Lecturas: “Conversaciones con Paco Pepe”

La editorial Homo Legens acaba de publicar el libro de Gabriel Ariza, “Conversaciones con Paco Pepe. Entrevista a Francisco José Fernández de la Cigoña”, Madrid 2018, 275 páginas.

Creo que es un libro que conviene leer. Y no solo porque Paco Pepe sea un comentarista de asuntos eclesiales muy seguido en Internet, sino porque se trata de una persona - y de un personaje  - que merece la pena conocer. También por lo que comenta en su contribución Estanislao Cantero, “Paco Pepe historiador”: “Su afamado blog sobre la Iglesia actual no debe eclipsar ni hacer olvidar sus estudios históricos”, especialmente referidos al siglo XIX.

Si una palabra se repite en este libro es la palabra “amistad”. D. Francisco José Fernández de la Cigoña es hombre de muchos y buenos amigos. Y lo es porque resulta muy fácil llegar a ser amigo suyo. Basta una muestra de afecto, de cercanía, para que Paco Pepe se rinda y pase a ser amigo para siempre.

No voy a negar que de la Cigoña es, en ocasiones, un deslenguado. A veces, un poco de más. Pero quien se sienta afrentado por él lo tiene fácil para desactivar ese presunto ataque. Basta con que le ofrezca amistad. Es un cebo en el que una buena persona, en el fondo “una hermanita de la Caridad” como Pacopepe, siempre va a caer. Lean, si no me creen, lo que se cuenta en el libro sobre el mal comienzo y el buen final del encuentro y desencuentro con el cardenal Amigo.

El cardenal Amigo que, de ser menos amigo y menos buen fraile, hubiese tratado de excomulgar a Paco Pepe, le contestó, sin embargo, con una carta amable y llena de franciscana humildad. Y esa respuesta ha desarmado para siempre a de la Cigoña en sus ataques.

A mí, sin llegar a tanto, me pasó algo similar. Me enfrenté con él, por entender – yo – que se metía sin razón con quien era mi Obispo. Luego comprobé que no era así. Y, desde entonces, tan amigos.

Hoy evoco un texto que escribí, hace ya mucho tiempo (2007), a propósito de la primera vez que físicamente vi a Francisco José, en su pazo veraniego. Lo reproduzco con nostalgia y con agradecimiento:

“A veces los acontecimientos se encadenan o, al menos, se suceden. No se trata, ahora, de emprender una discusión con Hume sobre la vigencia del principio de causalidad. Me da lo mismo, a estos efectos, que las cosas simplemente vengan unas detrás de las otras o que un nexo las vincule entre sí.

Ayer estuve cerca de los “pazos de Ulloa”; una comarca real, aunque revestida del halo imaginario que tiene toda producción literaria; también la de la condesa de Pardo Bazán. En su admirable novela, doña Emilia traza un retrato del mundo rural gallego y de su decadencia. En ‘Los pazos de Ulloa’, un sacerdote, don Julián Álvarez, pregunta, medio perdido, a un grupo de tres hombres – uno alto y bien barbado, otro de edad madura y condición baja, y a un tercero que ‘trascendía a clérigo, revelándose el sello formidable de la ordenación, que ni aun las llamas del infierno consiguen cancelar’ – si ‘pueden ustedes decirme si voy bien para casa del señor marqués de Ulloa’.

A mí, sacerdote gallego como don Julián, aunque, creo, menos bisoño – aunque sólo sea por haber hecho la ‘mili’ – , no me resultó tan difícil encontrar el destino. También un pazo, en cuyo portón se mostraba un escudo pétreo con las armas de los Castro y de los Ulloa. Mi anfitrión, amable y preciso, me había proporcionado las indicaciones necesarias con tan buena fortuna que hasta alguien como yo – que me pierdo de camino a mi casa – acertó a la primera con el lugar. Entre el kilómetro 38 y 39. Y era verdad. En ese punto exacto, desviándose a la derecha – y el dato es puramente topográfico - , a unos 50 o 100 metros, a mano izquierda –seguimos con la topografía – se encontraba el pazo.

Un pazo bello, extenso, habitado. Desde el río llegaba, más que el rumor de las aguas, el bullicio de los niños. Mi anfitrión era un patriarca – joven aún, erguido, pero rodeado de esa bendición bíblica que son los hijos de los hijos - . El saludo, caluroso y familiar. No nos conocíamos y ya nos conocíamos. Casi al instante, sin demasiadas palabras. Una breve inspección de la morada; apenas un saludo a los demás moradores y una salida – mi anfitrión y yo – hacia otro pazo, amurallado y guarnecido para defenderse en una batalla, para un suculento almuerzo. Había de todo: pimientos rellenos, chuletón de buey, vino de godello, fresco y sabroso, y unas copas mágicas de aguardiente de hierbas. Naturalmente, sin hielo. Puro aroma y puro sabor. Y los efectos balsámicos de esa bebida, capaz de establecer cercanías.

Tras la comida, un café en familia. La esposa, las hijas, el marido de una de las hijas, los nietos… El ambiente cordial, nada pesado, y, a la vez, combinando la hospitalidad cálida con el respeto, no envarado, a quien llega.

He quedado muy agradecido a mi anfitrión. En la vera del Ulla. En medio de una naturaleza poderosa, rotunda, envolvente, como la que, con infinito mayor acierto, supo describir doña Emilia. Al abandonar la casa vi – quizá por una alucinación de estas tierras meigas del orujo – una torre elevada, señorial, irónica en su soledad, desde la que parecía otear el horizonte una cigüeña curiosa. Cosas de brujas, sin duda. Nadie las ve, pero las hay. Están ahí, como la niebla, como la ‘tierra montañosa, salpicada de manchones de robledal y algún que otro castaño’, en esta época aún no cargado de fruta".

Guillermo Juan Morado.

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