(InfoCatólica) Ayer domingo, la Plaza de San Pedro acogió la celebración del Jubileo de los Catequistas, un momento significativo en el marco del Año Jubilar, que reunió a miles de peregrinos venidos de distintos países. En la homilía pronunciada durante la Santa Misa, el papa León XIV centró su reflexión en el pasaje evangélico de san Lucas (16,19-31), que narra la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro, una historia que —según señaló— sigue interpelando la conciencia de los creyentes hoy.
«Las palabras de Jesús nos comunican cómo Dios contempla el mundo, en cada tiempo y en cada lugar», afirmó el Pontífice, indicando que la mirada divina no se detiene en la apariencia exterior, sino que penetra en lo más profundo del corazón humano. En ese sentido, destacó que el Evangelio muestra un contraste radical entre la indiferencia del rico y la dignidad silenciosa del pobre, que, aun siendo ignorado por los hombres, es recordado por Dios.
León XIV vinculó la escena evangélica con la realidad contemporánea, subrayando que «a las puertas de la opulencia se encuentra hoy la miseria de pueblos enteros, azotados por la guerra y la explotación». Frente a esta situación, insistió en que el mensaje del Evangelio es claro: la vida de todos puede cambiar, porque Cristo ha resucitado. «Este acontecimiento es la verdad que nos salva; por eso debe conocerse y anunciarse, pero no es suficiente: debe amarse», afirmó.
El Papa recordó que este mismo pasaje fue proclamado durante el Jubileo de los Catequistas celebrado en el Año de la Misericordia, en 2016. En aquella ocasión, el papa Francisco había exhortado a los catequistas a anunciar el núcleo esencial de la fe: «El Señor Jesús ha resucitado, el Señor Jesús te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y vivo, está a tu lado y te espera todos los días».
Aludiendo al diálogo entre el rico y Abraham que se recoge en el Evangelio, León XIV explicó que no basta con esperar señales extraordinarias para convertirse. «Uno resucitó de entre los muertos: Jesucristo», recordó. Por ello, subrayó que la escucha de la Palabra de Dios y la memoria de sus promesas deben ser el fundamento de toda catequesis. «El Evangelio no decepciona, sino que despierta la conciencia», dijo.
Dirigiéndose directamente a los catequistas, el Papa recordó que el término que designa su ministerio proviene del verbo griego katēchein, que significa “instruir de viva voz”. «Eso quiere decir que el catequista es una persona de palabra, una palabra que pronuncia con su propia vida», añadió. Así, destacó que los primeros catequistas son los propios padres, los primeros en hablar y en enseñar a hablar. Del mismo modo, el anuncio de la fe —indicó— debe brotar en primer lugar en la familia, en el marco cotidiano del hogar, alrededor de la mesa.
A lo largo de su homilía, el Pontífice insistió en la importancia del testimonio personal como medio de transmisión de la fe. «Todos hemos sido educados a creer mediante el testimonio de quien ha creído antes de nosotros», afirmó, subrayando que la Iglesia entera participa de esta misión. Citando la constitución dogmática Dei Verbum, señaló que el Pueblo de Dios crece en la comprensión de la fe no solo mediante el estudio o el magisterio, sino también gracias a la experiencia espiritual de los fieles.
León XIV subrayó el valor del Catecismo como «instrumento de viaje» para mantener la unidad de la fe y evitar el riesgo del individualismo o la fragmentación. En este sentido, invitó a todos los fieles a colaborar en la misión pastoral de la Iglesia, escuchando las preguntas de los demás, compartiendo sus pruebas y acompañando el deseo de justicia y verdad presente en el corazón humano.
El Papa citó también a san Agustín, quien, al ser preguntado por un diácono sobre cómo ser buen catequista, respondió: «Explica cuanto expliques de modo que la persona a la que te diriges, al escucharte crea, creyendo espere y esperando ame».
En el tramo final de su intervención, León XIV advirtió contra los peligros de la avaricia y la indiferencia, que deshumanizan y alejan del prójimo. Recordó que si el rico de la parábola hubiese tenido caridad hacia Lázaro, habría hecho el bien no solo al otro, sino también a sí mismo. «Cuando también nosotros estamos tentados por la avaricia y la indiferencia, los muchos Lázaros de hoy nos recuerdan la palabra de Jesús, convirtiéndose para nosotros en una catequesis aún más eficaz», concluyó.
La celebración concluyó con una oración por todos los catequistas del mundo y una llamada a vivir este Jubileo como un tiempo de conversión, de perdón, de compromiso con la justicia y de búsqueda sincera de la paz.
Homilía del Santo Padre León XIV
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras de Jesús nos comunican cómo Dios contempla el mundo, en cada tiempo y en cada lugar. En el Evangelio que hemos escuchado (Lc 16,19-31), sus ojos observan a un pobre y a un rico, el que muere de hambre y el que engulle frente a él; ven la vestimenta elegante de uno y las llagas del otro, lamidas por los perros (cf. Lc 16,19-21). Pero no sólo eso: el Señor mira el corazón de los hombres y, a través de sus ojos, nosotros reconocemos a un indigente y a un indiferente. Lázaro es olvidado por quien está frente a él, justo después de la puerta de su casa; sin embargo, Dios está cerca suyo y recuerda su nombre. El hombre que vive en la abundancia, en cambio, no tiene nombre, porque se pierde a sí mismo, olvidándose del prójimo. Está disperso en los pensamientos de su corazón, lleno de cosas y vacío de amor. Sus bienes no lo hacen bueno.
El relato que Cristo nos confía es, lamentablemente, muy actual. A las puertas de la opulencia se encuentra hoy la miseria de pueblos enteros, azotados por la guerra y la explotación. Nada parece que haya cambiado a lo largo de los siglos, cuántos Lázaros mueren frente a la avaricia que olvida la justicia, al beneficio que pisotea la caridad, a la riqueza ciega frente al dolor de los necesitados. Sin embargo, el Evangelio asegura que los sufrimientos de Lázaro tienen un final. Sus dolores terminan, así como terminan los banquetes del rico, y Dios hace justicia a ambos: «El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado» (v. 22). La Iglesia, sin cansarse, anuncia esta palabra del Señor, para que nuestros corazones se conviertan.
Queridos hermanos, por una singular coincidencia, este mismo pasaje evangélico fue proclamado precisamente durante el Jubileo de los Catequistas en el Año de la Misericordia. Dirigiéndose a los peregrinos venidos a Roma por esa circunstancia, el Papa Francisco destacó que Dios redime el mundo de todo mal, dando su vida por nuestra salvación. Su acción es el comienzo de nuestra misión, porque nos invita a darnos nosotros mismos por el bien de todos. Decía el Papa a los catequistas: «Este centro, alrededor del cual gira todo, este corazón que late y da vida a todo es el anuncio pascual, el primer anuncio: el Señor Jesús ha resucitado, el Señor Jesús te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y vivo, está a tu lado y te espera todos los días» (Homilía, 26 septiembre 2016). Estas palabras nos hacen reflexionar sobre el diálogo entre el hombre rico y Abraham, que hemos escuchado en el Evangelio. Se trata de una súplica que el rico expresa para salvar a sus hermanos y que se vuelve un desafío para nosotros.
Hablando con Abraham, en efecto, él exclama: «Si alguno de los muertos va a verlos, se convertirán» (Lc 16,30). Abraham responde de este modo: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán» (v. 31). Ahora bien, uno resucitó de entre los muertos: Jesucristo. Las palabras de la Escritura, pues, no quieren decepcionarnos o desanimarnos, sino despertar nuestra conciencia. Escuchar a Moisés y a los Profetas significa hacer memoria de los mandamientos y las promesas de Dios, cuya providencia no abandona nunca a nadie. El Evangelio nos anuncia que la vida de todos puede cambiar, porque Cristo ha resucitado de entre los muertos. Este acontecimiento es la verdad que nos salva; por eso debe conocerse y anunciarse, pero no es suficiente. Debe amarse, y es este amor el que nos lleva a comprender el Evangelio, porque nos transforma abriendo el corazón a la palabra de Dios y al rostro del prójimo.
En este sentido, ustedes catequistas son esos discípulos de Jesús que se convierten en sus testigos. El nombre del ministerio que llevan adelante proviene del verbo griego katēchein, que significa instruir de viva voz, hacer resonar. Eso quiere decir que el catequista es una persona de palabra, una palabra que pronuncia con su propia vida. Por eso los primeros catequistas son nuestros padres, aquellos que hablaron con nosotros primero y nos enseñaron a hablar. Así como aprendimos nuestra lengua materna, del mismo modo el anuncio de la fe no puede delegarse a otros, sino que se realiza allí donde vivimos, principalmente en nuestras casas, alrededor de la mesa. Cuando hay una voz, un gesto, un rostro que lleva a Cristo, la familia experimenta la belleza del Evangelio.
Todos hemos sido educados a creer mediante el testimonio de quien ha creído antes de nosotros. Desde niños y adolescentes, siendo jóvenes, después adultos y también ancianos, los catequistas nos acompañan en la fe compartiendo un camino constante, como han hecho ustedes en estos días, en la peregrinación jubilar. Esta dinámica involucra a toda la Iglesia; en efecto, mientras en Pueblo de Dios genera hombres y mujeres en la fe, «va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón y, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad» (Const. dogm. Dei Verbum, 8). En esa comunión, el Catecismo es el “instrumento de viaje” que nos protege del individualismo y las discordias, porque confirma la fe de toda la Iglesia católica. Cada fiel colabora en su obra pastoral escuchando las preguntas, compartiendo las pruebas, sirviendo al deseo de justicia y de verdad que reside en la conciencia humana.
De esa manera los catequistas enseñan, es decir, dejan un signo interior; cuando educamos en la fe no hacemos un adiestramiento, sino que ponemos en el corazón la palabra de vida, para que produzca frutos de vida buena. Al diácono Deogracias, que le preguntó cómo ser un buen catequista, san Agustín le respondió: «Explica cuanto expliques de modo que la persona a la que te diriges, al escucharte crea, creyendo espere y esperando ame» (De catechizandis rudibus, 4, 8).
Queridos hermanos y hermanas, hagamos nuestra esta invitación. Recordemos que nadie da lo que no tiene. Si el rico del Evangelio hubiera tenido caridad con Lázaro, habría hecho el bien, no sólo al pobre, sino también a sí mismo. Si ese hombre sin nombre hubiera tenido fe, Dios lo habría salvado de todo tormento; fue el apego a las riquezas mundanas lo que le quitó la esperanza del bien verdadero y eterno. Cuando también nosotros estamos tentados por la avaricia y la indiferencia, los muchos Lázaros de hoy nos recuerdan la palabra de Jesús, convirtiéndose para nosotros en una catequesis aún más eficaz en este Jubileo, que es para todos un tiempo de conversión y de perdón, de compromiso por la justicia y de búsqueda sincera de la paz.







