El Papa recuerda el ejemplo de los mártires coptos que murieron degollados en Libia

La última palabra que dijeron fue «Jesús, Jesús».

El Papa recuerda el ejemplo de los mártires coptos que murieron degollados en Libia

El papa Francisco ha continuado sus catequesis sobre el Libro de Hechos durante la audiencia general de este miércoles. El Pontífice ha querido recordar el ejemplo de los mártires coptos, decapitados en Libia por terroristas islamistas, que murieron con el nombre de Jesús en sus labios.

(Edritice) Catequesis del Papa Francisco en la audiencia del día de hoy, 19 de septiembre del 2019

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuemos nuestra catequesis sobre los Hechos de los Apóstoles. Frente a la prohibición de los judíos de enseñar en nombre de Cristo, Pedro y los Apóstoles responden con valentía que no pueden obedecer a los que quieren detener el camino del Evangelio en el mundo.

Los Doce muestran así que poseen esa «obediencia de la fe» que luego querrán suscitar en todos los hombres (cf. Rm 1,5). Efectivamente, desde Pentecostés, ya no son hombres «solos». Experimentan esa especial sinergia que les hace descentrarse de sí mismos y les hace decir: «nosotros y el Espíritu Santo» (Hch 5,32) o «el Espíritu Santo y nosotros». Sienten que no pueden decir «yo», solo, con hombres descentrados de sí mismos. (Hch. 15,28). Fortalecidos por esta alianza, los Apóstoles no se dejan atemorizar por nadie. ¡Tenían un valor impresionante! Pensemos que eran unos cobardes: todos escaparon, huyeron cuando Jesús fue arrestado. Pero, de cobardes se volvieron valientes. ¿Por qué? Porque el Espíritu Santo estaba con ellos. Lo mismo nos pasa a nosotros: si tenemos el Espíritu Santo dentro de nosotros, tendremos el valor de seguir adelante, el valor de ganar tantas luchas, no para nosotros mismos sino para el Espíritu que está con nosotros. No retroceden en su marcha de intrépidos testigos de Jesús Resucitado, como los mártires de todos los tiempos, incluidos los nuestros. Los mártires, dan la vida, no ocultan que son cristianos. Pensemos, hace unos años -también hoy hay muchos-, pero pensemos que hace cuatro años, esos cristianos coptos ortodoxos, verdaderos trabajadores, en la playa de Libia: todos fueron degollados. Pero la última palabra que dijeron fue «Jesús, Jesús». No habían vendido la fe, porque había el Espíritu Santo con ellos. ¡Estos son los mártires de hoy!

Los Apóstoles son los «megáfonos» del Espíritu Santo, enviados por el Resucitado para difundir con prontitud y sin vacilación la Palabra que da la salvación.

Y realmente esta determinación hace temblar el «sistema religioso» judío, que se siente amenazado y responde con violencia y condenas a muerte. La persecución de los cristianos es siempre la misma: las personas que no quieren el cristianismo se sienten amenazadas y así dan muerte a los cristianos, Pero, en medio del Sanedrín, se alza la voz diferente de un fariseo que decide contener la reacción de los suyos: se llamaba Gamaliel, hombre prudente, «doctor de la Ley, estimado por todo el pueblo». En su escuela, san Pablo aprendió a observar «la ley de los padres» (cf. Hch 22,3). Gamaliel toma la palabra y enseña a sus hermanos a practicar el arte del discernimiento ante situaciones que van más allá de los esquemas habituales.

Demuestra, citando a algunos personajes que se habían hecho pasar por el Mesías, que todo proyecto humano primero puede despertar consenso y naufragar después, mientras que todo lo que viene de lo alto y lleva la «firma» de Dios está destinado a perdurar. Los proyectos humanos siempre fracasan; tienen un tiempo, como nosotros. Pensad en tantos proyectos políticos, y en cómo cambian de un lado a otro, en todos los países. Pensad en los grandes imperios, pensad en las dictaduras del siglo pasado: se sentían muy poderosos, creían que dominaban el mundo. Y luego todos se derrumbaron. Pensad también hoy en los imperios de hoy: se derrumbarán, si Dios no está con ellos, porque la fuerza que los hombres tienen en sí mismos no es duradera. Sólo la fuerza de Dios perdura. Pensemos en la historia de los cristianos, también en la historia de la Iglesia, con tantos pecados, con tantos escándalos, con tantas cosas malas en estos dos milenios. ¿Y por qué no se ha derrumbado? Porque Dios está ahí. Somos pecadores, y a menudo también damos lugar a escándalos. Pero Dios está con nosotros. Y Dios primero nos salva a nosotros, y luego a ellos; pero siempre salva, el Señor. La fuerza es «Dios con nosotros». Gamaliel demuestra citando a algunos personajes que se habían hecho pasar por el Mesías, que todo proyecto humano primero puede despertar consenso y naufragar después. Por eso Gamaliel concluye que, si los discípulos de Jesús de Nazaret han creído a un impostor, están destinados a desvanecerse; pero si siguen a alguien que viene de Dios, es mejor renunciar a combatirles; y advierte: «¡ No sea que os encontréis luchando contra Dios! (Hechos 5:39).

Este hombre libre e inspirado se da cuenta de que los seguidores de Cristo son diferentes de cualquier secta, y se muestra lleno de temor de Dios al querer defender la vida de aquellos que, según sus hermanos, merecerían la muerte. Gamaliel demuestra, además, que está dotado de sabiduría profética, porque invita a los demás a no ceder a la tentación de la prisa y a aprender a esperar el desarrollo de los procesos a lo largo del tiempo. De hecho, Dios habla y se manifiesta también a través del tiempo, manifestando la «duración» o no de cada cosa.

Son palabras serenas y clarividentes que nos permiten ver el evento cristiano desde una nueva perspectiva y nos ofrecen criterios que «saben a Evangelio», porque nos invitan a reconocer el árbol por sus frutos (cf. Mt 7,16). Llegan al corazón y logran el efecto deseado: los demás miembros del Sanedrín siguen su consejo y renuncian a las intenciones de la muerte, es decir de matar a los Apóstoles.

Pidamos al Espíritu Santo que actúe en nosotros para que, tanto personal como comunitariamente, podamos adquirir el hábito del discernimiento. Pidámosle que nos haga ver siempre la unidad de la historia de la salvación a través de los signos del paso de Dios en nuestro tiempo y en los rostros de los que nos rodean, para que aprendemos que el tiempo y los rostros humanos son mensajeros del Dios vivo.

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