Las palabras tienen una gran importancia. Por eso la Iglesia se ha preocupado siempre de que los términos que utiliza reflejen fielmente la Revelación de Dios y sean en lo posible los consagrados por la Escritura y la Tradición.
Por desgracia, de forma paralela al proceso de secularización, se ha ido introduciendo entre los católicos el gusto por usar cada vez más términos profanos y modernos para hablar de realidades de fe. Como niños inseguros y acomplejados que imitan a los más populares del colegio hasta en la forma de hablar, intentamos comprar la aprobación del mundo pareciéndonos lo más posible a él.
Así, hablamos amor cuando muchas veces deberíamos hablar de caridad, decimos opinión en lugar de decir fe y deseamos el optimismo cuando deberíamos pedir la esperanza. No se nos cae de la boca el diálogo cuando habría que hablar de evangelización y pensamos con categorías de progresismo o conservadurismo cuando las correctas serían ortodoxia y heterodoxia. Decimos valores en lugar de virtudes, salir con alguien como un pobre sustituto de noviazgo, ecologismo en vez de creación, acompañamiento en lugar de conversión o situaciones irregulares para no tener que decir adulterio. De forma muy especial, hablamos de cualquier cosa con tal de no hablar del pecado, de la muerte, del Juicio, del infierno y, sobre todo, de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles.
El problema es que, con las palabras paganas que salen de nuestra boca, se ha ido introduciendo en nuestra mente la visión pagana del mundo sin que nos diéramos cuenta. De tanto hablar de diálogo, perdemos la urgencia por evangelizar; evitamos la incomodidad de decir adulterio porque así es más fácil pensar que en realidad todo da igual; si no hablamos nunca de la Cruz, el sufrimiento se nos convierte en un sinsentido que hay que evitar a toda costa. Nos hemos paganizado.
El mismo Cristo ya nos lo advirtió: quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria. Por la boca muere el pez. Tengamos cuidado de que por la boca no muera también nuestra fe: hablemos en cristiano.