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9.07.19

Intercesión

Interceder es pedir en favor de otro, como hace el centurión que se acerca a Jesús y le presenta la situación de enfermedad en la que se encuentra un siervo suyo (cf Mt 8,5-8). Lo que mueve a la intercesión es la misericordia, la compasión, el amor que se apiada del sufrimiento del otro y hace lo posible por socorrerlo.

Realmente, el intercesor ante el Padre en favor de todos los hombres, en favor de los pecadores, es Jesucristo. Basado en esa certeza, san Pablo se pregunta con esperanza: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?” (Rom 8,33-34).

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es el mediador entre Dios y los hombres. Su intercesión no ha quedado limitada a los años de su vida terrena. Resucitado de entre los muertos y elevado al cielo por su Ascensión, sigue pidiendo por nosotros, como nos recuerda san Juan: “Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2,1-2). También el Espíritu Santo “intercede por nosotros” y “acude en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8,26).

La Iglesia, animada por el Espíritu Santo, une su intercesión a la de Cristo, que es su Cabeza y, por medio de Él, presenta al Padre las necesidades de todos los hombres, especialmente en la celebración de la Santa Misa: “Acuérdate, Señor, de tu Iglesia”; “acuérdate también de nuestros hermanos” que han recibido el bautismo, la confirmación, la primera comunión o el matrimonio. Acuérdate de los difuntos, “de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto en tu misericordia”.

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