La Semana Santa y los poetas. A propósito del libro de Yolanda Obregón

Decía John Henry Newman que el cristianismo es “una historia sobrenatural casi escenificada: nos dice lo que es su autor diciéndonos qué es lo que ha hecho”. Esta historia, por divina, resulta profundamente humana. Su espacio y su relato conciernen al mundo, al ámbito de nuestras más profundas vivencias.

Se dice que, en la posmodernidad, hemos dejado la morada reconocible de la que nos sentíamos tranquilos habitantes y olvidado las palabras de familia. La visión instrumental de las cosas nos envolvió en un laberinto en el que el yo, sumido en el naufragio, se vio huérfano de puntos de referencia, como un superviviente en medio del océano o un caminante desorientado en el desierto.

La Semana Santa saca a las calles un espacio y un tiempo, evoca un relato, sitúa en primer plano la carne de Cristo, nuestra pura humanidad, aquella que se resiste, pese a todo, a la total asimilación con las bestias o a la total claudicación ante la superioridad insensible de las máquinas.

Esta aceptación de lo que somos no es altiva, sino humilde. Como humilde es la proximidad de Cristo, el Nazareno. Lope de Vega, al recrear el momento en el que Jesús es crucificado, se dirige a María: “Mirad, Reina de los cielos,/ si el mismo Señor es este,/ cuyas carnes parecían/ de azucenas y claveles”. Y añade: “pero bien cabrá en la cruz/ el que cupo en el pesebre”. La cruz y el pesebre, el nacimiento y la muerte, vinculados por la memoria del amor que no cede al chantaje del olvido.

El drama de la Semana Santa – cifra de la pulsión de la vida, de los amores concretos, de los rostros queridos, de los dolores que duelen también a uno mismo – es denuncia y esperanza, es noche y día. La tierra de los hombres, la nuestra, se ve retratada en su dureza: “Triste de la tierra dura./ Triste del amargo pueblo./ Tierra triste, tierra amarga,/ oh mundo lleno de muertos” (Carlos Bousoño).

Sin tomar el pulso a esta amargura, la alegría - en su superficialidad - sería casi una ofensa. No se puede tomar en serio a quien se ríe del dolor del otro o al que, sin miramiento, perpetra la injusticia. Sor Juana Inés de la Cruz amonesta a los jueces del mundo para que no sigan el ejemplo de Pilato, que dictando la sentencia injusta para Jesús, dictó en realidad la propia: “Jueces del mundo, detened la mano,/ áun no firméis, mirad si son violencias/ las que os pueden mover de odio inhumano”.

Hace falta un amor muy grande, un amor divino, para llamarle hermana a la muerte y “vientre del Día” (Pedro Casaldáliga). El drama de la Semana Santa es también un pregón de Pascua, un canto de esperanza, una apuesta por lo mejor de nosotros mismos, por aquel reflejo suyo que Dios plantó en nuestros corazones. Y, como el poeta, podremos celebrar la noche del mundo: “Oh noche de milagros y de gloria,/ en que alzó Dios su diestra poderosa/ para dar a su Hijo la victoria” (Bruno Moreno).

Decía un filósofo de nuestro tiempo que las “grandes inteligencias no son, en el fondo, sino sensibilidades muy vivas”. Los poetas aparecen, desde esta perspectiva, como los más inteligentes; como aquellos dotados de la “inteligencia sentiente” que se deja conmover por la carne de Jesús, el Hombre.

Es de agradecer, por ello, el recientísimo libro que, a las vísperas de la Semana Santa, ha publicado Yolanda Obregón, “400 poemas para explicar la fe” (Ed. Vita Brevis, 2019). La belleza de la palabra poética es un signo de esperanza que nos reconcilia con el mejor humanismo y que proyecta luz en el laberinto a fin de que no se convierta en un desierto, sino en jardín y morada.

 

Guillermo Juan Morado.

Profesor del Instituto Teológico de Vigo.

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