su pena e intenta consolarle en su profunda angustia. En este lienzo no aparece el amargo cáliz que ha de beber nuestro Señor, tan habitual en otras representaciones artísticas del tema evangélico.
El rostro de Cristo refleja su intensa aflicción, sabedor de todos los sufrimientos que ha de padecer; sus ojos se elevan al cielo, suplicantes, humedecidos, cuajados de lágrimas; la frente arrugada y la boca entreabierta, a punto de elevar una plegaria de súplica al Padre. Este Cristo orante, adelanta una de sus rodillas, adquiriendo su figura así un mayor dinamismo. Con una de sus manos señala el corazón, expresando con este gesto su inmenso amor por el Creador. El otro brazo lo extiende de forma parcial, abriendo la palma de la mano, en señal de sometimiento a la voluntad del Padre. Los apóstoles, ajenos al drama que se avecina, duermen plácidamente, con las bocas entreabiertas. Mateo y Marcos hacen alusión a este episodio; fueron reprendidos por el Maestro, al no ser capaces de orar con él ni siquiera una hora. El drama de la Pasión está a punto de comenzar; posiblemente, la cohorte de soldados ya está en camino para prender al Redentor del mundo.
En el siglo XVII se produce en el mundo católico una encendida defensa de los santos, intercesores con los que cuenta el fiel a la hora de implorar la misericordia divina. Las doctrinas protestantes, por el contrario, rechazan cualquier tipo de intermediación entre el creyente y la Providencia. Doy por hecho de que en el Prado se conservarán multitud de lienzos que tengan a los santos como protagonistas. Pónganos algún ejemplo que considere relevante.
En esta centuria, de reafirmación a ultranza de los dogmas católicos, Santa Catalina contó con un importante número de devotos. Para esta ocasión, he escogido la única obra del pintor italiano Bartolomeo Cavarozzi que figura en el inventario del Prado. Se trata de la Sagrada Familia con Santa Catalina, datada entre 1617 y 1619, fechas en las que el artista visitó España. De este mismo tema, Cavarozzi realizó varias versiones. Digna de mención es la que conserva en el museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando; tampoco debemos olvidarnos de las pinturas que se custodian en el Convento de las Comendadoras de Santiago de Madrid, la colección del Duque del Infantado o el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Santa Catalina fue una mártir cristiana del siglo IV, nacida en el seno de una familia noble de Alejandría. Se trataba de una joven muy culta y de una inteligencia prodigiosa. Tuvo una visión en la que se le apareció Cristo. A partir de ese momento, decidió consagrarle su vida por entero, considerándolo su único y legítimo esposo; a este tipo de vínculo religioso se le denomina unión mística. El emperador Majencio celebró una fiesta pagana y ordenó a todos sus súbditos que hicieran sacrificios a los dioses. Catalina se negó a traicionar al Señor, su prometido, y para demostrarlo realizó la señal de la cruz. Inspirada por el Altísimo, exhortó al propio emperador a que abrazara la fe verdadera. Se estableció un debate filosófico, al más alto nivel, y consiguió la conversión de varios sabios. Majencio montó en cólera y ordenó azotar a la santa para posteriormente encarcelarla. La propia emperatriz, que la visitó en su celda, se convirtió al cristianismo y fue mandada ejecutar por su esposo. Aquel hombre, cruel y de duro corazón, no pudo doblegar a la joven Catalina. La torturó, sin éxito, con una rueda que llevaba incrustadas cuchillas afiladas; milagrosamente el metal se quebró al entrar en contacto con el cuerpo de la santa. Finalmente, el emperador ordenó decapitarla. Fue enterrada a los pies del Monte Sinaí. Su cuerpo fue descubierto por unos monjes que vivían en un monasterio cercano. A partir de las Cruzadas se produjeron frecuentes peregrinaciones a su tumba, extendiéndose por toda Europa la devoción a esta santa. En el lienzo que nos ocupa, se hace alusión a una de las visiones sobrenaturales de Catalina; se le apareció el Niño Dios y la desposó, estableciendo con ella una unión mística.
Además de la santa y el pequeño Jesús, están presentes en la escena la Virgen María, que sujeta entre sus brazos al Salvador, mientras es coronada por dos ángeles; un pequeño angelito extiende sus manos para orar. San José, hombre anciano y meditabundo, surge de la penumbra, permaneciendo en un segundo plano. Cavarozzi es considerado como un pintor naturalista, que utiliza el claroscuro de Caravaggio pero de forma atemperada, sin renunciar a la luminosidad y al empleo de un rico colorido, lleno de matices tonales. A su vez, sus trabajos sirvieron de fuente de inspiración a otros afamados pintores españoles como el propio Murillo. En esta composición artística, los personajes se distribuyen de manera ordenada, buscando en todo momento el equilibrio de las formas y la serenidad en los gestos, evitando caer en un dramatismo excesivo. Santa Catalina, arrodillada ante el Niño Jesús, lo contempla ensimismada, mientras mueve sus delicadas manos, evidenciando así su entrega total a los planes divinos. Se viste con un suntuoso manto adamascado en tono carmín, cuyos plieguen crean interesantes efectos de luces y sombras. En el suelo encontramos un libro, que hace alusión a su sapiencia, y la espada con la que fue decapitada. El Niño Dios ocupa el centro de la escena, extiende su brazo para bendecir a la santa; la rubia cabellera y su rollizo cuerpo añaden una nota de candor a este asunto místico. María lo cubre con unos pañales y le dedica una tierna y maternal mirada; sus oscuros ropajes han sido elaborados con ricas telas, utilizándose el terciopelo granate y un elegante tejido azulado. Por su parte, San José surge de entre las sombras, vistiendo un manto de intenso color siena. La luz incide en su rostro y se nos presenta como un anciano de canosa y luenga barba, frente surcada por profundas arrugas y mirada pensativa; apoya su cabeza en el brazo, mientras contempla al espectador, como si quisiera hacerle participar de esta escena devocional. La corona de la Virgen, portada por angelicales manos, es una magnífica obra de orfebrería, en cuyas calidades táctiles se recrea el artista. En el fondo de la escena surgen las tinieblas, careciéndose por tanto de otras referencias espaciales.
También sería interesante que comentase algún cuadro inspirado en los Hechos de los Apóstoles, lo que aconteció después de la Resurrección de Cristo.
San Pedro fue elegido personalmente por Cristo para difundir el mensaje evangélico, convirtiéndose en el fundador de la Iglesia y primer papa. Giovanni Francesco Barbieri fue un pintor de excepcional calidad; se le conoce con el apodo de Guercino (el bizco) por padecer estrabismo. La pinacoteca madrileña cuenta entre sus fondos con media docena de cuadros de este artista, todos de temática religiosa. Entre ellos destaca San Pedro liberado por un ángel, obra realizada hacia 1622; fue adquirida por el rey Carlos III al marqués de la Ensenada. El pasaje evangélico a que se hace referencia en este lienzo aparece recogido en los Hechos de los Apóstoles 12:5-17. El primer papa de la Iglesia había sido encarcelado por su enardecida defensa de la nueva fe. Herodes Agripa decidió represaliar a los seguidores de Cristo, a los que consideraba una seria amenaza para sus intereses particulares. El apóstol Santiago, hermano de Juan, fue decapitado para complacer a los fariseos y autoridades judías, sedientos de sangre. Los primeros cristianos oraron fervorosamente por la liberación de San Pedro, considerado el líder espiritual de la Iglesia primitiva. El Señor escuchó sus súplicas y realizó un milagro. El pescador se encontraba encadenado en las mazmorras, vigilado de cerca por sus carceleros. En plena noche, mientras dormía, un súbito resplandor iluminó aquella lóbrega celda; apareció un ángel del Señor que aflojó las cadenas de Pedro, éstas se le cayeron de las manos. El enviado del Altísimo le pidió que le siguiera. Los soldados que le custodiaban habían caído en un profundo sueño. Atravesaron las diferentes estancias de la prisión hasta que el apóstol se encontró a salvo de sus captores, en el exterior. El artista diseña una composición equilibrada pero no exenta de dinamismo.
Encontramos dos planos perfectamente diferenciados, que dotan a la obra de profundidad, estableciéndose así una perspectiva visual muy lograda. En el lado izquierdo, próximos al espectador, se distribuyen las figuras del apóstol y el enviado de Dios. Al fondo, en un segundo plano, podemos ver al soldado, plácidamente dormido, ajeno al fenómeno sobrenatural que está aconteciendo. Una luz intensa, oblicua, procedente del lado derecho, ilumina a los protagonistas, creando acertados efectos de claroscuro. El juego de dos diagonales paralelas dota a la composición de movimiento, elemento tan característico del arte barroco. La primera de estas líneas la describe el ángel que levanta su brazo, señalando a San Pedro el camino de la libertad. El cuerpo del apóstol aparece reclinado, en posición oblicua, trazando otra diagonal que se prolonga visualmente con la imagen del militar recostado. Existe un contraste estético muy marcado entre el ser celestial, liberador del pescador, y el anciano discípulo de Cristo. Al primero se le representa como un joven adolescente de gran belleza, imberbe y de dorada y ondulada cabellera; sus vestiduras son del gusto clásico, con una gama cromática en la que destacan un elegante tono granate y el cálido ocre. San Pedro, por el contrario, viste tejidos bastos, mostrándonos la mitad de su torso desnudo y su piel macilenta. Nos encontramos con un anciano, de acentuada alopecia y encanecido cabello y barba.; profundas arrugas surcan su frente, rostro y cuello. Se muestra sereno y reflexivo, fijando su mirada en el ángel libertador, atento a sus indicaciones; sostiene entre sus manos las cadenas de hierro que le aprisionaban y de las que se ha despojado milagrosamente. El guardián dormido luce una armadura metálica, al gusto del siglo XVII, y permanece en la penumbra, con una iluminación mucho más tenue. Como decorado de fondo, encontramos un muro de piedra que establece el límite visual de la escenografía. Esta obra se adentra de lleno en la estética barroca, naturalista y dinámica.
Los distintos episodios de la Pasión de nuestro Señor, impregnados de un dramatismo extremo, fueron sin duda uno de los temas favoritos de los pintores barrocos. Escoja alguna pintura italiana del siglo XVII que toque la temática pasional.
Existen excelentes ejemplos de pintura italiana en los que se aborda la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Me he decidido por una obra de Daniele Crespi, pintor desconocido para el público general pero que cuenta entre su producción con auténticas obras maestras. Éste es el caso de La Flagelación, pintada hacia 1625, que se conserva en el Prado. Crespi realizó varias versiones sobre este tema, siendo la del museo madrileño la que se considera de mejor factura, la más equilibrada de todas. Fue adquirida por Felipe IV, un rey amante de las bellas artes, auténtico mecenas y, entre otras cosas, protector de Velázquez. La pinacoteca también tiene inscrita en su inventario una Piedad del mismo autor. En los dos lienzos del Prado, pintados en la misma fecha, el sagrado cuerpo de Cristo adquiere un gran protagonismo visual, aparece en primer plano y se ilumina de forma intensa. La obra que he seleccionado en realidad representa el momento previo a la flagelación. Dos sayones atan las manos del Redentor, antes de conducirlo a la columna donde sufrirá un terrible e inmerecido tormento. A este castigo brutal con el que se torturó a Cristo se hace referencia en los cuatro evangelios. En los relatos de Mateo y Marcos se cita este suceso, dejándonos bien claro que fue el propio Poncio Pilato quien ordenó que se ejecutara la sentencia, sin entrar en más detalles. San Juan nos explica en su evangelio que la flagelación se produjo durante los juicios de Pilato. El evangelista Lucas, por el contrario, aporta más detalles sobre el acontecimiento. Nos da a entender que el procurador romano deseaba liberar a Jesús, porque no hallaba en Él delito alguno. Con el castigo de los azotes pretendía contener las iras del pueblo y contentar a la casta sacerdotal; creyó erróneamente que se comparecerían del Galileo al verlo en un estado tan lamentable. La película La Pasión de Cristo, dirigida por Mel Gibson, nos puede servir de fuente de información sobre la cuestión. En esta obra maestra de la cinematografía se explica de manera visual, sin ahorrarnos detalles estremecedores y truculentos, como fue la tortura de los azotes que padeció nuestro Señor. En el lienzo que nos ocupa, una potente luz, que proviene del lado izquierdo, ilumina a los tres personajes. Cristo mantiene el cuerpo ligeramente contorsionado y en tensión, consiguiéndose así dotar a la composición de cierto dinamismo. El Salvador es sometido y vejado por sus verdugos, que surgen de entre la oscuridad, en un plano secundario y a la vez cercano al espectador. La piel de los sayones presenta una tonalidad morena; el intenso contraluz se refleja en sus rostros, algunas partes de sus cuerpos permanecen en la penumbra. Evidentemente, se trata de un recurso artístico, muy utilizado en el barroco, para conferirles un aspecto siniestro y malvado; el artista subraya así su bajeza moral, en contraste con la imagen del Nazareno que irradia bondad, auténtico manantial de amor.
El tratamiento de los cabellos de los protagonistas de la escena también es digno de mencionar; la larga y rubia cabellera del Señor se diferencia del pelo crespo y oscuro de sus verdugos. La paleta cromática de la que se sirve el pintor es muy limitada: el negro intenso para el fondo y más atenuado en la penumbra y los diferentes matices tonales de las carnaciones de los personajes; la representación de las sobrias vestimentas de los sayones es la única concesión al color. El cuerpo de Cristo capta la mayor parte de la luz que se distribuye por la composición. Su anatomía es perfecta, con una musculatura hercúlea, muy desarrollada; de esta forma, queda patente la naturaleza humana de nuestro Señor, además de su origen divino. Un paño de pureza grisáceo, arrugado y a punto de caer, confiere a la escena sagrada el debido decoro. Crespi da muestras de su maestría a la hora de representar los pliegues en la piel del Salvador que producen efectos de claroscuro muy logrados. La figura de Jesús adquiere una dimensión casi escultórica, se nos antoja en relieve, resplandeciendo en un fondo de total oscuridad, tan sólo uno de sus hombros permanece en la penumbra. Su rostro, demacrado y taciturno, refleja a la perfección la angustia interior que experimenta; fija su mirada en el suelo, manifestando así su resignación, mientras medita sobre la tragedia que ha de padecer. Es un Cristo que surge del reino de las sombras y que está a punto de inmolarse para salvar a la humanidad del pecado y de la muerte.
Un artista italiano muy célebre, durante la etapa barroca, fue Guido Reni. He podido admirar varias de sus obras en mis visitas al Museo del Prado; su perfección formal me ha impactado. Me gustaría que hiciera referencia a alguna de ellas.
Efectivamente, Guido Reni es uno de los grandes artistas de este periodo barroco. Sus cuadros no solo se conservan en el Prado; también contamos con excelentes ejemplos de su producción en los palacios reales españoles con títulos como Santa Catalina o La conversión de San Pablo. En la pinacoteca madrileña podemos disfrutar de 17 óleos salidos de sus pinceles, la mayoría de temática sacra; también encontramos algunos lienzos que se inspiran en la mitología pagana o la historia antigua. Una de las composiciones más equilibradas y bellas de su catálogo artístico es la conocida como Virgen de la silla, realizada entre 1624 y 1625. Procedente de la Colección Real, fue enviada por Felipe IV al Monasterio de El Escorial. Formó parte del botín de guerra que José Bonaparte se llevó a Francia, regresando a España en 1815; en 1837 ingresó definitivamente en el Museo del Prado. Este pintor boloñés ha sufrido altibajos en la valoración que ha hecho la crítica sobre sus dotes artísticas; a partir de la segunda mitad del siglo XIX cayó en el ostracismo y no recuperó su merecido prestigio hasta que a mediados del XX se celebró una magna exposición sobre su obra. La Virgen de la Silla no fue ninguna excepción, pasando a ser considera como obra de segunda fila, poniéndose incluso en duda su autoría. En 1980, tras una profunda restauración en que se eliminaron repintes y barnices oxidados, el lienzo recuperó todo su esplendor. A partir de ese momento, ya no quedaron dudas de que se trataba de un auténtico Guido Reni de magnífica factura. Desde el punto de vista iconográfico, esta imagen de María con el Niño guarda relación con el concepto medieval de la Virgen como trono de Dios; en las imágenes románicas es frecuente representar a Nuestra Señora sentada en un trono, sosteniendo en su regazo al Niño Jesús, siempre en una postura frontal. Los estudiosos en la materia han establecido un cierto paralelismo estético con la Madona de Brujas, cincelada por Miguel Ángel. Guido Reni diseña una composición de marcada verticalidad, con el pequeño Jesús y María ocupando el centro de la escena, como únicos protagonistas de este lienzo sacro.
Frente al hieratismo de las imágenes del medievo, el artista apuesta por un lenguaje pictórico de carácter marcadamente naturalista. Como decorado de fondo, encontramos un cortinón verde con flecos dorados que se pliega artísticamente en la zona alta, produciendo reflejos metálicos. Esta tela sirve de marco a los dos angelotes que flotan en el espacio, sujetando entre sus pequeñas manos una refulgente corona, exquisito trabajo de orfebres; con ella van a coronar a la Virgen María, como Reina de los Cielos y Madre del Salvador. Su figura irradia un aurea de santidad, sobre su cabeza figura el tradicional nimbo con el que los pintores representan las imágenes sagradas. La silla en la que se sienta Nuestra Señora aparece tapizada con un sobrio terciopelo granate y borlones de hilo de oro. Los vestidos de la Virgen, el carmín de la túnica y el azul intenso del manto con que se cubre, destacan sobre el fondo neutro, añadiendo una nota de color a la escena. A María se la representa como una joven de dulces facciones que contempla a su hijo con infinita ternura. Ha interrumpido una lectura piadosa y centra su atención en el Redentor del mundo. El Niño Jesús permanece de pie, acariciado con ternura por la delicada mano de su madre. Adopta una actitud pensativa, impropia para un infante de tan corta edad, como si el artista quisiera darnos a entender que se trata de un ser especial, con capacidades cognitivas adquiridas por su condición divina. Las carnaciones de su piel aparecen espléndidamente iluminadas. Se trata de una composición equilibrada, de gran elegancia formal, que renuncia a las poses dramáticas y al exagerado dinamismo tan frecuente en otras composiciones barrocas.
Con seguridad, en el Prado también estarán representados algunos patriarcas del Antiguo Testamento. Las escenas bíblicas sirvieron de inspiración a los pintores de todos los tiempos, en este caso italianos y del siglo XVII. ¿Nos podría poner algún ejemplo que considere digno de comentar?
Uno de mis cuadros favoritos de este período es Moisés salvado de las aguas de Orazio Lomi Gentileschi, ejecutado en 1633, cuando el pisano se encontraba en el cénit de su carrera. De este autor se conservan en el Prado cuatro pinturas más, todas de temática sacra, una de ellas tan sólo está atribuida al artista. Recuerdo que en una clase de Historia del Arte, en la universidad, se proyectó una diapositiva del lienzo en cuestión; fue mi primer contacto visual con esta composición de temática bíblica y, al igual que el resto de mis compañeros, quedé fascinado al contemplar la perfección formal de la imagen. Me llamó poderosamente la atención por su extraordinaria ambientación, la riqueza de la indumentaria de los personajes femeninos y el evocador paisaje de fondo. Evidentemente, el autor de la obra desconocía por completo como vestían los egipcios en el tiempo de Moisés. Sustituye a la hija del faraón, rodeada de sus sirvientas egipcias, por damas aristocráticas de su época que lucen suntuosos vestidos, siguiendo los dictámenes de la moda barroca. Este anacronismo, si bien pone en entredicho el rigor histórico de la narración pictórica, le confiere al lienzo una nota de originalidad y nos permite conocer los gustos estéticos de la suntuosa corte de los Estuardo; debemos tener en cuenta que esta tela fue pintada en Londres. Poco tiempo antes, Gentileschi había realizado una versión algo distinta del mismo tema, actualmente en manos privadas; el óleo que hoy en día se conserva en el Prado se considera más elaborado y exquisito. Getileschi decidió obsequiar el cuadro a Felipe IV, que en aquellos años contaba con la mejor colección pictórica de Europa; posiblemente, el pintor italiano pretendía así dar publicidad a sus trabajos artísticos. El monarca español, muy entendido en la materia, quedo gratamente sorprendido por el obsequio, instalándolo en un lugar de honor. Este episodio del Antiguo Testamento aparece recogido en el Éxodo 2: 5-7. Por miedo a una revuelta de los esclavos hebreos, cada vez más numerosos, el faraón de Egipto ordenó asesinar a todos los niños varones, ahogándolos en el Nilo.
La madre de Moisés, para evitar la muerte de su pequeño, colocó al niño en una cesta y lo ocultó en el río. Casualmente, fue encontrado por la hija del faraón, mientras tomaba un baño en compañía de sus doncellas; la princesa egipcia lo adoptó, criándolo como si fuera su propio hijo. Moisés es el profeta más venerado por el judaísmo. Existe un evidente paralelismo entre la vida de este patriarca y la de Cristo. También el pequeño Jesús se salvó de morir a manos de los verdugos de Herodes; aquel sanguinario rey temía que el nacimiento del anunciado Mesías eclipsara su poder. Para librarse de la matanza de los inocentes, la Sagrada Familia huyó a Egipto. En este lienzo,las figuras femeninas se distribuyen ordenadamente, formando un semicírculo en torno al pequeño infante recién rescatado de las aguas. El bucólico paisaje de fondo dota a la pintura de una acertada perspectiva visual. Tanto el frondoso bosque, formado por un conjunto de árboles pintados con mimo y gran detallismo, como el celaje, con sus nubes vaporosas y doradas que sirven de punto de fuga a la composición, crean una ambientación deslumbrante, envolvente y de gran lirismo. Una cálida y aurea atmósfera rodea a las figuras, resaltando, si cabe aún más, el esplendor de esta representación cortesana. Gentileschi nos muestra toda su maestría en el dominio del color. Las delicadas carnaciones de las féminas contrastan con la riqueza cromática de sus vestidos. El tratamiento de las telas es sencillamente exquisito; el pisano se recrea al reproducir la textura de las suntuosas sedas y brillantes rasos, que se pliegan armoniosamente, creando contrastes lumínicos de gran belleza. El espectador que contempla el lienzo asiste a un verdadero derroche de color; el artista emplea una paleta cromática de gran riqueza, lo que le permite reproducir, en todos sus matices, los oros, platas, púrpuras, carmesís, azules o blancos marfileños. Como conclusión diremos que nos encontramos ante una auténtica obra maestra, de las muchas que cuelgan de las paredes del Prado.
Como usted bien dijo en uno de sus artículos, el Museo del Prado es rico en series pictóricas, en los cuales se nos narra una historia a través de diferentes lienzos. ¿Podría comentar alguna serie de la pintura italiana del siglo XVII?
Para esta ocasión he escogido una obra ejecutada por Massimo Stanzione que se titula La degollación de San Juan Bautista; forma parte de una serie dedicada a la vida de este santo, encargada por el rey Felipe IV para el Real Oratorio del Palacio del Buen Retiro de Madrid. El lienzo en cuestión ha sido fechado hacia 1635. En el Prado se conservan otros tres cuadros de Stanzione de la misma temática: El nacimiento del Bautista anunciado a Zacarías, San Juan Bautista se despide de sus padres y Predicación de San Juan Bautista en el desierto. Existe en el museo una obra, de la misma colección, que fue ejecutada por Artemisa Gentileschi, hija de Orazio Gentileschi, y en la que se reproduce El nacimiento de San Juan Bautista. La sexta pintura de la serie, La prisión de San Juan Bautista, realizada por Paolo Finoglio, se encuentra en paradero desconocido. El Bautista fue el precursor de Cristo, el enviado para preparar el camino al Señor. Los dos se encontraban unidos por lazos de sangre; su madre Isabel y la Virgen María eran primas. En el Evangelio de San Lucas queda de manifiesto que su nacimiento fue un acontecimiento milagroso. Isabel era una mujer de edad avanzada y estéril. El arcángel Gabriel se le apareció a Zacarías, su esposo, para anunciarle que por expreso deseo del Altísimo su mujer daría a luz a un hijo al que debería llamar Juan. El mismo ángel fue el que anunció a la Virgen que concebiría en su vientre al Hijo de Dios, por obra y gracia del Espíritu Santo. María fue a cuidar de su anciana prima que se encontraba en avanzado estado de gestación. La criatura que llevaba en el vientre Isabel saltó de alegría al saber que les visitaba la futura Madre del Redentor. A la edad adulta, Juan se retiró al desierto, convirtiéndose en un asceta; tan sólo se alimentaba de saltamontes y miel silvestre y vestía con piel de camello. Sus seguidores le consideraron un profeta. Predicaba la próxima llegada del Mesías que redimiría a la humanidad; también practicaba el rito del bautismo en el río Jordán. Constantemente llamaba a sus seguidores a la penitencia y al arrepentimiento. Antes de comenzar su vida pública, Jesús de Nazaret recibió las aguas bautismales de sus manos.
San Juan proclamó públicamente que Cristo era el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Fue un hombre valiente que se atrevió a acusar de adultero a Herodes Antipas que convivía ilícitamente con Herodías, la mujer de su hermano. Por este motivo fue apresado. La hijastra del tetrarca de Galilea, Salomé, después de danzar para su padrastro, le pidió como regalo la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Evidentemente, fue influenciada por Herodías, su madre, que se sentía humillada por el predicador. Herodes, a pesar de sentir cierta admiración y temor por el Bautista, no supo negarse y complació el deseo de aquellas pérfidas mujeres; el profeta fue decapitado en las mazmorras. Una profunda tristeza invadió a Jesús al enterarse del trágico final de su primo, al que calificó como el hombre más grande nacido de mujer alguna. En el cuadro que voy a comentar, la ambientación es deudora de la estética caravaggesca. Como decorado ambiental, encontramos una sombría celda, con una reja al fondo casi imperceptible, a través de la cual se aprecia la presencia de dos curiosos que contemplan la ejecución. Estas figuras humanas a contraluz, que pasan prácticamente desapercibidas para el espectador, apenas están esbozadas, surgen de las tinieblas; se trata de un recurso artístico que utiliza el pintor para dotar a su composición de cierta profundidad. El resto de los personajes se distribuyen en dos grupos. En el lado derecho, encontramos a dos soldados, que adoptan una pose muy estudiada, al gusto academicista. Visten armaduras y ropajes anacrónicos, los que se usaban en el siglo XVII; uno de ellos se sujeta la espada y el otro porta una lanza, apenas visible en la oscuridad. Miran al condenado con cierto desdén, impertérritos ante la tragedia de su inminente ejecución. El que se encuentra más próximo al espectador destaca por su armadura plomiza y especialmente por el manto amarillo con el que se cubre, una nota de color en esta escena tan sombría. En el otro extremo hallamos a San Juan y su verdugo. La decapitación del Bautista está a punto de consumarse. El ejecutor de la sentencia aparece de espaldas, exhibiendo su musculoso torso desnudo; adopta una postura inestable, con un marcado dinamismo; eleva el talón y gira el cuerpo para así descargar toda su fuerza contra aquel inocente. El extremo de su espada refulge amenazadora, suspendida en el aire, describiendo un violento movimiento, un instante antes de mancharse con la sangre del profeta. Por lo tanto, Stanzione capta con sus pinceles una instantánea, el momento previó a la ejecución, el de máxima tensión dramática de la narración. El Bautista se encuentra arrodillado sobre una fría roca, con las manos juntas, concentrado en la última plegaria que dirige al Todopoderoso. Su rostro demacrado, tenuemente iluminado, irradia mansedumbre y resignación ante los designios divinos. A pesar de llevar una vida de privaciones y sacrificios, el autor lo representa con un cuerpo escultórico, de gran perfección formal, reflejo de su virtud interior. Un manto bermellón cubre parcialmente su cadera y se desparrama por el suelo, formando caprichosos pliegues, ocupando el centro de la composición; también sirve de referencia visual, destacando poderosamente en aquel sombrío escenario. Sobre el pavimento se distingue vagamente el báculo con el que se representa tradicionalmente al santo y las frías cadenas que le apresaban. El artista utiliza un foco de luz muy potente que penetra por el lado izquierdo de la imagen. De esta forma se producen violentos claroscuros, típicos de la estética tenebrista, que añaden dramatismo a la representación bíblica.
Después de comentar tan detalladamente esta pintura de temática dramática, convendría que hiciera referencia a alguna representación pictórica más colorista, relacionada con los misterios gozosos.
Me parece una excelente idea esta propuesta; debemos tener en cuenta que la pintura barroca italiana devocional es muy variada, tanto desde el punto de vista temático como en lo referente a la técnica artística. En esta ocasión, en vez de escoger un cuadro de gran formato, me he decantado por una obra de pequeño tamaño, regalo del cardenal Francesco Barberini, sobrino del papa Urbano VIII, a Felipe IV. El artista Pietro da Cortona, del que la pinacoteca madrileña cuenta tan sólo con una pieza, utilizó dos soportes novedosos, cuarenta pequeñas placas de venturina y tres de pizarra, para representar su Natividad, obra fechada hacia 1658. En realidad, se trata de una pasta vítrea a la que se le añade óxido de cobre, con unas características muy similares a la piedra venturina originaria de Rusia y la India. No se conoce hasta la fecha ninguna pintura de estas dimensiones que emplee este soporte. El artista aprovechó el brillo natural de este material para crear la ilusión de un cielo nocturno, cuajado de brillantes estrellas. El celaje presenta variaciones cromáticas según sea la intensidad de la iluminación que se emplea. El decorado de fondo es una construcción de madera y piedra de aspecto ruinoso, el Portal de Belén. Los personajes sagrados y los pastores se distribuyen en un plano inclinado, siguiendo una línea diagonal, en un intento del artista de dotar a la escena de dinamismo formal. Encontramos un cierto abigarramiento a la hora de distribuir a las figuras humanas en el espacio. El centro de la composición lo ocupa el Niño Dios, recién nacido, descansando en un pesebre y tapado candorosamente por su madre. El cuerpo del Niño Jesús emite un resplandor especial, convirtiéndose en el foco de atención de la narración pictórica. La imagen de la Virgen irradia una gran dulzura, destacando el potente nimbo de luz que cubre su cabeza; esboza una sonrisa de felicidad, al cruzar su mirada con la del Hijo de Dios recién llegado al mundo. Viste túnica rojo creta y se cubre con un manto azul ultramar, los habituales tonos marianos. En este caso, San José abandona su habitual segundo plano para pasar a convertirse en uno de los protagonistas de la representación sacra.
El autor nos lo presenta como a un hombre anciano, de barba y pelo cano, que entabla un diálogo de miradas con los pastores, haciéndoles partícipes del misterio gozoso que acaba de acontecer: la llegada al mundo del Redentor de la humanidad. El pintor recurre a los manidos colores, siena y morado, para reproducir en el óleo las vestiduras del padre putativo de Jesús. Cinco pastores forman el grupo de elegidos que pudieron contemplar en primicia el nacimiento de Cristo. El que se encuentra más próximo al espectador, adopta una postura compleja, marcando un atrevido escorzo, girando su espalda, hincando la rodilla en la losa de piedra. Ha depositado su cayado en el suelo en señal de adoración al Salvador. Un simpático perro, junto a su dueño, permanece ajeno al momento histórico que vive la humanidad. En la parte superior de la escena, un grupo de querubines flotan ingrávidos, entre vaporosas nubes, celebrando con gozo la llegada del Mesías. Este pasaje del Nuevo Testamento tan solo es recogido por San Lucas, 2: 15-20. El nacimiento del Niño Dios fue anunciado a los pastores por seres celestiales. Inmediatamente, se pusieron en camino hacia el Portal del Belén para convertirse en testigos oculares de la Buena Nueva. Aquellos hombres sencillos alabaron y glorificaron incesantemente a Dios al ser partícipes de lo acontecido. Desde el punto de vista técnico, encontramos una iluminación bastante uniforme, con pocos contrastes lumínicos, abandonándose por el pintor el claroscuro barroco, tan apropiado para otros pasajes evangélicos de temática dramática.
Uno de los pintores más famosos de finales de siglo fue sin duda el italiano Luca Giordano. El Prado posee un completa colección de este artista. ¿Podría comentarnos alguna de sus obras como colofón de esta entrevista?
Efectivamente, muy buena elección para poner el broche de oro a esta selección de obras maestras del barroco italiano. Giordano, también conocido en España como Lucas Jordán, fue un artista polifacético que combinó la pintura sobre lienzo con espectaculares representaciones al fresco. Era conocido como Luca fà presto por la rapidez y habilidad con las que realizaba sus composiciones artísticas. En sus orígenes fue discípulo de Ribera, con el que colaboró en su taller napolitano, influyéndole decisivamente en la primera etapa de su carrera artística. Posteriormente, se desplazó a Roma para trabajar con Pietro da Cortona, de quien acabo de comentar una de sus obras. Su versatilidad le permitía imitar con gran fidelidad los estilos artísticos de grades maestros como Rafael, Tiziano o Rubens, todos ellos magníficamente representados en el Prado. Se desplazó a España para realizar espléndidos trabajos al fresco en los Reales Sitios, como el Monasterio de El Escorial, el Palacio Real de Aranjuez o el Casón del Buen Retiro. También es digna de mención su intervención en la decoración de la madrileña iglesia de San Antonio de los Alemanes, profusamente ornamentada en sus muros y cúpula. Su etapa española coincidió con el reinado de Carlos II, último monarca de la dinastía de los Austria y gran enamorado de su obra. Cuando en la segunda mitad del siglo XVIII el barroco cedió el testigo al arte neoclásico, la figura de Giordano perdió todo interés al no responder a los presupuestos academicistas vigentes en aquel momento. Hubo que esperar al siglo XX para que de nuevo fuera considerado un pintor de excelente calidad, con una extraordinaria habilitad técnica.
El Museo tiene inventariados entre sus fondos aproximadamente 66 pinturas de este artista napolitano, incluido el fastuoso techo pintado al fresco del Casón del Buen Retiro, edificio actualmente dedicado a centro de estudios del Prado. Por lo tanto, se trata de uno de los pintores mejor representados en la pinacoteca. Su obra es de temática variada: religiosa, alegórica, histórica, mitológica, costumbrista… Por desgracia, rara vez podemos disfrutar de sus lienzos en el edificio Villanueva, debido a la falta de espacio de la que adolece la institución desde su fundación. Una parte de sus trabajos decora las diversas salas del Casón del Buen Retiro, abierto al público con un horario muy restringido. Para esta ocasión, he escogido un óleo de grandes dimensiones titulado El sueño de Salomón, fechado entre 1694 y 1696. Forma parte de una serie de pintura, compuesta por ocho cuadros, en la que se representan pasajes de la vida del rey David y de su hijo Salomón. La mayoría de estos óleos se custodian en el Palacio Real de Madrid, conservándose también en el museo una composición titulada El juicio de Salomón. El napolitano había ejecutado con anterioridad una versión del sueño de Salomón, con pequeñas variantes y utilizando la técnica al fresco, en el antecoro de la basílica del Monasterio de El Escorial. Esta serie de lienzos también sirvió de modelo para tejer un conjunto de tapices que actualmente forman parte de la colección artística de Patrimonio Nacional. En el cuadro que nos ocupa, el pintor napolitano lleva los presupuestos del estilo barroco hasta sus últimas consecuencias. Lo primero que percibe el espectador al contemplar esta pintura de caballete es la presencia de una luz intensa, dorada y envolvente, plena de matices lumínicos. El artista recurre a un interesante juego de diagonales para distribuir armónicamente a los personajes en el espacio. Utiliza una paleta cromática de colorido suntuoso y exquisito, con un claro predominio de los tonos dorados y azules.
Emplea una pincelada suelta, vibrante y empastada, convirtiéndose así Giordano en un precursor de la estética rococó, que triunfaría en la primera mitad del siglo XVIII. El tema que se representa en esta composición aparece recogido en el Antiguo Testamento, Reyes 3: 4-15. Salomón acababa de acceder al trono de Israel y le preocupaba no estar a la altura de las circunstancias, teniendo en cuenta el gran prestigio adquirido por su padre, el rey David. Jehová se le apareció una noche en sueños y le dijo que pidiese lo que más desease porque estaba dispuesto a concedérselo. El joven rey no solicitó riquezas ni honores para sí mismo, escogió la sabiduría e inteligencia para poder discernir entre el bien y el mal y gobernar así a su pueblo con justicia. En esta composición encontramos dos realidades bien diferenciadas: la terrenal, en la parte baja, y la celestial, en la zona superior. A la derecha del cuadro contemplamos a un joven Salomón, de rubia cabellera, exhibiendo su potente musculatura, sumido en el más profundo de los sueños; la colcha y sábana con las que se cubre forman numerosos pliegues, creando interesantes efectos de claroscuro. El monarca descansa en un suntuoso lecho, ornamentado con efigies doradas de temática mitológica. Cerca de la cabecera de la cama podemos ver el cetro y la corona, símbolo de la realeza. Como nota anecdótica, encontramos a dos personajes, tocados con turbantes, conversando entre ellos sobre el suceso sobrenatural que está aconteciendo. Un paisaje arquitectónico dota de profundidad a la escena. Encima de Salomón surge rodeada de vaporosas nubes la figura alegórica de la Sabiduría Verdadera, portando el Libro de los Siete Sellos y el Cordero de Dios; con la otra mano sujeta un escudo con la figura del Espíritu Santo. Se cubre con un esplendido manto azul bordado en oro que ondea al viento, describiendo un sinuoso movimiento. De su cabeza surgen dos potentes rayos de luz dorada, que hacen referencia a la Gracia Divina. En las alturas, suspendida en el aire, se representa la impresionante imagen de Dios Padre, envuelta en una luz cálida, con su vestimenta movida por el viento; de sus ojos surge un potente rayo que describe una diagonal, símbolo del don divino de la sabiduría. Un grupo de estilizados ángeles y tiernos querubines flotan sobre las nubes esponjosas, adoptando diferentes actitudes. En definitiva, nos encontramos ante un rompimiento de gloria teatral y efectista, de exuberante colorido, con un despliegue de movimiento repleto de dinamismo. Con esta obra de barroquismo pleno, Giordano alcanza las más altas cimas de perfección.
Por Javier Navascués