3.04.08

Un pequeño libro sobre la Virgen: "Novena a la Virgen María"

Si quisiésemos escribir una novena para cada advocación de la Virgen no nos llegarían los días de una vida entera, por larga que ésta fuese. La devoción a Nuestra Señora está tan difundida que abarca las diversas épocas de año y se extiende por toda la geografía: “A su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y contratiempos, en su soledad y en su convivencia”, escribe Benedicto XVI al final de su encíclica Deus caritas est.

Por ello, en esta Novena a la Virgen María, que acaba de ser publicada (editorial CCS, colección Mesa y Palabra, nº17, Madrid 2008, 74 páginas), hemos seleccionado sólo algunos motivos, algunas razones que brotan de la fe, de entre las muchas que los cristianos tenemos para honrar a la Madre de Dios. María, escogida desde toda la eternidad para ser la Madre del Señor, es la llena de gracia, la siempre virgen, cuya fe obediente se convierte en primicia y modelo de la fe de la Iglesia. La única mediación de Jesucristo incluye, subordinada pero realmente, la mediación de su Madre, de la Mujer que ya en Caná intercede por nosotros ante su Hijo. Al saludarla como Bienaventurada no hacemos otra cosa que reconocer la grandeza de Dios, cuyo poder realiza obras grandes en sus criaturas.

En la letanía al Inmaculado Corazón de María se invoca a la Santísima Virgen como “alivio de los que sufren”. El alivio es lo que aligera, lo que hace menos pesado, lo que mitiga la fatiga o la aflicción. Si pensamos en Jesucristo, sobre todo en su Pasión, descubriremos a María como el único alivio que, desde la tierra, consuela a nuestro Redentor. La Virgen está junto a la Cruz de su Hijo (cf Juan 19, 25), firme en la fe, en la esperanza y en el amor.

No falta en el mundo, ni en nuestra propia existencia, el sufrimiento. El mensaje cristiano es un mensaje de alegría y de esperanza, porque confiesa la victoria de Cristo sobre el mal, el dolor y la muerte. Pero es también un mensaje de alivio, de consuelo, de compasión. Abrirse al sufrimiento de los otros e intentar, en lo posible, aligerar su carga nos hace crecer en humanidad y nos asimila al Hombre perfecto, Jesucristo, nuestro Señor.

Hace ya algunos años, tuve ocasión de meditar sobre este aspecto participando en la fiesta de la Virgen del Alivio que, en septiembre, cuando ya ceden los rigores del verano, celebran en la parroquia de Santa María de Tomiño, en la diócesis de Tui-Vigo. Me parece un advocación muy hermosa. ¡Qué Nuestra Señora nos ayude a testimoniar el “consuelo de Dios”!

En esta pequeña obra he considerado los siguientes capítulos:

Día primero. Escogida desde toda la eternidad
Día segundo. La llena de gracia
Día tercero. ¡Dichosa tú, que has creído!
Día cuarto. La Madre de mi Señor
Día quinto. La siempre Virgen
Día sexto. Modelo y Madre de la Iglesia
Día séptimo. Mediadora nuestra
Día octavo. Me llamarán bienaventurada
Día noveno. Corazón de María, alivio de los que sufren

Son como breves catequesis o meditaciones, precedidas siempre de un texto bíblico y seguidas de preces y de oraciones.

Guillermo Juan Morado

2.04.08

Un signo y un testimonio de Cristo Resucitado

Bella homilía la pronunciada por Benedicto XVI en la Misa del tercer aniversario de la muerte de Juan Pablo II. El Papa actual destaca con fuerza la “excepcional sensibilidad espiritual y mística” de su predecesor. Es una observación ajustada, que todos hemos podido constatar: Juan Pablo II era un hombre de Dios, un hombre verdaderamente espiritual. Bastaba verlo rezar o celebrar la Santa Misa, adentrándose - diríamos que palpablemente - en el misterio de la muerte y la resurrección del Señor.

Quizá sea ésta una de las claves que explican la atracción que Juan Pablo II ejercía sobre las personas. Los hombres santos nos hacen más cercano el misterio de Dios. Un misterio que nos desborda de tal manera, que sólo podemos percibirlo indirectamente, reflejado en la existencia de aquellos que se han dejado invadir por él. Es también, esta vivencia profundamente espiritual, el gran reto para los cristianos en este momento. Para sostener la vida cristiana no es suficiente con la doctrina, o con una superficial práctica religiosa; es preciso tener experiencia de Dios, saber de Él, gustar de algún modo de su presencia.

La Pascua de Cristo, su muerte y resurrección, eran para Juan Pablo II no sólo el eje central de su anuncio, sino también, como ha de serlo para todos los cristianos, una realidad que iba tomando forma, místicamente, en su propio ser. De ahí la valentía, el coraje y el optimismo del Papa. Su “no tengáis miedo”, tantas veces repetido, se fundaba, como hace notar Benedicto XVI, no en las fuerzas humanas, ni en los éxitos, sino solamente en la Palabra de Dios, en la Cruz y en la Resurrección de Cristo: “Como le sucede a Jesús, también para Juan Pablo II al fin las palabras han dejado el puesto al extremo sacrificio, al don de sí mismo. Y la muerte ha sido el sello de una existencia enteramente donada a Cristo”.

La experiencia de Dios, la experiencia de la Pascua, es la experiencia de la misericordia de Dios. ¿Qué puede contrarrestar la marea del mal? Sólo el amor de Dios, sólo su Divina Misericordia: “No hay otra fuente de esperanza para el hombre más que la misericordia de Dios”, afirmaba Juan Pablo II.

Benedicto XVI concluye su homilía pidiendo al difunto Papa que “continúe a interceder desde el cielo por cada uno de nosotros”. Creo que somos muchos los que nos unimos a esa petición.

Guillermo Juan Morado.

1.04.08

Ciencia y religión

Si un hábito de la mente determina nuestro modo de pensar y de vivir en la sociedad actual es la ciencia. El rigor, la precisión, la capacidad de predecir resultados conforman un ámbito del saber, el científico, de cuyas aplicaciones prácticas nos beneficiamos diariamente.

Ciencia y religión son vistas en ocasiones como parcelas rivales o en competencia. Si la ciencia explica mucho – se cree a veces - a la religión le quedaría, en consecuencia, poco que explicar. Ya Comte, adalid del positivismo, preveía la sustitución de la religión por la metafísica y, ulteriormente, de la metafísica por la ciencia.

Pero el conflicto, o la incompatibilidad entre ciencia y religión, es más aparente que real. La ciencia, en sí misma, no excluye la religión. Puede quizá caer en la tentación de excluirla si de la ciencia se deriva hacia una ideología cientificista, según la cual el único conocimiento válido sería el conocimiento científico y la única realidad sería aquella parcela de lo real que puede circunscribirse en el perímetro de la investigación científica.

Sobre este binomio, “ciencia-religión”, deseo recomendar un libro, cuya lectura me ha parecido de enorme interés. Se trata de una obra de Mariano Artigas, titulada “Ciencia y religión. Conceptos fundamentales” (EUNSA, Pamplona, 2007, 422 páginas).

El autor, ya fallecido, es un pensador solvente, doctor en Ciencias Físicas y en Filosofía. Un libro suyo anterior, “La mente del universo”, ya me había parecido enormemente sugestivo. Artigas compagina, como los buenos maestros, la seriedad con la claridad.

El libro que presentamos aborda veinticinco temas en los que están implicadas la ciencia y la religión. Temas de tipo epistemológico, que clarifican las características y el alcance de ambos saberes: “Ciencia y conocimiento ordinario”, “ciencia y filosofía”, “ciencia y religión”, “cientificismo”, “lenguaje científico”, etc. Temas de tipo histórico, como un brillante capítulo dedicado a “Galileo y la Iglesia”. O bien cuestiones de enfoque más sistemático como las dedicadas al “alma”, al “creacionismo”, a “Dios” o a la relación entre “evolucionismo y fe cristiana”.

Este libro tiene, además, la ventaja de que no hay que leerlo de un tirón. Cada uno de los capítulos conserva su autonomía. Si no lo han leído, háganlo. Les gustará.

Guillermo Juan Morado.

Celebrando el tercer aniversario del Papa Juan Pablo II

La Parroquia de San Pablo, de Vigo, celebra el tercer aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II

El próximo jueves, día 3, a las 19.30 h., la Parroquia de San Pablo, de Vigo, celebrará el tercer aniversario del fallecimiento del Papa Juan Pablo II.

Juan Pablo II falleció en la tarde del 2 de abril de 2005. Recientemente, evocando su figura, el Papa Benedicto XVI se refirió a Juan Pablo II como “apóstol de la Divina Misericordia”. «Fuera de la misericordia de Dios no hay otra fuente de esperanza para los seres humanos» decía Juan Pablo II. Una afirmación que resume el núcleo central de su largo y multiforme pontificado.

Parroquia de San Pablo

C. San Roque, 124 interior

36205 VIGO

28.03.08

Los santos son el fruto de la Pascua.

Homilía en el primer día del Triduo de San Telmo (Catedral de Tui, 28.III.2008)

Decía el Cardenal Newman que, en un sermón, únicamente se había de transmitir una sola idea y que, por necesidad, los sermones debían ser incompletos. Si esta norma vale para un sermón, resulta aún más conveniente para homilía.

¿Cuál es la idea que quisiera transmitir? Una muy simple, que nos viene sugerida por el día que celebramos – la Octava de Pascua – y por la proximidad de la solemnidad de San Telmo: La idea de que los santos son el fruto de la Pascua de Cristo.

El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa con claridad al tratar, en el número 1173, sobre el santoral en el año litúrgico. Recogiendo la enseñanza de la constitución “Sacrosanctum Concilium”, afirma: “Cuando la Iglesia, en el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás santos ‘proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él”.

Es verdad que los santos son modelos e intercesores, pero lo son porque en ellos se ha cumplido el misterio pascual; misterio de muerte y de vida, de cruz y de gloria, misterio de tránsito, de “paso” de este mundo al Padre.

La Pascua es la máxima solemnidad. La Pascua del Señor es el eje y la guía de toda la historia humana: “el Oriente de los orientes – explicaba San Hipólito – invade el universo, y el que existía ‘antes del lucero de la mañana’ y antes de todos los astros, inmortal e inmenso, el gran Cristo brilla sobre todos los seres más que el Sol”.

¡El eje y la guía! Nuestra existencia no es una existencia “desorientada”, sumergida en la oscuridad de la noche, sin que se pueda apreciar el camino y la meta. Existe el Camino y existe la Luz que nos guía.

Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla”, anota el Evangelio de San Juan que se lee en este viernes de la Octava de Pascua. La proximidad del Señor hace amanecer. El Viviente es Jesucristo Nazareno, crucificado por los hombres, pero resucitado por Dios de entre los muertos. Él es la piedra desechada por los arquitectos que se ha convertido en piedra angular. Por eso la Iglesia no se cansa de cantar la grandeza de este “hoy”; del “hoy” de la Pascua: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

Por la Resurrección, acontecimiento a la vez histórico y trascendente, la humanidad de Cristo – su cuerpo y su alma – ha entrado de manera perfecta en la Trinidad de Dios. Su humanidad muerta – que reposaba en el sepulcro de la solidaridad con los muertos - , fue vivificada por la acción del Espíritu Santo para pasar al estado glorioso del Señor.

Aquel que venía del Padre y que, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre asumiendo una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación; Aquel que “siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre” retorna al Padre, portando consigo su naturaleza humana; haciendo que, por primera vez, la humanidad – su santísima humanidad – entre en la gloria, en la majestad, en la santidad, en la Vida de Dios.
Pero la contemplación de la Pascua – de esta novedad inaudita, de esta mutación sin precedentes en la historia de la vida, como ha dicho Benedicto XVI – quedaría incompleta si olvidásemos que Cristo no vivió, ni murió ni resucitó “para sí mismo”, sino “para nosotros”: “propter nos et propter nostram salutem”, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, profesamos en el “Credo”.

Todo lo que Cristo vivió hace que podamos “vivirlo en Él” y que Él lo “viva en nosotros”: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (“Gaudium et spes”, 22). No es posible, por consiguiente, ser hombre y quedar al margen de la Pascua de Cristo, sin dejarse iluminar por Él.

Los santos son la prueba más elocuente de este “propter nos”, de este “pro me”. Son las “luces cercanas”, de las que habla Benedicto XVI en su admirable encíclica sobre la esperanza, que reflejan la gran Luz, el Sol sin ocaso que es Cristo el Señor.

Con su correspondencia a la gracia, los santos han posibilitado el despliegue pleno de esa unión de Cristo con cada hombre que tuvo su inicio en la Encarnación y que encuentra su perfección en la Resurrección.

La realización del hombre, el acabamiento o el logro de su destino, es imposible sin Dios y, más aun, contra Dios. Estamos llamados - ése es nuestro fin – a vivir en Cristo; dejándonos justificar por Él; dejando que Él venza, también en nosotros, el pecado y la muerte; dejando que Él nos haga hermanos suyos, convirtiéndonos, por la acción de su Espíritu, en hijos adoptivos del Padre.

Los santos son los más sabios. Han percibido, en la fe, que Dios no es un añadido superfluo para el hombre y que el hombre no llegará plenamente a ser lo que es – lo que está llamado a ser – más que abriéndose y adentrándose en el misterio de Dios.

Los santos son el fruto de la Pascua de Cristo. San Telmo, que dejó este mundo poco después del Domingo de Resurrección, nos ha mostrado de un modo próximo, cercano, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna (cf “Dei Verbum”, 4). Amén.