El resplandor de la pintura religiosa del Siglo de Oro español en el Museo del Prado

Estamos de nuevo con Fernando Álvarez Maruri, un auténtico apasionado y gran conocedor del Museo del Prado. Tras repasar anteriormente los estilos románico, gótico y renacentista, en la entrevista anterior, en esta ocasión abordaremos la pintura barroca del arte sacro español del Museo del Prado. En el siglo XVII, el Siglo de Oro del arte español, la pintura llega a sus más altas cotas.

En la anterior entrevista que realizamos a Fernando Álvarez Maruri, nos quedamos en el renacimiento español. Ahora toca analizar el fascinante mundo del barroco hispano, centrándonos en las obras de temática religiosa. ¿Qué importancia tiene este estilo artístico en las colecciones del Prado?

El siglo XVII, conocido como el Siglo de Oro del arte español, está magníficamente representado en las colecciones de nuestra pinacoteca nacional. No es exagerado aseverar que se trata del estilo artístico más sobresaliente y peculiar de la historia de la pintura española. Cuando deambulamos por las salas de la planta principal, dedicadas al barroco español, nuestros ojos no encuentran reposo; las obras más magistrales y sublimes de este periodo nos salen al paso, fascinándonos con su belleza extrema. No debemos olvidar que el barroco es un arte eminentemente propagandístico; el pintor pretende llamar la atención del espectador, transportarle, a través de un mundo de imágenes, a una realidad mística y espiritual. También es un estilo sumamente naturalista, que se recrea a la hora de reproducir las calidades de la materia. Su última intención es conmover al fiel, hacerle participar en los misterios más profundos del cristianismo.

El movimiento artístico barroco, en muchas ocasiones, es un instrumento al servicio de la Iglesia y de los valores contrarreformistas, un medio de adoctrinamiento muy eficaz. Frente a la herejía protestante, los pintores reproducen en sus lienzos los dogmas de fe, eternos e incuestionables. Las iglesias luteranas carecen de imágenes sagradas, se prescinde de los santos como mediadores entre el creyente y el Todopoderoso. En los países en que venció el protestantismo se llegaron a producir furibundos ataques iconoclastas; los intransigentes reformistas confundían la devoción de los fieles por una determinada advocación con la idolatría de los paganos. Los templos católicos, por el contrario, aparecen profusamente decorados, con retablos y pinturas en los que se defienden verdades como la virginidad de María, protagonista de la Redención, o el ejemplo de vida que nos proporcionan los santos canonizados.

¿Qué artista podríamos seleccionar para iniciar nuestro recorrido por las salas del barroco español?

Uno de mis pintores favoritos, y no precisamente de los más conocidos, es Fray Juan Bautista Maino. Para poner en valor su trayectoria artística, en el año 2009 el museo organizó una exposición monográfica entorno a su figura. He escogido el que considero como el más bello de sus lienzos, titulado La Adoración de los Reyes Magos, fechado entre 1612 y 1614. Formaba parte del conocido como retablo de las Cuatro Pascuas, ubicado en la iglesia conventual de San Pedro Mártir de Toledo. Las pinturas que conformaban dicho retablo fueron ejecutadas por Maíno. Como dato anecdótico, comentaré que el artista, mientras realizaba este encargo, decidió tomar los hábitos e ingresar en la Orden de este monasterio. Cuatro de estos cuadros, de grandes dimensiones, representan acontecimientos fundamentales en el año litúrgico de la Iglesia: el Nacimiento de Cristo, la Adoración de los Magos, la Resurrección del Señor y Pentecostés; todos ellos se pueden admirar en el Museo del Prado. También, salidas de los pinceles de Maíno, se conservan otros cuatro óleos, de formato más pequeño, en los que se rinde homenaje a San Juan Evangelista, San Juan Bautista, María Magdalena y San Antonio Abad. El artista rompe definitivamente con los presupuestos del manierismo; pintores como El Greco reinterpretaban la realidad, idealizándola, alargando las figuras y creando una atmósfera un tanto artificial. Maíno, por el contrario, se inspira en el naturalismo de Caravaggio pero en su vertiente más luminosa y colorista. En esta Epifanía la luz adquiere un gran protagonismo; se trata de una iluminación un tanto artificiosa, con sombras muy marcadas. Tanto los personajes como los objetos representados en el lienzo presentan unas formas voluminosas, adquieren una dimensión casi escultórica.

La composición resulta un tanto abigarrada, las figuras se superponen unas a otras, ocupando por completo el espacio. Para crear la sensación de profundidad, el pintor recurre a un arco de medio punto, en cuyo centro, rodeada de nubes doradas, brilla la estrella que condujo a los reyes a su destino. En la lejanía, contemplamos un paisaje muy difuminado, casi imperceptible; en realidad, se trata de una vista del Coliseo romano. Maíno emplea una paleta cromática muy rica y variada; recurre a colores vibrantes y alegres. En esta composición, el autor demuestra su maestría a la hora de plasmar en el lienzo las calidades de los objetos y telas. Los reyes visten ropajes de una suntuosidad extrema, con tonalidades exquisitas y brillos metálicos. Los vestidos de la Virgen, aunque más sobrios, son también de gran elegancia. El tono siena de la capa de San José tiende a mimetizarse con el cercano arco de piedra del portal de Belén. El pintor diseña de una manera minuciosa e imaginativa los presentes que recibió el Niño Dios de manos de los magos; con una pincelada concisa y apretada, reproduce los reflejos metálicos de la copa de oro, o el inconfundible brillo del nácar en la naveta que porta el rey Baltasar. Los reyes adoran al Niño Jesús, postrándose ante Él. A excepción de Melchor, van tocados con ricos turbantes y plumas multicolores. El Infante, de piel tersa y ondulada cabellera, les bendice con su diminuta mano. El recién nacido, ocupa el centro de la composición; lo sujeta delicadamente la Virgen María, dedicándole una dulce y maternal mirada. San José señala al Niño, mientras cruza su mirada con Baltasar, el rey negro. El lenguaje gestual de los personajes, el movimiento de sus manos, la expresividad de sus rostros y la profundidad de sus miradas ayudan a crear un ambiente intimista. En la esquina superior izquierda, casi tapado por Baltasar, surge un personaje que representa a un peregrino y que señala con su dedo índice al recién nacido; se ha barajado la posibilidad de que se trate de un autorretrato del propio Maíno.

En el inicio del siglo XVII, encuadrado en la llamada escuela valenciana, encontramos la figura de Francisco Ribalta. ¿Podría referirse a alguna de sus obras más significativas?

Efectivamente, Francisco Ribalta ocupa un destacado lugar en esta relación de artistas barrocos. Aunque nacido en Solsona, provincia de Lérida, ejerció su actividad artística en Valencia. Es un pintor escasamente representado en el Prado, apenas cuenta con media docena de cuadros en el inventario, todos de temática religiosa. Habitualmente, en las salas del museo se exponen dos de sus pinturas. He seleccionado su Cristo abrazando a San Bernardo, una de sus creaciones más sobresalientes. Este trabajo fue un encargo de la Cartuja de Portacoeli, ubicada en las cercanías de Valencia. A la hora de elaborar esta composición, el autor se inspiró en el Llanto sobre Cristo muerto de Sebastiano del Piombo. Ribalta aborda uno de los temas que más atrajo a los artistas del Siglo de Oro español: el misticismo religioso. San Bernardo, fue un monje francés, declarado doctor de la Iglesia, que nació en 1090. Su mayor mérito fue fundar la Orden del Císter y expandirla por toda Europa; se le considera una figura esencial en la historia de la Iglesia. Como premio a su inquebrantable fe y celo religioso, recibió un regalo espiritual en forma de visión mística: el propio Cristo se desclavaba de su cruz para abrazarlo amorosamente.

La escena se ilumina por medio de una luz potente que proviene del lateral izquierdo; de esta manera se crean fuertes contrastes lumínicos, efectos de claroscuro, lo que en pintura conocemos como tenebrismo. Contemplando este cuadro, nos sumergimos de lleno en el mundo de Caravaggio. Tras una reciente limpieza del lienzo, han aparecido dos personajes en la penumbra que podrían representar a ángeles. Al pintor le interesa que centremos nuestra atención en los protagonistas de la escena y para ello recurre a una serie de artificios. El fondo es oscuro y tenebroso, prácticamente negro, así destacan más las sacras figuras. En la composición utiliza un punto de vista bajo para resaltar la monumentalidad de los personajes. Se establece un diálogo espiritual entre Cristo y San Bernardo; el santo parece flotar en el espacio, está viviendo una experiencia sobrenatural, de auténtico éxtasis religioso. Permanece con los ojos cerrados, en un estado de arrobamiento, entregando su alma y todo su ser al Redentor, en quien confía plenamente. El Señor lo sujeta con sus potentes brazos y le dedica una mirada misericordiosa. A Cristo se le representa de manera idealizada, con un cuerpo hercúleo, escultural, como si fuera una figura diseñada por el propio Miguel Ángel. El rostro del santo, de gran realismo, es un retrato naturalista que pudiera ser el de cualquier fraile de la época. De gran belleza plástica es el diseño del hábito de San Bernardo, magistralmente iluminado, lleno de pliegues y de un brillante y delicado color marfileño.

El pintor más famoso de todo el museo es, sin duda, Diego Velázquez. En su producción cuenta con obras religiosas de extraordinaria calidad. ¿Cuál es la más representativa de las que cuelgan de las paredes del Prado?

Sin ningún género de dudas, me decanto por su Cristo crucificado, datado entre 1631 y 1632. Se trata de uno de los indiscutibles iconos del Museo, obra cumbre en la producción del pintor sevillano. Esta representación cristífera se ha convertido en el prototipo de crucificado, la imagen de Jesús por antonomasia en la historia de la pintura. El propio cuadro ha tenido una vida un tanto azarosa. Fue pintado para el madrileño convento de San Plácido, en la calle de San Roque, nº 9. Este monasterio fue declarado en 1943 Monumento Nacional y alberga en su interior, especialmente en la iglesia, un notable conjunto de obras artísticas, como el retablo mayor, salido de los pinceles de Claudio Coello. El cuadro de Velázquez fue comprado por Manuel Godoy a las monjas en 1804. Acabó en manos de su esposa, la condesa del Chinchón; fracasó al intentar venderlo durante su exilio en París. Finalmente, lo heredó el duque de San Fernando de Quiroga quien se lo obsequió al nuevo rey, Fernando VII. El monarca decidió incluirlo en el lote de obras que se expondrían en el nuevo y flamante Real Museo de Pintura y Escultura, lo que hoy conocemos como Museo Nacional del Prado. La figura de Cristo se recorta sobre un fondo oscuro, de tono verde grisáceo. El artista renuncia a cualquier referencia de tipo espacial o decorativa; pretende evitar que el espectador que contempla el lienzo se distraiga con detalles menores; solo importa Cristo, la imagen de nuestro Redentor.

Representa una cruz, de travesaños alisados, con los característicos nudos de la madera. En la zona superior de la composición, encontramos la tablilla que ordenó colocar el propio Poncio Pilatos, escrita en hebreo, griego y latín, en la que se identifica al Nazareno con el rey de los judíos. Velázquez opta por presentarnos una visión frontal de Jesús. Su cuerpo desnudo, tan solo cubierto por el paño de pureza, es de una belleza extrema, el de un hombre de perfectas proporciones. El pintor expresa con sus pinceles que nuestro Salvador, además de verdadero Dios, era un ser humano perfecto, sin ningún tipo de defecto físico. El artista renuncia a pintar un Cristo musculoso y de formas esculturales, al gusto del Miguel Ángel. La figura del Redentor aparece suavemente moldeada, iluminada de forma tenue. Velázquez consigue crear una atmósfera de recogimiento, que nos invita a la piedad, es como si pintara el silencio. El artista sevillano tuvo por suegro y maestro a Francisco Pacheco, partidario de representar al Señor clavado en la cruz con cuatro clavos, dos en los pies y dos en las manos. Este modelo iconográfico cristífero es el que empleó Velázquez en la composición, por influencia de Pacheco. Los pies de Jesús descansan sobre un supedáneo de madera. En su cuerpo apenas percibimos las señales de la Pasión; tan solo el hilo de sangre que brota de la herida del costado. La cabeza de Cristo, inclinada hacia la derecha, aparece coronada de espinas e iluminada por un halo de luz, símbolo de su condición divina. Su larga cabellera le cubre la mitad de su rostro. Con tan pocos recursos visuales, el maestro sevillano consigue sobrecoger al espectador y elevar su espíritu hacia el mundo transcendente.

Otro de los grandes de la pintura barroca fue el valenciano José de Ribera, conocido como el Españoleto. Escoja una de sus obras maestras, de las que cuelgan de las paredes del Prado, y coméntenosla, por favor.

Difícil tarea escoger una sola pieza de este maestro, que cuenta con cerca de sesenta obras en las colecciones del Prado, todas ellas de excepcional calidad. Al final, me he decantado por La Trinidad, un óleo fechado hacia 1635. El misterio teológico que se representa es del tipo Compassio Patris: en el Reino de los Cielos surge la figura de Dios Padre que recoge en su regazo al Hijo recién muerto. Existe un paralelismo temático con la escena de la Piedad en que la Virgen María, a los pies de la cruz, sostiene el cuerpo de Jesús entre sus brazos. En este lienzo, Ribera demuestra toda su maestría y un gran dominio de la técnica pictórica, de la luz y del color. Para el diseño del cuadro se inspiró en una estampa de Durero, que igualmente sirvió de modelo en la Trinidad de El Greco; en la versión del cretense, que también forma parte de las colecciones del Prado, se emplea una paleta muy del gusto veneciano, con figuras alargadas, según mandaban los cánones del manierismo. El Españoleto nació en Játiva (Valencia) y se formó en Nápoles, donde aprendió la técnica del genial Caravaggio. En la composición encontramos una serie de líneas en diagonal, formadas por el sudario, sujetado por angelitos, los brazos inertes del Yacente y la capa granate con la que se cubre Dios Padre y que asciende vaporosa. La escena se divide en dos partes. En la zona baja, en penumbra, envuelto en las sombras de la muerte, aparece el cuerpo inerte de Cristo, con la piel cerúlea, iluminado de manera dramática, en línea con la estética tenebrista de Caravaggio.

Se puede observar su anatomía perfecta, los huesos del tórax y el vientre hundido. Capítulo aparte merece la herida del costado, que da la sensación de estar pintada en relieve; de ella mana un reguero de sangre que mancha el paño de pureza y la sábana. El lienzo del sudario y la tela con la que se cubre el Redentor están magistralmente representados; la naturalidad de los pliegues, el contraste de las luces y las sombras sobre el tejido de hilo blanco denotan una perfección técnica insuperable. Entre el Padre y el Hijo revolotea una paloma blanca que representa al Espíritu Santo. En la zona superior de la composición, surge una luz dorada, envuelta en nubes celestiales. Debajo, se despliega la suntuosa capa de tono carmesí, color asociado a la Pasión del Señor, con la que se cubre la mayestática figura del Padre. Éste se nos antoja un tanto distante e impasible ante el drama de la muerte de su Hijo. Lo que ocurre es que Ribera nos presenta a la Primera Persona de la Santísima Trinidad como un ser superior e intemporal, conocedor del misterio de la Redención y sabedor de la resurrección de Cristo. El Mesías ya ha cumplido su misión en la tierra; ha entregado su vida para la salvación de la humanidad. Este cuadro tan efectista cumplía con los requisitos estéticos exigidos por el catolicismo contrarreformista: el fin último de cualquier manifestación artística religiosa debe ser conmover al fiel, despertar su compasión mientras contempla absorto el patetismo de la escena.

Tampoco debemos olvidarnos de citar al granadino Alonso Cano, artista polifacético donde los haya; ejerció como pintor, escultor y arquitecto. De la colección del Prado, ¿cuál es su cuadro favorito?

-Uno de sus trabajos mas refinados es Cristo muerto sostenido por un ángel, fechado entre 1646 y 1652. En realidad, el Prado conserva dos versiones diferentes de Cano sobre este mismo tema. El granadino, durante su estancia en Madrid, tuvo acceso a la colección real y se dejó deslumbrar por las obras maestras de la escuela flamenca e italiana. También su amistad con Velázquez le ayudó a evolucionar en su trayectoria artística. Este lienzo es una obra de madurez, en la que demuestra una gran maestría a la hora de diseñar las figuras y emplear el color y la luz de manera acertada; se trata de una composición delicada y equilibrada. El papa San Gregorio tuvo una visión sobrenatural en la que se le apareció Cristo muerto rodeado por dos ángeles. Alonso Cano opta por representar a un único ángel, sujetando el cuerpo inerte del Señor. Es una visión sobrecogedora, que nos ayuda a comprender el misterio de la Redención. En la lejanía se dibuja un bucólico paisaje crepuscular, con una luz mortecina. En la zona baja y en primer plano podemos contemplar una serie de objetos relacionados con la Pasión, como los clavos y la corona de espinas, apenas perceptibles por encontrarse en penumbra. El único objeto que destaca entre las sombras es la jofaina dorada, utilizada como recipiente de la esponja con la que se limpió el cuerpo del Yacente. La imagen de Cristo muerto preside la escena, es el centro donde confluyen las miradas de los espectadores. La luz incide directamente sobre la piel macilenta del cadáver, de una palidez extrema, sobrecogedora. El desnudo del Señor es de una sublime perfección, con formas equilibradas. El rigor mortis queda atenuado al presentársenos el cuerpo del Mesías ladeado hacia la derecha y con una pierna flexionada, describiendo lo que en el arte se conoce como una “diagonal trágica”. El sudario destinado a envolver el sagrado cuerpo es de una blancura radiante, con numerosos pliegues y efectos de contraluz. El ángel que sujeta al Mesías aparece en la penumbra, iluminado de forma tenue, quedando así patente que ocupa un lugar secundario. Su cuerpo se inclina en la dirección contraria al del Nazareno y describe igualmente una diagonal; su túnica rosada, vaporosa y en movimiento, pone una nota de color a esta composición en la que predominan las sombras.

Dentro del barroco más evolucionado y efectista ¿podría escoger alguna pintura emblemática, de las que habitualmente cuelgan de las paredes de nuestra pinacoteca nacional?

Cuando el barroco español alcanza su punto álgido, desplegando todo su artificio y teatralidad, nos encontramos con lienzos de la categoría de El triunfo de San Hermenegildo, pintado por Francisco Herrera el Mozo y fechado en 1654. Este autor nació en Sevilla y fue hijo del también pintor Francisco Herrera el Viejo; se le encuadra en la escuela madrileña. El destino final de este cuadro de altar era presidir el retablo mayor del templo de los Carmelitas Descalzos o de San Hermenegildo en Madrid. El convento desapareció pero se salvó la bellísima iglesia, actual parroquia de San José, ubicada en la confluencia de la calle Alcalá y la Gran Vía. Fernando VII adquirió esta pintura un año antes de su muerte, en 1832, para exponerlo en su Real Museo de Pintura y Escultura, actual Museo Nacional del Prado. San Hermenegildo fue un príncipe visigodo, nacido en el siglo VI, hijo del rey Leovigildo y hermano de Recaredo. En aquel tiempo los monarcas visigodos profesaban el arrianismo, frente a la mayoría hispanorromana que practicaba la religión católica. La conversión de Hermenegildo al catolicismo provocó un grave enfrentamiento con su padre. Al final, el joven fue detenido y encarcelado. No abjuró de su nueva fe y se negó a recibir la comunión de manos de un obispo arriano; por este motivo fue decapitado en la cárcel.

Tras ser canonizado como mártir de la Iglesia Católica, en 1585, pasó a convertirse en el patrono de los conversos. En este óleo, San Hermenegildo se nos presenta en su apoteosis espiritual, ascendiendo triunfante a los cielos. En la zona baja de la izquierda, podemos ver las figuras de Leovigildo y del obispo arriano, humillados, arrastrándose por los suelos, contemplando atónitos la gloria de la que disfruta el príncipe católico; se encuentran en la penumbra, formando parte del mundo de las sombras, símbolo de su herejía. El paraíso celestial aparece iluminado con gran intensidad, con un colorido exquisito y lleno de matices. San Hermenegildo flota en el espacio; su figura, de gran dinamismo, se contorsiona en un complejo escorzo, como si fuera una columna salomónica. Viste una resplandeciente armadura y capa de color carmín que vuela y asciende vaporosa hacia lo alto, movida por una ráfaga de viento, en la misma dirección que se agitan los cabellos del santo. El mártir eleva la mirada y se embelesa contemplando el crucifijo que sujeta con la mano derecha. Un grupo de ángeles, resplandecientes y de contornos difuminados, envueltos en una luz dorada, rodean su figura y le acompañan en su ascensión a los cielos, mientras entonan cánticos de gloria y portan los atributos de la realeza y los instrumentos de su martirio. En este lienzo, de complejas formas helicoidales y atrevidos contraluces, en donde el movimiento se adueña de la composición, se pone de manifiesto el protagonismo que deben tener los santos en la vida espiritual del cristiano.

El extremeño Francisco de Zurbarán es uno de los pintores que más fama ha alcanzado fuera de nuestras fronteras; podemos admirar sus lienzos en los más prestigiosos museos del mundo. Dentro de las colecciones del Prado ¿cuál cree usted que es su obra más emblemática?

Zurbarán cuenta con aproximadamente una treintena de obras en el Prado, todas ellas de una calidad excepcional. Me ha resultado sumamente complicado decantarme por una en concreto. Finalmente, me he decidido por un lienzo que se ha incorporado recientemente a los fondos del museo. El empresario don Plácido Arango la donó al Prado, junto con otras veintiuna pinturas y algunas litografías de Goya. En esta tela se representa a San Francisco en oración y pertenece a la etapa de madurez del artista; la pintó en 1659. El museo cuenta con una pequeña sala, en la planta noble, en la que expone una selección de los trabajos de este extremeño universal. En esta composición, Zurbarán crea una escena luminosa, alejada del tenebrismo, utilizando una paleta de colores cálidos. La figura del santo, con el cuerpo inclinado, describe una diagonal y se recorta sobre un paisaje montañoso con un cielo azul cubierto de nubes blancas.

San Francisco medita arrodillado sobre la Pasión de Cristo; es un verdadero asceta que recibió los estigmas como un don espiritual. Su cabeza ladeada, cubierta por el capuchón del hábito, y su mirada ascendente, que busca conectar con el mundo transcendente, nos ponen sobre aviso de que se encuentra viviendo una experiencia mística. Se acerca la mano derecha al pecho, demostrando con este gesto su total disposición a cumplir la voluntad del Señor. La calavera que sostiene en su mano es el símbolo de la muerte, de la fugacidad de la vida. El hábito con el que se cubre San Francisco está tejido con una tela áspera y tintada con un color marrón parduzco; representa la pobreza y la austeridad franciscana. Se nos invita a renunciar a la vanagloria y a los placeres mundanos. Para que quede constancia de quién realizó la obra, en un rincón del suelo aparece un cartelillo con la firma del autor y la fecha.

La escuela sevillana merece un capítulo aparte dentro del barroco español. Sin duda, Bartolomé Esteban Murillo es el pintor más excelso de la segunda mitad del siglo XVII. ¿Cuál cree usted que es su obra más representativa dentro de las colecciones del Prado?

Este pintor es mundialmente conocido por crear el prototipo artístico de la Inmaculada Concepción de María; en el imaginario colectivo se tiende a asociar este dogma de fe con la imagen devocional que diseñara Murillo. El Museo del Prado cuenta con cuatro versiones de este tema conocidas como La Inmaculada del Escorial; La Inmaculada Concepción, de medio cuerpo; La Inmaculada de Aranjuez y La Inmaculada de los Venerables o de Soult. El dogma de la Inmaculada fue solemnemente proclamado, el 8 de diciembre de 1854, por el papa Pío IX. Desde entonces, para el católico existe una verdad de fe irrefutable: la Santísima Virgen María estuvo libre del pecado original desde el preciso instante de su concepción. En España la devoción por la Inmaculada era muy anterior a la proclamación oficial del dogma, existía desde hacía más de un siglo y medio. El mundo de las artes plásticas no era ajeno a este fervor mariano y pintores de la talla de Juan de Juanes, Herrera el Viejo, Pacheco, Velázquez o Zurbarán la representaron atendiendo a distintas fórmulas estéticas. Sin embargo, fue Murillo el artista que mejor supo trasladar al lienzo la imagen de María liberada de la mácula del pecado original. Analizaremos la Inmaculada de los Venerables (1660-1665), también conocida como de Soult; este general, al mando de las tropas napoleónicas, la sustrajo del Hospital de los Venerables Sacerdotes.

El Museo del Louvre la adquirió en una subasta y finalmente, tras un intercambio entre museos, regreso a España para ser expuesta en el Prado a partir de 1941. En este óleo se representa a María como una joven extremadamente bella y pura, de larga cabellera ondulada, con las manos cruzadas en el pecho y elevando la mirada hacia las alturas celestiales. El blanco del vestido y el azul del manto son colores asociados a la virginidad. Un grupo de querubines sujeta la nube sobre la que se apoya la Virgen, elevándola hacia el cielo infinito. La media luna que aparece a los pies de la Inmaculada es una clara referencia al Apocalipsis. En el fondo de la escena surge una luz cálida y envolvente; la imagen de la Virgen resplandece como el oro. Esta composición aparece cuajada de angelitos que adoptan las más diversas posturas; los más cercanos al espectador fueron ejecutados con una pincelada nítida y precisa, por el contrario, los que divisamos en la lejanía presentan formas abocetadas e indefinidas. De esta manera, Murillo crea la ilusión óptica de la perspectiva. Desde el punto de vista artístico podemos hablar de un barroco pleno y efectista, con el movimiento como protagonista. Murillo transporta al fiel a la gloria celestial y despierta en éste un profundo sentimiento de piedad, no con escenas cargadas de dolor y sufrimiento sino recreándose en la belleza de nuestra Madre de los cielos.

El Museo del Prado cuenta con una ingente cantidad de lienzos de estilo barroco, muchos de ellos permanecen ocultos a la vista del espectador por falta de espacio. ¿Podría citar alguno de los más sobresalientes?

Efectivamente, el Museo del Prado, a pesar de las sucesivas ampliaciones del edificio de Villanueva, carece del espacio suficiente para presentar sus magníficas colecciones al completo. De vez en cuando, se rescata de los almacenes alguna obra de gran calidad para exponerla en sala. Este es el caso de La vocación de San Mateo, óleo firmado en 1661, y salido de los pinceles de Juan de Pareja. En una de mis visitas al museo, mientras caminaba por la planta noble, me di de bruces con esta obra maestra. Su formato apaisado, la originalidad con la que se trata este pasaje del Nuevo Testamento, como si fuera una escena costumbrista, me invitaban a una contemplación reposada del cuadro. Juan de Pareja es un ejemplo de superación personal. De origen morisco, fue vendido como esclavo a Velázquez; le ayudaba en su taller de pintura y pronto demostró sus excelentes cualidades artísticas. Finalmente, su maestro le otorgó la libertad, entablándose una relación de amistad entre ambos. En el Prado tan solo se conservan dos de sus obras. La que se titula El Bautismo de Cristo, se encuentra depositada en el Museo de Huesca. En la composición que nos ocupa, se nos narra la conversión de Leví. El protagonista de este pasaje evangélico era aborrecido y marginado por su propio pueblo; se dedicaba a recaudar impuestos para Roma, una actividad tan lucrativa como despreciable. Sin embargo, Cristo le ofrece la oportunidad de empezar una nueva vida, presentándose por sorpresa en la oficina recaudatoria. El Maestro consiguió transformar el corazón de aquel usurero; cambió su nombre por el de Mateo y pasó a formar parte del grupo de apóstoles de Cristo. Posteriormente, escribió uno de los tres evangelios sinópticos.

Como escenario de fondo, encontramos un salón decorado al gusto de las estancias palaciegas del siglo XVII. El artista desconocía como era la arquitectura de la Palestina del siglo I, época en la que vivió Cristo. Los anacronismos son una constante en esta composición. A mano derecha y al fondo, encontramos una puerta abierta, a través de la cual divisamos un cielo azul cubierto de nubes; se trata de un punto de fuga que ayuda a crear la sensación de profundidad. En un plano intermedio, aparece un elegante cortinón verde. De la pared del fondo cuelga un cuadro, en el que posiblemente se representa una escena del Antiguo Testamento. Debajo se encuentran las estanterías con los libros de cuentas. A mano izquierda, en la zona superior, hallamos una ventana abierta, protegida por una vidriera, por la que penetra la luz que ilumina la estancia. También podemos contemplar una resplandeciente vajilla de oro y espléndidas joyas, provenientes de la rapiña recaudadora. Una mención especial merece el rico tapiz multicolor con el que se cubre la mesa que sirve de centro a la composición. La escena se puede dividir en dos partes, perfectamente diferenciadas, separadas por una columna de mármol, en cuyo fuste se enrolla una rica tela de tono carmín. A mano derecha y de pie, aparece Cristo, vestido con túnica roja y manto azul, con larga cabellera, nimbo de luz y el rostro sereno. Se comunica con un lenguaje gestual, a través de sus manos. Tres de sus discípulos se sitúan detrás, temerosos de contaminarse con solo pisar la casa del recaudador; conversan entre ellos, escandalizados por la osadía que ha demostrado su Maestro. Los apóstoles visten túnica y se cubren con capa, siguiendo la tradición cristiana a la hora de representar a los santos. Encima de sus cabezas brilla una estrella, símbolo de su santidad. A la izquierda del espectador se distribuye un grupo de caballeros, elegantemente ataviados, según los dictámenes de la moda del siglo XVII. Tres de ellos, los de mayor rango social, permanecen sentados. Junto a Jesús encontramos a Leví Mateo, con ricas vestimentas, muy del gusto oriental. Aparece ataviado con un turbante del que cuelga una magnífica perla.

Se cubre con una estola de pieles y luce espléndidos collares. Mira ensimismado a su futuro Maestro, mientras se lleva la mano al pecho, como si quisiera mostrar arrepentimiento por su vida pasada. Sobre su cabeza brilla una estrella, símbolo de santidad. El escribano que se sienta a su lado, toma nota de lo que ocurre y mira perplejo al Salvador a través de sus lentes. En una posición oblicua aparece un militar que ha interrumpido su lectura ante la inesperada visita del Señor. Se sienta en un sillón frailero, muy utilizado en la época. Se cubre con un sombrero de ala ancha, adornado con una gran pluma; viste una suntuosa casaca y calza botas altas. Debajo de la ventana, de pie, encontramos a otros dos personajes. El de la izquierda, dirige su mirada al espectador y sujeta entre sus manos un papel en el que figura la autoría del cuadro y la fecha en que se realizó; se trata de un autorretrato del artista. En la zona central y al fondo, otros cinco personajes, elegantemente vestidos, se muestran sorprendidos ante la presencia del Galileo. Un joven negro, de cabello ensortijado, se esconde detrás de la columna y asoma su cabeza, observando a Cristo en la distancia.

Como colofón de esta escueta pero selecta relación de obras barrocas, me gustaría que citase alguno de los trabajos de Claudio Coello, pintor cuya actividad artística coincide con el reinado de Carlos II, último soberano de la Casa de Austria.

A Claudio Coello lo podemos considerar el broche de oro perfecto para cerrar esta lista de artistas barrocos españoles. Pertenece a la denominada escuela madrileña. El museo cuenta tan solo con once obras de su autoría, todas ellas de temática religiosa, de las que habitualmente se suelen exponer tres. Una de sus más fascinantes creaciones se titula El triunfo de San Agustín, fechada en 1664 y destinada al Convento de los Agustinos Recoletos en Alcalá de Henares. La pintó cuando contaba veintidós años de edad; su juventud no le impidió crear una auténtica obra maestra. En este cuadro de altar lleva las premisas del barroco hasta sus últimas consecuencias. Es evidente la influencia de Rubens, el embajador de la escuela flamenca por excelencia. El colorido de este lienzo es espléndido, riquísimo en matices y el dibujo preciso y seguro; Coello pinta el movimiento, creando figuras de gran dinamismo, que adoptan posturas inestables. El ángel que expulsa a los enemigos de la Iglesia con su espada de fuego es de una belleza singular; con sus alas extendidas y en penumbra, y su rizada cabellera dorada conecta con la estética flamenca. Los querubines que flotan en el espacio aportan una nota de ternura a la representación.

El autor recurre al recurso compositivo de la diagonal trágica para crear tensión en la escena y dotarla de dramatismo; en realidad describe tres diagonales paralelas formadas por el báculo, la figura del santo y el ángel que porta la espada de fuego. Tampoco descuida el fondo de sus composiciones, diseñando arquitecturas grandiosas, como si fueran majestuosos decorados teatrales. A San Agustín, se le representa como obispo de Hipona, tocado con mitra dorada y vistiendo una capa pluvial de color asalmonado. Los pliegues de sus blancas vestiduras se confunden con la nube vaporosa sobre la que descansa el santo, empujada por un querubín, en su gloriosa ascensión hacia los cielos. El obispo de Hipona señala con la mano extendida ese cielo, de un azul intenso, tan característico de la escuela madrileña. Sin embargo, negros nubarrones se dibujan en el horizonte. La figura de este Padre de la Iglesia, omnipresente en la escena, aparece derrotando a dos de los enemigos más peligrosos de la fe católica: el dragón infernal, empequeñecido y retorciéndose de dolor, y al paganismo, representado por el busto pétreo de un dios de la mitología clásica. Este cuadro de altar es un magnífico ejemplo de como el arte se pone al servicio del pensamiento católico. El fiel que lo contempla, ensimismado y conmovido ante tal despliegue de belleza, entra en contacto con el mundo trascendente, con la realidad sobrenatural.

4 comentarios

  
Forestier
El "Siglo de Oro" español de los S. XVI y XVII, tanto en filosofía, teología mística, literatura, derecho jurídico, pintura, escultura, etc. está al nivel del Siglo de Oro de Grecia y al de Alemania. Pero como somos algo masoquistas, nos cuesta reconocerlo, ya que lo "progrechachi" es destacar los trazos negros de nuestra historia.
16/01/21 11:15 AM
  
Millan
Sin dudas la pintura española del barroco junto a la Italiana está entre los puntos más altos del Arte de la historia, sino es que es la cima de la cultura de la humanidad no solo Cristiana. España con Velazquez Zurbaran y Murillo ademas con la arquitectura y la escultura son dignos de estar junto Italia entre los 2 paises que más contribuyeron al Arte.
Inglaterra siempre odio y envidio esta situación de España por eso el arte revolucionario de vanguardia borro de la historia toda esta etapa que logró sepultar un tiempo ; gracias a internet y a la conservacion podemos ver es el verdadero ARTE que nace de la Gracia de DIOS...
16/01/21 1:58 PM
  
Cristián Yáñez Durán
El Siglo de Oro Español es infinitamente superior al de cualquier otra nación, porque sus obras están elevadas por la gracia.
No tiene comparación en la historia de la humanidad.
Incluso Taine lo reconoció.
16/01/21 2:32 PM
  
Caballero Tradicionalista
Me ha gustado mucho esta selección de obras del barroco español, de las que atesora nuestro Museo del Prado. Sin embargo, hecho de menos algunos cuadros como "La Coronación de la Virgen" de Velázquez o "La Adoración de los pastores" de Murillo. Sé que el espacio es limitado pero tal vez en una nueva entrega se puedan comentar este tipo de obras. La lectura de este artículo ha sido muy enriquecedora.
17/01/21 1:03 AM

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