La fe que construyó y cimentó la cultura occidental (y III)

Los griegos y los romanos no conocieron la dignidad de la persona. Son bien conocidas las prácticas de selección humana que aplicaban estos pueblos a los neonatos, la condición de la mujer en un Estado donde no tenía voz ni voto y las situaciones de esclavitud que el cristianismo reprobaba.

Caridad que transforma

Ni las universidades, ni la preservación del acervo greco-latino, ni las enseñanzas académicas, ni el impulso y la contribución científica han sido lo más decisivo que ha aportado el cristianismo a la cultura occidental. De hecho, hay que remontarse a los primeros siglos de nuestra era, a la epístola neo testamentaria de san Pablo a los gálatas, para entender y sopesar la valía de la novedad que Cristo aportó al mundo en temas específicos como los derechos humanos, el derecho internacional, la educación y la caridad.

La primera carta magna de los derechos humanos no se remonta al 10 de diciembre de 1948, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fue san Pablo quien en el versículo 28 del capítulo III de su carta a los gálatas recordó que “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Corría el primer cuarto del siglo I de nuestra era. Comenzaba así la revolución cristiana de la igualdad de derechos y obligaciones para todos.

Los griegos y los romanos no conocieron la dignidad de la persona. Son bien conocidas las prácticas de selección humana que aplicaban estos pueblos a los neonatos, la condición de la mujer en un Estado donde no tenía voz ni voto y las situaciones de esclavitud que el cristianismo reprobaba. Como afirma Giovanni Reale, “el concepto de persona es un concepto que los griegos, pese a la nobleza de la noción de psyche (que también iba en esa misma dirección), no poseían; en cuanto al cuerpo, tenían de él un concepto negativo” (Cf. Raíces culturales y espirituales de Europa, Herder, Barcelona 2005, p. 97).

La palabra persona deriva de la máscara del actor (persona, etimológicamente, viene del latín personare, resonar) que identificaba el papel que le tocaba desempeñar en escena. Los estoicos tardíos aplicaron el término al hombre, personaje movido por el destino, mientras que el derecho romano llamaba persona al sujeto de derechos, en oposición al esclavo y a las cosas.

Pero el sentido filosófico de persona, con sus consiguientes implicaciones en la vida de la sociedad, proviene propiamente de las discusiones teológicas trinitarias y cristológicas del cristianismo primitivo, que debían precisar en qué sentido hay un sólo Dios en tres sujetos distintos o en qué sentido puede decirse que Dios se ha encarnado.

Como recuerdan Cortés y Martínez Riu: “Al concepto latino de persona y griego de prósopon, se añade el de hypóstasis o sujeto subsistente en una naturaleza. El concilio de Nicea (325) sostuvo que en Cristo hay dos naturalezas (humana y divina) pero una sola persona divina subsistente, y en la Trinidad, una sola naturaleza (divina) y tres personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo). El término griego de hipóstasis (sustrato, subsistencia o supuesto) se tradujo al latín por suppositum, pero los latinos continuaron aplicando el término persona, dado que suppositum significaba tanto «subsistencia», esto es, sujeto, como «esencia», esto es, naturaleza, indefinición o ambigüedad que llevaba a herejías. Boecio, introductor de términos filosóficos y teológicos al latín de la Escolástica, formuló la primera definición formal de persona: «Persona es la sustancia individual de naturaleza racional». A esta definición se añade otra igualmente clásica, de Ricardo de Saint Victor: intellectualis naturae incommunicabilis existentia [existencia incomunicable de naturaleza intelectual] (De Trinitate, IV, 22, 24). Ambas definiciones destacan principalmente, junto con la naturaleza racional, el carácter de individuo y la autonomía de aquello que llamamos persona” (Cf. J. Cortés- A. Martínez Riu, “Persona”, en Herder ed., Diccionario de filosofía en CD-ROM, Barcelona).

Sería éste el bagaje con el que siglos más tarde el conocido filósofo alemán Emmanuel Kant desarrollaría su noción de “persona”, insistiendo en su autonomía, su libertad, su dignidad y su pertenencia al “reino de los fines”, donde cada ser racional es siempre sujeto y nunca objeto de fines.

Es a un fraile católico español, al sacerdote dominico Francisco de Vitoria (1486-1546), a quien debemos las bases del Derecho Internacional. En su lección De Indis abordó el asunto de los derechos de la corona española, en la conquista de América, y los derechos de los nativos. Como recuerda Carl Watner, Vitoria “defendió la doctrina de que todos los hombres son libres, y, sobre la base del estado de libertad natural, proclamaron su derecho a la vida, a la cultura y a la propiedad” (Cf. All Mankind Is One: The Libertarian Tradition in Sixteenth Century Spain, Journal of Libertarian Studies, 8, verano, 1987, pp 295-296). Otra de las contribuciones que debemos al “padre del Derecho Internacional”, aunque quizá más estrictamente hemos de atribuirla a Tomás de Aquino (1225-1274), es la costumbre de hacer tomar apuntes a los estudiantes universitarios a quienes impartía clases.

Fray Bartolomé de las Casa, también dominico español, y quien llegó incluso a obispo de Chiapas, México, fue un gran defensor de los derechos indígenas al grado de ser considerado universalmente como uno de los precursores, en la teoría y en la práctica, de los derechos humanos. El código moral que emanaba de su arraigada fe católica le llevó a dignificar la vida de los nativos chiapanecos.

Pero para entender la caridad cristiana, que no surgió de la nada, hemos de remontarnos a las enseñanzas de Jesucristo mismo. En el capítulo 13, versículos 34 y 35, el evangelista san Juan recoge las siguientes palabras de su Maestro Jesús: “Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Así todos sabrán que sois mis discípulos”. Y en la carta de san Pablo a los romanos (Cf. capítulo 12, versículos 14 al 20; o también en Gal 6, 10) el apóstol de los gentiles explica que aquellos que no pertenecen a la comunidad cristiana, también se les debe la caridad, aun si son enemigos de la fe.

Fue la caridad cristiana la que sorprendió al Emperador Juliano el Apóstata quien en una de sus cartas reconoce: “Mientras que los sacerdotes paganos desprecian a los pobres, los odiados galileos [es decir, los cristianos, ndr] se entregan a obras de caridad y, en un alarde de falsa compasión, establecen y cometen los más perniciosos errores. Ved sus banquetes de amor y sus mesas dispuestas para los indigentes. Esta práctica es común entre ellos y provoca desprecio hacia nuestros dioses” (Cf. Cajetan Baluffi, The Charity of the Church, Gill and Son, Dublín, 1885, p. 16).

“Con el paso de los años y de la difusión progresiva de la Iglesia –escribe Benedicto XVI en la Encíclica Deus Caritas est– el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto en el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio” (Cf. n. 22).

Son muchos los historiadores que han puesto en duda la existencia de hospitales en la Grecia y Roma antiguas. En Charity and Charities (Cf. Catholic Enciclopedia, 2ª ed., 1913) John A. Ryan recuerda que existen casos documentados de que la Iglesia en el siglo IV patrocinó hospitales a gran escala en buena parte de Europa. De hecho, muchos monasterios, especialmente los benedictinos, se convirtieron en dispensarios médicos.

Pero de una manera más institucional, es quizá a la actual Orden de Malta (sobre la historia de la Orden, véase nuestro artículo en el siguiente enlace) a quien debemos la propagación de los hospitales. Conocida también como Orden Hospitalaria de san Juan de Jerusalén, los hospitalarios dieron amparo y medicina a los peregrinos que iban a Jerusalén durante las Cruzadas.

En el siglo XII los hospicios-hospitales iniciaron el proceso de transformación especializándose en el tratamiento de enfermedades específicas (posibilitado a su vez por las investigaciones del momento). Para el siglo XIII, los hospitalarios contaban con cerca de 20 hospicios y leproserías.

Si bien no fue la única congregación (ahí están también los lasallistas, los maristas, los salesianos y tantos otros), los jesuitas respondieron como nadie más lo había hecho hasta entonces a una necesidad acuciante en pleno siglo XVI: la educación. A pocos años de su fundación, establecieron una red educativa que se amplió en relativamente corto tiempo a toda Europa, luego pasó a América y, más recientemente en la línea del tiempo, llegó al resto del mundo. Hoy por hoy, las instituciones de enseñanza básica, media y superior jesuita, la inmensa mayoría fieles al Magisterio católico, son las más numerosas alrededor del mundo.

“El uso del término "solidaridad" fue conceptualmente desarrollado inicialmente por Lerou en el ámbito del socialismo originario. Fue concebido como un concepto laico opuesto a la idea cristiana del amor-caridad. En ese contexto, la solidaridad fue pensada como una nueva respuesta, efectiva y racional, a los problemas sociales.

Carlos Marx lanzó la idea de que había llegado el momento de dar una solución práctica a la pobreza en el mundo. Según él, el cristianismo había tenido milenio y medio para mostrar su eficacia, y no la había logrado. Era hora de recorrer otros caminos.

Así, el socialismo se presentó como solidaridad, como una forma del todo original y a-religiosa por la que la igualdad entre todos los hombres, la paz y el final de la pobreza, serían logradas. ¿Sucedió efectivamente así? Hoy conocemos la tristeza y la desolación que una teoría sin Dios y una praxis atea dejaron en los países que abrazaron o a los que se les impuso el socialismo marxista.

¿Qué falló? ¿Efectivamente el cristianismo había sucumbido y se había mostrado ineficaz? No cabe duda que el discurso socialista plasmado en el concepto de solidaridad en su forma parecía justo. Sin embargo, carecía de una base y de una visión más amplia del hombre mismo. Marx “indicó cómo lograr el cambio total de la situación. Pero no nos dijo cómo se debería proceder después. Suponía […] que […] con la socialización de los medios de producción, se establecería la Nueva Jerusalén. En efecto, por fin el hombre y el mundo habrían visto claramente en sí mismos. Entonces todo podría proceder por sí mismo por el recto camino, porque todo pertenecería a todos y todos querrían lo mejor unos para otros” (Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi n. 21).

En este campo, el error del marxismo estribó en el olvido de que “el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo” (Cf. Benedicto XVI Spe Salvi n. 21).

Esa base que le faltaba al concepto de solidaridad estaba ya en la idea cristiana de amor-caridad. Fue precisamente por este motivo que la solidaridad pudo ser acogida dentro del catolicismo y mostrarse como una consecuencia de esa caridad que es médula de toda la fe cristiana. Fue así que la solidaridad fue bautizada.

El amor o caridad cristiana, más que ineficacia, había puesto de manifiesto la necesidad y urgencia de ser comprendida correctamente y asumir con responsabilidad sus implicaciones. La caridad ya llevaba implícito el efecto de “dar” sobre el que giraba la solidaridad. Pero el “dar” cristiano de la caridad no se vinculaba exclusivamente al aspecto material, lo comprendía pero partía y tendía a otro más necesario y de acuerdo a la naturaleza del hombre, el espiritual.

Desde el momento en que la solidaridad entró a formar parte del discurso cristiano, su significación se enriqueció al ampliarse. Ahora, “solidaridad significa que uno se hace responsable de los otros, el sano del enfermo, el rico del pobre, los países del norte de los países del sur. Significa que se es consciente de la responsabilidad mutua y que somos conscientes de que recibimos en tanto que damos, y que siempre podemos dar sólo lo que nos ha sido dado y que por eso jamás nos pertenecemos solamente a nosotros” (Cf. J. Ratzinger, Caminos de Jesucristo, Cristiandad, p. 117).

La solidaridad cristiana es mucho más que un dar materialista pero tampoco permanece en un acompañar pasivo sin hechos concretos que influyan positivamente en alguien, de acuerdo a su dignidad de ser humano. La solidaridad cristiana es acción porque parte de la contemplación; es palabra pero también es obra. Es compañía, es presencia, pero también es consecuencia hecha acción que repercute para bien” (Cf. J.E. Mújica, De cómo la solidaridad de concepto marxista a valor cristiano, Arbil, revista de pensamiento y crítica, n. 17, 2008).

“¡Cuántos testimonios de caridad pueden citarse en la historia de la Iglesia! –continúa Benedicto XVI en la encíclica Deus Caritas est–. Particularmente todo el movimiento monástico, desde sus comienzos con san Antonio Abad, muestra un servicio ingente de caridad hacia el prójimo […] Así se explican las grandes estructuras de acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican también las innumerables iniciativas de promoción humana y de formación cristiana destinadas especialmente a los más pobres de los que se han hecho cargo las Órdenes monásticas y mendicantes, primero, y después los diversos institutos religiosos masculinos y femeninos a lo largo de todas la historia de la Iglesia. Figuras de santos como Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José B. Cotolengo, Juan Bosco, Luis Orione, Teresa de Calcuta –por citar sólo algunos nombres– siguen siendo modelos insignes de caridad social para todos los hombres de buena voluntad” (Cf. n. 40).

Kierkegaard decía que el cristianismo descubrió al hombre. Y es que “El cristianismo no sólo tiene en sí algo que el hombre no se ha dado por sí mismo, sino que contiene cosas que nunca se le habrían ocurrido al hombre, ni siquiera como deseo ideal” (Cf. S. Kierkegaard, Diario, tercera edición revisada y ampliada, a cargo de Cornelio Fabro, Morcelliana, Brescia 1980-1983, vol. II, p. 178). Es verdad que habría mucho más que escribir. Los datos, hechos y nombres referidos en este ensayo tratan de proyectarnos a partes de ese pasado que, sobremanera, ha posibilitado mucho de lo bueno de nuestro presente. Sería una injusticia olvidar estos acontecimientos.

Un hombre sin pasado es un hombre sin historia. No es sectarismo tener vivas y sentirse orgulloso de esas raíces cuyo legado nos atañe hoy. Quizá, “La verdadera razón por la que el hombre se escandaliza del cristianismo es porque es demasiado elevado, porque su medida no es la medida del hombre, porque quiere hacer del hombre algo tan extraordinario que supera cualquier mente humana” (Cf. S. Kierkegaard, Malattia mortale en Diario, cit., vol. III, p. 95; en español existe la versión La enfermedad mortal, Alba Libros, Madrid 1998).

Jorge Enrique Mújica, LC

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