Curas de arrabales, felices de hacer siempre lo mismo
©Wikimedia Commons - Veneranda Tertulia (CC BY-SA 4.0)

Curas de arrabales, felices de hacer siempre lo mismo

Claro, de eso se trata, de hacer siempre lo mismo; lo que la Iglesia, siempre en salida, desde Pentecostés, realiza desde hace dos mil años.

Gracias a Dios, no nos faltan sorpresas a los curas cuando andamos, de aquí para allá, caminando por las calles. Varían, por cierto, los porcentajes, según las zonas; pero, en la gran mayoría de los casos, aun con el creciente hostigamiento de nuestras sociedades descristianizadas, el Señor en su generosidad todo el tiempo nos hace regalos a través, especialmente, de los más sencillos. Se suceden, así, saludos amistosos, pedidos de oración o de bendiciones de objetos religiosos, demanda de un momento de escucha y hasta solicitud de confesiones; a las que debemos responder, claro está, tomando cierta distancia del resto de los peatones…

Es cierto que tampoco faltan agresiones; protagonizadas, en buena medida, por corazones atormentados que, aun con actitudes y palabras agrias, y hasta ofensivas, nos demandan un poco de atención. Me acaba de ocurrir esta mañana, con una señora, de evidente buen pasar, que desde un auto de alta gama, mientras estaba detenida por el semáforo, me gritó: Ustedes los curas, ¿a quién quieren convencer, si dicen y hacen siempre lo mismo? Empecé, como corresponde, por el saludo; y tras el «buen día, hija», le contesté: Solo decimos lo que Jesucristo nos manda decir: anunciar su Reino, y llamar a la conversión; y hacemos lo que el mismo Señor nos pide: bautizar, hacer que todos los pueblos sean sus discípulos, y enseñarles a cumplir todo lo que Él nos ha mandado (cf. Mt 28, 18-20. Mc 16, 15-16). Sí, gracias a Dios, hacemos siempre lo mismo. Como, por ejemplo, hacen también siempre lo mismo, para que podamos vivir, el corazón y los pulmones… Los ojos de asombro de la distinguida dama competían en brillo con los de la señal luminosa del tránsito; y, como hago siempre en estos casos, antes de la rauda partida por el encendido del verde, le dije mi nombre, y señas, para que sepa dónde ubicarme, y seguir profundizando si lo desea el mensaje de nuestro Salvador.

Claro, de eso se trata, de hacer siempre lo mismo; lo que la Iglesia, siempre en salida, desde Pentecostés, realiza desde hace dos mil años. Y como lo deja bien claro San Pablo, en su Carta a los Gálatas: «Me sorprende que vosotros abandonéis tan pronto al que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir otro evangelio. No es que haya otro, sino que hay gente que os está perturbando y quiere alterar el Evangelio de Cristo. Pero si nosotros mismos o un ángel del cielo os anuncia un evangelio distinto del que les hemos anunciado, ¡que sea expulsado! (Ga 1, 6-8)». ¿Cómo se leerá esto, a estas alturas, en la Alemania obstinada en su rebelión, y que acaricia las puertas del cisma?

De regreso a mi actual residencia, en la misión con los enfermos y centros de salud, aproveché parte del viernes –como trato de hacerlo todos los viernes del año y, en especial, en este santo tiempo de Cuaresma- para llamar por teléfono a sacerdotes ancianos, enfermos, o con otras dificultades. Es una forma, aún a la distancia, de hacer una obra de misericordia; que, como siempre ocurre en estos casos, nos colma a nosotros mismos de consuelo.

Finalizada la serie de llamados, aun sin concluir de ordenar mis cosas, tras la mudanza, me encontré con un libro que aguarda, entre otros, su nueva ubicación en los estantes: «Cartas de un cura de arrabal a su buena gente», del padre Agustín B. Elizalde. Fue publicado, en Buenos Aires, el 18 de julio de 1939, por la famosa «Editorial Difusión»; que, en la primera mitad del siglo XX, ofrecía, en nuestra Argentina, valiosas obras católicas a precios irrisorios, como en este caso, de treinta centavos. Entre sus títulos se destacaron, por ejemplo: «Catecismo en estampas»; «Jesucristo», por Mons. Bougaud; «Napoleón y el cristianismo», por M. Soler; «Historia de Lourdes, narrada a los niños», por Inés Goldie; «¿Qué es el Santísimo Sacramento?», por el padre Henri Evers; o «Nuestros jóvenes y la pureza» por Mons. Francisco Olgiati. De niño tuve la gracia de leer varios de ellos; pues habían pasado de nuestros abuelos, a nuestros padres, y de ellos, a nosotros. Siempre me cautivó su profundidad; y la sencillez y precisión de sus palabras. Decían, por cierto, siempre lo mismo del Evangelio, sin alterar su mensaje; con la llaneza y pedagogía que el mismo Divino Maestro nos enseña.

¿Cómo habrá sido este hermano, cura de arrabal, en estas «periferias», en aquellos años intermedios entre las dos guerras mundiales? La lectura de sus páginas me atrapó; y lo hice así, como se dice, «de un tirón». Su Carta Nº 1 se titula «A todos mis pobres en general»; y le siguen, entre otras, «A una sirvienta», «A mi lavandera», «A mi costurera», «A una esposa que no quiere tener hijos», «A la mujer que dio un hijo al mundo», «A la mamá de un posible seminarista», y «A un ancianito que se moría de hambre». Todas ellas dirigidas desde su Casa Parroquial de Santa Juana de Arco, de Ciudadela, en el conurbano porteño.

Con un estilo directo, propio del género epistolar, nuestro sacerdote revela en sus escritos la hondura de su fe, y su delicada sensibilidad. Claro, no eran tiempos de internet; ni de mensajitos de texto, ni de audios con respuestas rápidas. Había que leer las cartas; y, luego, contestarlas en papel, con pluma. Toda una faena; hecha, claro está, con concreto celo pastoral.

Sin ideología, y con claridad, en su «A todos mis pobres en general», subraya: «Los ricos podrán ir al cielo; pero les costará mucho. No irán, de todos modos, por derecho de herencia. Tendrán que comprar la entrada, con sus limosnas abundantes. Se ha dicho, y está bien dicho, que son los pobres quienes introducen a los ricos en el cielo». Y agrega, para evitar cualquier vanidad: «Claro está que con todo esto no hay que ensoberbecerse… Creo que es San Bernardo que cuenta por ahí que el burrito que llevaba a Jesús cuando entraba en Jerusalén, llevaba al Señor sin dejar de ser un pobre burrito. La humildad agrada al buen Dios. La soberbia le repugna atrozmente».

En «A una sirvienta», dirigida a su «estimada Romualda», le recuerda: «Tuviste que colocarte, después de la muerte de papá, para que tu querida madre y tus hermanitos no se murieran de hambre. Sufres. Lo comprendo». Y, con realismo, le adelanta: «A veces, lo sé desgraciadamente, se te tratará duramente; se olvidará tu grandísima dignidad de cristiana; se te confundirá con una máquina; se te negará toda participación en la ‘fiesta de la vida’; se te pagará mal». Pero bien lejos están sus líneas, claro está, de alentar el odio clasista; y aunque le recuerda, por supuesto, que tiene derecho a defenderse, le indica: «Debes amar a tus patrones porque tienen un alma como la tuya, porque te dan el medio de sustentar a los tuyos; porque, sin ellos, estarías peor… Trátalos, pues, con bondad. Cumple lo mejor posible con el deber de cada día. Deja que vuelva tu alegría». Y le advierte: «Eres el ‘Templo de Dios’; no consientas nunca en ser el templo del pecado».

Su firmeza brilla, asimismo, en «A una esposa que no quiere tener hijos»; a quien, tras recordarle que la procreación es el fin principal del matrimonio, le amonesta: «Lo que le falta, señora, es espíritu de fe. ¿Cree Ud. que Dios se dejará vencer en generosidad? ¿Conoce Ud. algún caso concreto de abandono a la Providencia que haya sido defraudado? ¿Puede Ud. pensar que cuando dos esposos, a pesar de las dificultades materiales, obran como Dios manda, Éste los abandonará por haber obedecido?» Y, con crudeza, presenta las cifras escalofriantes del aborto, ya en aquellos años: «Francia acusa, por año, 500.000 abortos conocidos. Rusia, en 1934: 699.129 abortos por 815.593 nacimientos. La Alemania de Hitler: 1.000.000 de abortos. Buenos Aires y Rosario, en nuestra Argentina, han sido llamadas últimamente ‘ciudades estériles’. ¡Es espantoso! Los padres de Santa Teresita tuvieron 9 hijos. La santita fue la última. Si, después de haber tenido 8, hubiesen dicho: ‘ahora basta’, el mundo y el cielo no tendrían a la Sembradora de Rosas».

Lo vemos, también, de cuerpo y alma enteros, en «A la mamá de un posible seminarista»; que tiene, en nuestra Argentina despoblada, mal poblada, y con una falta tremenda de sacerdotes, una actualidad que impresiona. Allí, en a su «querida y buena Natividad», destaca: «Nos preguntamos, a veces, por qué tenemos tanta carencia de sacerdotes en nuestro país. Múltiples son las causas. Empezaremos por decir que estas causas no se han de buscar en Dios». Y añade: «Los que fallan son los hombres: este matrimonio, porque se niega a llamar a la vida a un ser que Dios tenía reservado para su sacerdocio y para salvar a millares de almas; esta madre, porque niega a su hijo el permiso de ir al seminario, produciendo así un aborto de vocación sacerdotal, lo que es un crimen horrendo, producido por un egoísmo que Dios sabrá castigar; este niño porque no persevera en sus estudios, por desalientos injustificados. No se trata, claro está, de fabricar vocaciones, o de forzarlas. Se trata de merecer nuevos llamados divinos para que no falten a nuestro tiempo y a nuestro ambiente los guías que todos necesitamos para no equivocar el camino que va a la eternidad». Y, tras darle consejos bien prácticos para descubrir, favorecer, y acompañar una vocación sacerdotal, concluye: «¡Oh, hija mía, quiera el Sumo Sacerdote que yo, tu cura de hoy, pueda, ya viejo y achacoso, pasar mi cáliz a las manos de tu hijo, tu cura de mañana, y morir tranquilo, viendo, en pos de mí, a quien sigue partiendo el Pan del Altar, perdonando pecados, evangelizando a los pobres, en una palabra: expendiendo boletos oficiales de entrada al Cielo!».

Fue la lectura de estas páginas una ráfaga de aire puro, en el desierto cuaresmal. ¡Gracias, Señor, por habernos dado sacerdotes como el padre Agustín! Y cuida mucho, por intercesión de María Santísima, de nosotros, tus curas de los presentes arrabales. Para que honrados de decir y hacer, en tu Nombre, siempre lo mismo, escuchemos a cada momento, de tus labios: Yo hago nuevas todas las cosas (Ap 21, 5).

P. Christian Viña, sacerdote

 

9 comentarios

ana maria poresta
Gracias Señor por habernos dado sacerdotes como usted, Pater
20/03/23 3:32 PM
maru
Dios les bendiga a todos!!
20/03/23 3:55 PM
Perplejo
Extraordinario post. La tarea ¡santa!, natural y heroica del sacerdote, puesta sencillamente a la vista de los fieles para la santificacion de éstos. Sin alharacos ni impostacion algunas. ¡GRACIAS!
20/03/23 6:16 PM
Ana m
Que Dios lo bendiga y Muchisimas Gracias por compartir Estes libro. De verdad Que pena Que Este libro y muchos otros no lo hallan imprimido De nuevo. Me ha gustado mucho. Gracias a todos Los sacerdotes Que le son fieles a Dios su mision no es facil pero El premio es la Gloria De Dos.
20/03/23 7:23 PM
Anónimo
Una ráfaga de aire puro, efectivamente.

Muchas gracias y que Dios lo bendiga.
20/03/23 8:50 PM
Cesar alonso
Que el CORAZON DE JESUS colme con su.GRACIA tan bello articulo. Una vez mas te encomendare en la SANTA MISA
21/03/23 3:32 AM
Sacerdote
Hagamos lo que el Señor nos mandó: predicar, celebrar los Sacramentos, ser fieles a la Iglesia, atender a todas las personas para llevarlas a Cristo, ganar hermanos para el Señor, ser santos y ayudar a formar santos.
21/03/23 9:04 PM
Francisco desde Magdalena
Qué bueno leer ésto querido padre Cristian. Qué bueno seguir adelante con alegría y paz, dando la palabra justa y necesaria a todos los que se nos cruzan en nuestro camino, sedientos (aunque no lo sepan) de escuchar palabras de hombres de Dios. Qué bueno recordar y hacer presentes a esos hombres de Dios con esa sabiduría que perdura para siempre. Sigamos adelante con valentía, paz y alegría. Fuerte abrazo!!
23/03/23 1:43 PM
El gato con botas
Es cierto que siendo siempre el mismo el mensaje de Cristo siempre suena nuevo.
30/03/23 10:10 PM

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