Un tesoro escondido

Un tesoro escondido

A día de hoy, de forma más marcada, se produce una autentica huida hacia adelante, o mejor dicho una desbandada. Huimos del sufrimiento, que supone amar de verdad. Y así, el tesoro jamás lo encontraremos. Intentemos mirar mucho a María al pie de la Cruz.

El domingo XVII del tiempo ordinario, la Iglesia nos invitaba a buscar el tesoro escondido que hay en cada uno de nosotros, «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel» Mt 13,44

El campo en el que hallar ese tesoro, del que nos habla el Señor, es nuestra alma. Y es que Dios se ha querido construir una casa en cada corazón humano. Así como antes de nacer, en Belén, llamaba -por medio de San José y la Virgen- en cada posada, buscando quien le recibiera, en la ternura de un niño a punto de nacer; el Señor sigue llamando en múltiples formas diariamente, para entrar y vivir en nuestra alma.

En ningún modo se lo ponemos fácil, y es que nuestro apego a este mundo nos esconde en múltiples ocasiones, reconocerle. Y es que hay que estar, muy locos de amor para saber encontrarle. La santa locura que tuvieron los santos, en su lucha diaria de encuentro con el Señor, se nos presenta a nosotros cada día, en multiplicidad de actos y personas que nos cruzamos. Todos estamos llamados a la santidad.

Para encontrar al Señor, en ese gran número de acciones diarias, para ser capaces de reconocerle, primero, es imprescindible saber alejarnos del ruido del mundo, no solo del exterior, sino también -y el más difícil de librarse- del que reina en nuestras mentes. Empezando con un acto de presencia de Dios, y entrar en el silencio del que busca. En muchas ocasiones, habrá sequedad. Y justamente esa oración es la mejor, porque exige mayor esfuerzo y superación, y da muchos frutos. Y es en ese trato, que le llevamos nuestras cosas, para que Él purifique nuestras acciones, de egoísmos y querencias personales. Y le llevamos a la Iglesia, y a las personas que queremos, y sobre todo, las que nos cuesta querer, o las que nos muestran desprecio, con mayor motivo.

Si uno intenta ser honesto, de la oración, en ocasiones, puede -y debe- salir algo contrariado. Pues al purificar nuestras acciones, vemos que debemos alejarnos de algún proceder inadecuado, o debemos tratar aun con más cariño, a los que nos contrarían. Ese trato con el Señor nos exige amar con mayúsculas. Y amar, supone en muchas ocasiones, sufrir. Creo que justamente este es un gran problema que tenemos hoy. Me pregunto: ¿Cómo es posible que personas de exquisita formación, adornadas por múltiples gracias, de repente hacen un brusco cambio de actitud? Ciertamente habrá casos y acciones que se pueda incluso justificar ese proceder, pero cuando lo sometemos a la ley del amor… Cualquier justificación queda empequeñecida.

Hace un tiempo comenté en mi dirección espiritual, una situación que me resultaba cansina, por una deslealtad. El sacerdote que me acompañaba, me recordó la acción de Jesús el jueves santo con sus discípulos, de lavarles y besarles los pies. Y como al poco más de una hora, de esta acción, todos le habían abandonado. Les aseguro que con ironía, le dije a este querido amigo, al que le agradezco tanto esa invitación a seguir amando: - ¡Pero, es que yo no quiero ser Jesús! Me escojo ser Barrabás y así me libero, y mejor para mí. Nos pusimos a reír, era evidente que no cabe hacer realidad este pensamiento. La exigencia de amar, pesa. Sin embargo, es la única que libera. Es el yugo suave y carga ligera, de la que Jesús nos habla, al llamarnos a seguirle con nuestra cruz de cada día.

Este tesoro, que el Señor nos invita a buscar, lo hallaremos en nuestro interior. Pero como antes dije, a día de hoy, de forma más marcada, se produce una autentica huida hacia adelante, o mejor dicho una desbandada. Huimos del sufrimiento, que supone amar de verdad. Y así, el tesoro jamás lo encontraremos. Intentemos mirar mucho a María al pie de la Cruz. Su indecible sufrimiento es fruto de nuestro pecado. Con dolores de parto, su maternidad se abre a toda la humanidad, por medio de su Hijo. No cortemos lazos por miedo a amar en el trato con el Señor; y no los cortemos tampoco en cada acción y personas que, con el rostro del Señor, por su amor, debemos atender.

Desde el trato constante le reconoceremos, y le acogeremos, y cuando no sea así, como el bueno de San Pedro… Le pediremos perdón.

 

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