Personas, no cosas

Hay algo de divino en el acto creador por el que el hombre y la mujer procrean, en una suerte de creación por delegación, afirma Jean-Noël Bezançon. Hay en el niño algo de la eterna novedad de Dios, un reflejo de su unicidad.

En la humanidad, lo singular y lo plural no se oponen. Cada hombre, cada mujer es absolutamente único. Nada más irrepetible que el nacimiento de un niño, e incluso su concepción. Se comprende allí, en ese hecho, la creación en su estado puro.

Lo que en el instante anterior no existía, existe en adelante. Lo que no era más que un vago «cualquier cosa», algo neutro, ahora es «alguno». Ahora, para todos, existe. Nada ni nadie en adelante abolirá esta existencia. Ni siquiera Dios, pues lo ama y desea que aquel otro exista al lado de él y frente a él, un compañero potencial.

Hay algo de divino en el acto creador por el que el hombre y la mujer procrean, en una suerte de creación por delegación, afirma Jean-Noël Bezançon. Hay en el niño algo de la eterna novedad de Dios, un reflejo de su unicidad.

Así como hay un único Dios, para quien y por quien todo existe, por un reflejo de su unicidad no hay más que un solo Juan, o Sebastián, o Luisa. Cada niño refleja la unicidad del único Dios. Entre los millones de hermanos y hermanas, cada uno es un hijo único, amado como tal.

Y cada uno, a imagen del Hijo único, «primero de una muchedumbre de hermanos» (Rom 8,29), aprenderá a vivir su unicidad, su identidad, su originalidad, no encogiéndose sobre sí mismo para conservarla, sino desplegándola en el lenguaje, la comunicación, la relación, el don de sí, la comunión.

Por supuesto, con tal de que no tropiece con alguien que, en el seno de su madre, lo considere «algo» eliminable, como crecientemente sucede en nuestra civilización que, en este aspecto, no puede considerarse tal. La Razón

+ Cardenal Ricardo María Carles, arzobispo emérito de Barcelona

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