InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: 2016

4.05.16

La misericordia pone un límite al mal, pero no lo disimula

Disimular el mal no es misericordia, es falsedad. “Disimular” es tolerar o disculpar algo, afectando ignorarlo o no dándole importancia. Es algo así como lo que expresa el refrán: “ojos que no ven (que no quieren ver), corazón que no siente”. Si lo que no se quiere ver es una injusticia manifiesta, una afrenta contra la dignidad del hombre y un grave pecado contra Dios, disimularlo es hacerle el juego al Diablo, el maestro por antonomasia en todo tipo de engaños y fingimientos.

En medio del mal, bajo el peso del mal, Dios no nos va a abandonar nunca. No solo el mal se autodestruye, sino que, también, Dios mismo le pone freno. Ese freno, ese límite, es la misericordia. El exceso de bondad y de amor que limita el poder del mal viene de Dios: es su misericordia. Esta “ley”, por decirlo así, está inscrita en la misma lógica del ser y, esta misma ley, caracteriza la Redención y el Evangelio. No es una fuerza abstracta, sino muy concreta. Tiene rostro y manos y voz: Esta fuerza es Jesucristo, que “desequilibra”, así lo expresaba Benedicto XVI, el mundo hacia el bien.

En un pasaje del Evangelio, el Señor se encuentra con una mujer adúltera (cf Jn 8,1-11). El Señor no disimula nada, sino que enfrenta a cada uno con la verdad de su propia existencia. Y es a ese juicio de la verdad, a ese espejo de lo que somos, a lo que no se pueden resistir quienes, con razón, pero sin piedad, acusaban a la mujer: Se fueron todos, “comenzando por los más viejos”.

Verdad y piedad. Amor y perdón. Justicia y misericordia se unen en Jesucristo: “Vete y en adelante no peques más”. El Señor condena el pecado, no al pecador. Él es realmente el que puede condenar – Él está libre de pecado – y, de hecho, condena, pero no al pecador – a quien le da la ocasión de cambiar de vida - , pero sí el pecado. No cubre el pecado con el manto de la mentira, sino que lo expone en la realidad de lo que es: un mal.

Quizá hoy podemos sentirnos tentados de banalizar la misericordia, de considerarla insustancial, porque algunas palabras – centrales en la fe – como “pecado”, “culpa” y “redención” ya no nos dicen nada o casi nada. Quizá tengamos que profundizar en la realidad de nosotros mismos y en la realidad del plan salvador de Dios para que estas palabras – y lo que ellas significan – emerjan desde el olvido interesado de una vida que prefiere la frivolidad a la verdad, el disimulo a la misericordia.

En la misericordia se expresa la santidad de Dios, su divinidad, “el poder de la verdad y del amor”, decía San Juan Pablo II. La misericordia es una síntesis de verdad y de amor. Jamás la misericordia pondrá entre paréntesis la ley moral. Jamás la misericordia cambiará la naturaleza del pecado. Pero si hay, por parte del hombre, en esa “fides qua” por la que acepta ser salvado, un reconocimiento del mal, unido al arrepentimiento y al propósito de la enmienda, Dios quemará el pecado en el fuego de su amor. Nada es más fuerte que el amor de Dios, pero el amor de Dios no nos fuerza, sino que solicita nuestra aceptación.

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30.04.16

La belleza de la fe

Lo bello es lo que, por la perfección de sus formas, complace a la vista y al oído y, también, al espíritu. Lo bello es lo bueno y lo excelente. La vida está dotada de momentos de indudable belleza; de atisbos de lo divino, de lo que vale de verdad, de lo que, más allá del tiempo, querríamos prolongar para siempre.

Hay un texto de la “Ética a Nicómaco”, de Aristóteles, que no deja de sorprenderme: “el mal se destruye incluso a sí mismo, y cuando es completo resulta insoportable”. Debo profundizar en el sentido de estas palabras, pero, en una primera aproximación, las entiendo como si se reconociese que es insoportable, literalmente, cohabitar con el mal, solo con el mal, sin una mínima chispa de bien.

Si el mal destruye, y no hace otra cosa, al final tendrá que destruirse también a sí mismo. Y ese apogeo de la destrucción conduce a la nada, a la aniquilación, que es incompatible con la vida. Donde hay vida no puede haber solo mal. Tiene que subsistir, al menos, un átomo de bien y de belleza.

Esta intuición de Aristóteles, si yo la entiendo correctamente, la veo confirmada por una frase de Benedicto XVI: “Es la misericordia la que pone un límite a mal”. O sea, la misericordia es la fuerza que impide que el mal lo destruya todo, incluso a sí mismo. Y que no permite que el mal sea completo.

En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI ejemplifica este límite del mal en la muerte del Señor en la Cruz. En esa muerte se cumplen las palabras del Salmo 34: “Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará”. Cuando el mal parece que es absoluto, no lo es. Se destruye a sí mismo y, a pesar de todo, no ha sido capaz de quebrar ni un solo hueso de Jesús. Ahí estaba el poder limitador de la misericordia.

Es muy significativo que se puedan encontrar tantos acuerdos entre un pagano – Aristóteles – y un Papa – Benedicto XVI - . Pero no debe causar extrañeza este acuerdo. La sinfonía de Dios es armónica. Dios nos habla en su creación y nos da la capacidad de interpretarla rectamente, gracias a la razón. Nos habla en su revelación, y nos permite descifrar las claves de su mensaje mediante la fe. Y, en cualquier caso, Dios pone límite al mal. Hasta tal punto que limita incluso el poder de la muerte – la aniquilación sería el triunfo del mal, de la destrucción - , convirtiéndola en vida.

La belleza de la fe radica, a mi modo de ver, en esta coherencia entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser; en la afinidad entre naturaleza y gracia; entre razón y fe. Rahner hablaría de lo trascendental y de lo categorial. Pero eso es, ya, el lenguaje de la teología, más alambicado que el lenguaje más simple de la fe.

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El mes de Mayo

Hace ya unos años – el tiempo pasa muy deprisa – escribí una serie de posts, titulada “Mayo virtual”, con el deseo de ayudar a los lectores de “La Puerta de Damasco” a acercarse a la Virgen María y a vivir con devoción el mes de Mayo. Sé que esa serie de artículos ha ayudado a alguna persona a profundizar en la importancia de María para nuestra vida cristiana.

Esos textos se convirtieron en un libro, “Treinta y un días de mayo”, que va por la segunda edición en español, y que fue traducido al portugués con el título de “31 dias com Maria”.

En ese libro, como oración para todos los días, aparece la siguiente plegaria:

“Oh Dios, Padre bueno,

que en María, primicia de la redención,

nos has dado una Madre de inmensa ternura;

abre nuestros corazones a la alegría del Espíritu

y haz que, a imitación de la Virgen,

sepamos alabarte por las maravillas realizadas

en Cristo, tu Hijo”.

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27.04.16

Las exequias y los mariachis

Hoy ha sido noticia – se ve que, según convenga, cualquier cosa puede ser noticia – que un sacerdote, en la celebración de las exequias cristianas de un difunto, mostró su desacuerdo con que, en el cementerio parroquial – subrayo, parroquial - se entonase, casi como “último adiós” al finado, un célebre “mariachi”, una canción que dice, entre otras cosas: “Con dinero y sin dinero/ hago siempre lo que quiero/ y mi palabra es la ley/ no tengo trono ni reina/ ni nadie que me comprenda/  pero sigo siendo el rey”.

Las exequias cristianas son una celebración litúrgica de la Iglesia. El Ritual de Exequias contempla tres lugares importantes en esa celebración: la casa, la iglesia y el cementerio. Pero una coherencia esencial vincula lo que se dice, lo que se reza y lo que se canta en estos tres lugares: “Los diferentes ritos de las exequias expresan el carácter pascual de la muerte cristiana”, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica.

La muerte cristiana no es la proclamación de la realeza de nadie en concreto, sino solo de la realeza de Cristo, que por su Pascua, por su paso, a través de la muerte en la Cruz, de este mundo al Padre, nos ha abierto la posibilidad de la vida eterna.

No todo lo que es bueno, o aceptable, es apto para una celebración sagrada – dedicada a Dios y a la relación del hombre con Dios - . No es malo compartir con los amigos unas raciones de jamón serrano con un buen vino. Pero esa actividad, que no es mala en sí misma, sería como mínimo inapropiada – por no decir sacrílega, que lo sería – si la mesa del festín fuese el altar.

La liturgia exequial – en la casa, en la iglesia y en el cementerio parroquial – nos sitúa ante Dios, ante la intercesión ante Dios por el destino final del que se ha muerto. Banalizar esto; hacer intrascendente el momento más decisivo de la propia vida es, creo, una mala opción.

Ante la muerte de alguien - de un ser querido, con mayor motivo - lo de menos son los mariachis. Lo de más es la oración y la intercesión - que es una forma de oración -.

Si alguien se enfada porque en una liturgia exequial no quepan los mariachis es que algo, y muy grave, falla. Falla el sentido de lo sacro. Falla la labor evangelizadora de la Iglesia. Falla el hacer pensar que es aceptable pasar, automáticamente, de lo sentimental a lo serio, de lo subjetivo a lo objetivo, del capricho a la voluntad de Dios, que está por encima de nuestros caprichos.

Ningún creyente puede decir que “su palabra es la ley”. Muchas cosas nos preceden: La ley de Dios, las normas morales, el Evangelio… No somos la medida de todas las cosas; más bien, hemos de dejarnos medir por aquello que nos supera y nos trasciende.

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25.04.16

Menos parroquias: «Ponte en vela, reanima lo que te queda y está a punto de morir» (Ap 3, 2)

San Juan Pablo II pone ese texto del Apocalipsis (3,2) en el inicio de un capítulo – el segundo – de la exhortación apostólica “Ecclesia in Europa”. Nuestras comunidades, en Europa, están, quizá, afectadas “por síntomas preocupantes de mundanización, pérdida de la fe primigenia y connivencia con la lógica del mundo”. Jesucristo llama a las iglesias (a las diócesis) a la conversión.

Lo importante, lo decisivo, es que las iglesias locales sean Iglesia. Que la Iglesia sea Iglesia. Sabiendo que el Señor está en medio de nosotros. Cuidando la vida litúrgica y la vida interior. Viviendo la comunión eclesial. Valorando la diversidad de carismas y de vocaciones: “gracias al crecimiento de la colaboración entre los numerosos sectores eclesiales bajo la guía afable de los pastores, la Iglesia entera podrá presentar a todos una imagen más hermosa y creíble, transparencia más límpida del rostro del Señor, y contribuir así a dar nueva esperanza y consuelo, tanto a los que la buscan como a los que, aunque no la busquen, la necesitan” (Ecclesia in Europa, 29).

Nos toca, a los cristianos de Europa, deliberar; es decir, optar por los medios más convenientes, aquí y ahora, para conseguir los grandes fines de la Iglesia, que, en suma, equivalen a un solo gran fin: la salvación de las almas.

Todo es relativo a Cristo. Todo es relativo a la relación de cada persona con Jesucristo. Eso, esa relatividad a nuestro Señor, es lo único indispensable. Lo demás, vale en la medida en nos acerque o nos aleje de nuestro fin: la salvación.

El número de diócesis o de parroquias puede variar, y ha variado, a lo largo de la historia. Lo esencial es no perder la propia identidad y el impulso misionero. La Iglesia de Jesucristo no era menos Iglesia en el siglo I que en las grandes épocas de Cristiandad.

He leído que una diócesis británica, la de Wrexham, en Gales, ha decidido cerrar 22 de las 62 iglesias actualmente abiertas. Me parece que puede ser una medida realista y sabia: Si hay pocos feligreses y pocos pastores, lo más racional es que no se dispersen, sino que se agrupen.

Sean más o menos las iglesias, o las parroquias, de lo que no están dispensadas es de ser reflejo fiel de la Iglesia de Cristo y, en consecuencia, centros de irradiación misionera. Todo es relativo a Cristo. Entre ese “todo”, está el número de parroquias.

Lo que pasa, hoy, en Gales pasará mañana, en un mañana muy cercano, en España. La gracia supone la naturaleza, y la fe supone la razón.

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