Dios quiso poner en mi camino, esta mañana, a Gustavo; un ciego que, con estas bajísimas temperaturas, esperó en vano, varios minutos, que alguien lo ayudara a cruzar la calle. Preocupados como estarían los otros peatones por «salvar al planeta», no se ocuparon de un hermano sufriente. No les hubiese costado nada hacer de lazarillo, unos instantes: es gratis, y sin consecuencias ambientales…
— Buen día, ¿hace mucho que esperas?, le dije.
— Sí, un buen rato —me respondió—. ¡Parece que están todos apurados!
— Seguramente. ¡Aquí tienes mi brazo! ¡Crucemos!
— ¿Usted es sacerdote?, me preguntó, al palpar la manga de mi sotana.
— ¡Así es! ¡Y felicísimo de serlo! ¡Padre Christian, para servirte!
Fue automático. Mi respuesta le dio pie para que, a borbotones, me contase sobre su vida. Y cómo había llegado a este invierno de 2025:
— De niño fui monaguillo. Disfrutaba muchísimo de cada Misa. Incluso, llegué a pensar que Dios me llamaba al Sacerdocio. La adolescencia me atropelló mal, me alejé de la Iglesia, y viví con muchos resentimientos.
— ¿Y ahora, estás planteándote regresar a tu Madre, que te dio el Bautismo, la Confirmación, la Primera Comunión, y tantos otros regalos de Gracia?
— Estoy en eso. De hecho, padre, fue providencial que llegara a mis manos «Historia de un alma», la autobiografía de Santa Teresita del Niño Jesús. Ver su fe, sus sufrimientos, su vida entregada, y su muerte santa, con apenas 24 años, me ayudó a redescubrir todo lo que Dios hace en los que se abandonan en Él.
— ¿A vos te costó abandonarte?
— No quería saber nada. Arisco como fui, durante décadas, pensé que todos mis males eran culpa de Dios. Caí de lleno en la trampa del demonio: él más nos aleja del Señor cuando más lo necesitamos.
— ¡Ha sido providencial nuestro encuentro! ¡La próxima semana se celebrará a Nuestra Señora del Carmen, a la que Santa Teresita tanto amó como Madre!
— Sí, una alegría. De hecho, cuando volví a confesarme, después de varios años, sentí como nunca el abrazo de la Virgen. Mi ceguera es incurable. Pero le puedo asegurar que, en este final de mi vida, veo la Luz al final del Camino. Yo, también, como el mendigo ciego Bartimeo, hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino (Mc 10, 46). Yo, también, le grité: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! (Mc 10, 47). Y Él, Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), me puso, nuevamente, en el Camino. Y aquí me ve, caminando como puedo, pero con pasos cada vez más seguros hacia su encuentro. ¡Gracias por acompañarme, querido padre! ¡Dios se lo pague!
— Gracias a ti, querido hijo, me has dado una lección maravillosa. Ha sido un gusto conocerte. Y a tus órdenes, para lo que necesites. ¡Sigamos caminando hacia el abrazo de Eternidad!
Oración y bendición final. Fuerte apretón de manos, palmada y Gustavo ingresó a una farmacia. «No se preocupe, padre. En unos minutos vendrán a buscarme», concluyó.
Seguí la marcha con renovado brío. La gélida mañana me había aportado una bocanada de aire caliente y puro. Recé por aquellos que no quisieron ser guías de Gustavo, tan solo unos instantes. Y le pedí al Señor, como lo hacemos en la bella oración del Alma de Cristo, que jamás permita que me separe de Él. Y que tenga siempre la humildad de gritarle, en las «buenas y en las malas», o sea, en toda ocasión, ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!
P. Christian Viña