En los últimos meses, con el telón de fondo del conflicto de Gaza, han aparecido entre algunos católicos ciertas ideas procedentes del evangelismo norteamericano. Según estas ideas y por encima de cualquier consideración jurídica o moral, la parte israelí del conflicto tendría un derecho teológico sobre el territorio palestino, por tratarse de la tierra prometida por Dios al pueblo de Israel.
Se trata de una concepción que proviene del llamado dispensacionalismo protestante, que considera que, según el plan de Dios, el pueblo de Israel tiene su propia «dispensación», es decir, su propio destino, aparte y al margen de la Iglesia. A eso se suma la consideración de que el moderno estado sionista de Israel es, sin más distinción, el sucesor del pueblo hebreo del Antiguo Testamento. En ese sentido, el Estado judío actual sería el depositario de las antiguas promesas de Dios y, por lo tanto, estaría cumpliendo la voluntad divina al reconquistar a sangre y fuego la tierra en la que actualmente viven los palestinos.
No debería ser necesario recordar a los católicos que esas ideas protestantes nada tienen que ver con la enseñanza de la Iglesia sobre el tema. Lo cierto es que, desde la encarnación de Cristo, la Iglesia Católica es el Nuevo Israel y la depositaria de todas las promesas de Dios, la ley antigua se cumple y llega a plenitud en la Nueva Alianza, la nueva tierra prometida es el cielo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1820) y no existe ningún nombre que pueda salvarnos más que el de Jesucristo. No hay otras «dispensaciones». Lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo (2Co 5,17).
El signo de la destrucción del templo marcó el paso de la perecedera Antigua Alianza a la Alianza Nueva y eterna sellada con la sangre de Cristo. El moderno Estado político de Israel es simplemente eso, una realidad política y coyuntural que no puede identificarse con el Israel de Dios. En ese sentido, la antigua promesa hecha por Dios a Abraham de la tierra de Israel no se cumple en un dominio político sionista sobre Gaza o Cisjordania, sino que encuentra su cumplimiento definitivo en la pertenencia de judíos y gentiles a la Iglesia, el Nuevo Israel, que abre el camino a la verdadera tierra prometida de la Jerusalén celeste para toda la eternidad.
