El opúsculo de santo Tomás De Regno, traducido al español normalmente como La Monarquía[1], va dirigido al rey de Chipre[2] y no se trata de un tratado puramente teórico, una Teoría de la Política, sino que tiene un carácter pedagógico y moral. Tampoco enseña, como El Príncipe de Maquiavelo, las estrategias para conseguir y mantener el poder. Pertenece a un género común en su época, y responde, indudablemente, a un contexto histórico y político de otro tiempo.
El texto, después de establecer la naturaleza social del hombre y la necesidad del poder y la autoridad, se centra en las distintas formas de gobierno, basándose en las tesis aristotélicas, aunque, como es habitual en el autor, matizándolas y enriqueciéndolas con aportaciones propias. La conclusión a la que conduce la lógica tomista es que la Monarquía, es decir, el gobierno de uno solo, es la mejor (si buena) o la peor (si mala) de las formas políticas. El otro eje temático de la obra es definir las cualidades y virtudes que ha de tener el titular de esta forma de Estado, el monarca.
Me parece que este tema no tiene hoy tanta relevancia. A fin de cuentas, el eje principal alrededor del que gira la política actual (adecuado o erróneo; no entro en esa cuestión) es democracia / no democracia; el de monarquía / república sería un debate más secundario. Sin embargo, hay algunas ideas en este opúsculo que considero pertinentes y esclarecedoras en el contexto actual, tan sobrado de hojarasca y tan falto de referencias sólidas. Apunto algunas.
a) El gobierno no puede dar la felicidad al hombre
Desarrolla santo Tomás el siguiente argumento.
El gobernante debe promover la virtud entre los gobernados y ser virtuoso él mismo. Ahora bien, «el premio de la virtud se halla impreso en la mente de todos los racionales y consiste en la felicidad»(26)[3]. «Quien se esfuerza en obrar bien llega a lo que considera como su mayor deseo; consiste esto en ser feliz, cosa que nadie puede no desear» (26). Pero, ¿en qué consiste la felicidad? «Llamamos felicidad -dice el autor- a la consecución de todas las cosas deseadas» (26). Esto supone un problema, que ha sido muchas veces planteado por la Filosofía y por el arte: «el movimiento que supone el deseo no es infinito, pues el deseo natural se convertiría en vano al no poder atravesar el infinito» (26). El hombre desea tanto y lo desea sin que haya interrupción en el goce de ese bien, que es imposible saciar totalmente su deseo. Su carácter ilimitado se contradice con la limitación de la vida. También la poesía ha manifestado esta limitación: «¡Ay del que llega sediento / a ver el agua correr / y dice: la sed que siento / no me la calma el beber!» (Antonio Machado). Evidentemente, el argumento de santo Tomás culmina en un nivel trascendente (el bien supremo al que aspira la felicidad no puede ser otro que Dios), pero hay un nivel intermedio que tiene su interés; desde su cosmovisión del mundo ordenada y estructurada jerárquicamente, «la perfección final y el completo don de cualquier cosa dependen de algo superior» (27). Lo terreno debe apoyarse en lo racional; lo racional, en lo espiritual; y así, hasta la realidad suprema que es Dios. El Estado moderno se concibe, sin embargo, como una entidad que no necesita de otra referencia. Ella es la última instancia a la que hay que apelar. Desaparece la Ley Natural que rige la vida moral y parece que esto es una gran liberación que deja al individuo libre de cualquier traba, en una libertad sin límites. Puede que esta sea la situación que quería Nietzche: la voluntad, el impulso de poder que ha superado cualquie restricción moral. Sin embargo, la situación es muy distinta. Es el Estado quien se constituye en referencia última de la moral. No tiene apoyarse en una entidad superior porque rechaza esa ordenación jerárquica tomista; esta jerarquia se convierte en un dualismo radical: solo existe Él y todo lo demás –supeditado a Él. Esto, en los países democráticos, crea una situación en la que, bajo el aparente respeto a la libertad y los derechos, hay un fuerte control. Lo «políticamente correcto» lo domina todo de una forma subliminal pero implacable. Es un Estado onmímodo, que no sólo dirige la administración, sino que orienta al ciudadano en cómo tiene que pensar, sentir y actuar para alcanzar la plenitud humana, para hacerlo feliz. Esta situación conduce a lo que alguno autores han llamado «Totalitarismo blando».
b) Un poder no absoluto y reversible. Mecanismos de control
Parecería normal que, en este tiempo, se conciba la monarquía como un poder absoluto; en todo caso, un poder que viene de Dios al monarca. Pero, este poder es otorgado al monarca por el pueblo: «sea elegido rey por aquellos a quien corresponde esta tarea (...) Después hay que ordenar el gobierno del reino de modo que al rey ya elegido se le sustraiga cualquier ocasión de tiranía (...) su poder ha de ser controlado» (17). No sólo el pueblo otorga el poder al soberano, sino que lo controla para que su política no devenga en tiranía.
¿Y que ocurre si el monarca actúa arbitrariamente y contra el bien común? El otorgamiento del poder es reversible: «pertenece a la sociedad el derecho de darse un rey» y «éste puede ser destituido si falta a la justicia» (18)[4]. Y este poder otorgado al pueblo viene de Dios (no es el «pueblo soberano» del liberalismo); idea que el Aquinate repite en varias ocasiones en la obra, apoyándola, como es habitual en él, en textos bíblicos[5].
Así pues, se rechaza desde el punto de vista cristiano, la idea de un poder absoluto, dueño de las personas y las cosas. Además se contempla la necesidad de un control y la posibilidad de reversión.
¿Puede ser esto como un germen de lo que luego vamos a llamar democracia moderna? Liberalismo y cristianismo chocan como dos fuerzas antitéticas, pero qué duda cabe de que, fuera de la tradición cultural cristiana, el liberalismo no se concibe. Lo mejor de la democracia, su sentido del bien común, el papel preferente del pueblo, la concepción de un poder limitado y sujeto a normas superiores, tiene raíces cristianas.
c) El poder es una función otorgada. La imposible autorreferencialidad
Está claro que el poder viene del pueblo al rey y que tiene su origen en Dios. Es algo que se otorga; en términos teológicos, un don. Todo don tiene algo de gratuidad. Se da más por la generosidad del donante que por el mérito del receptor.
Esta donación se concibe en santo Tomás en un contexto más amplio, en el que se implica una relación entre Dios, la naturaleza, el monarca y el pueblo.
El autor distingue en las cosas naturales un régimen universal y otro particular. El primero consiste en que «todo está sujeto al gobierno de Dios, que lo rige con su providencia» (40). El régimen particular se encuentra en el hombre. El mundo, tanto fìsico como moral y social es un «cosmos», un orden; y este orden no es un conjunto informe de elementos interrelacionados, sino una realidad articulada jerárquicamente, en la que lo inferior -la materia, por ejemplo- se apoya en lo superior -el espíritu- y cuya cúspide es Dios. El hombre, en dimensiones reducidas, reproduce este orden («microcosmos»). El hombre, como todo ser corpóreo, se subordina al régimen divino, como «los miembros del cuerpo y las restantes potencias del alma son regidas por la razón»(40). Como es un ser social por naturaleza, «la sociedad es regida por la razón de un solo hombre [el rey]» (40). El rey asume este cargo «como el del alma en el cuerpo, el de Dios en el mundo» (40).
Me interesa aquí un idea fundamental, que tiene aspectos de inquietante actualidad.
El poder, encarnado en el rey, ocupa su lugar en el orden del universo. Emana del creador y -usemos esta expresión- se «encarna» en el pueblo, dice santo Tomás, «como el alma en el cuerpo». Esta idea, que puede parecer una antigualla escolástica toca el que me parece el núcleo duro de una teoría actual del Estado y el Poder.
El estado liberal sufre una elefantitis que le hace crecer de forma megalómana, ocupando todos los resquicios de la vida social y personal. Se van diluyendo los vínculos, sobre todo los familiares, que dan un carácter orgánico a la comunidad humana, de forma que queda un conjunto de individuos aislados. Al mismo tiempo, se va minando la llamada Ley Natural y esto parece dejar al hombre en una aparente situación de libertad absoluta, en la que su voluntad o deseo es el único criterio moral.
¿Libertad absoluta? Natura abhorret vacuum. Desaparecida la Ley Natural y las estructuras intermedias orgánicas, el estado se erige como poder absoluto, que rige, no sólo la conducta de los ciudadanos, sino sus valores y creencias. No existe la verdad, luego, el Estado es la Verdad, en un sentido de absolutismo hegeliano. No necesita apoyarse en otra instancia; se apoya en sí mismo. Éste es un fenómeno que se ha llamado autorreferencialidad. El Estado es la realidad total que abarca a todas las demás.
¿Y cómo es su relación con los ciudadanos? Santo Tomás a este respecto hace dos sabias observaciones: si el rey considera esto, su actitud será de «celo por la justicia, al considerarse colocado para ejercerla en su reino en lugar de Dios» (40); por otro lado, practicará la benignidad y la clemencia, «al juzgar a cada uno de los que se hayan bajo su gobierno como miembros propios» (40).
El gobernante, pues, tiene que ser justo y misericordioso. Sorprende qué actualidad tienen estas antiguas palabras, que parecen escritas para nosotros. El poder no puede actuar por propio interés y con arbitrariedad, porque se apoya en una instancia superior que le dicta unas normas y, a su vez, se debe a unos conciudadanos que son miembros del mismo cuerpo, con los que le une no sólo una relación de conciudadanía, sino -dicho en un término muy querido a la tradición cristiana- de «comunión».
[1] Uso la ed. Santo Tomás de Aquino, La Monarquía, Madrid, Tecnos, 2002, 3ª ed., estudio preliminar, traducción y notas de Laureano Robles y Ángel Chueca.
[2] Hay varios candidatos; los responsables de la edición citada se refieren a Hugo II de Lusignan (1253-1267). La composición de la obra habría que situarla entre 1265 y 1267 (ed. cit., “Estudio preliminar”, p. XLVIII).
[3] En adelante cito los textos de De Regno indicando el número del parágrafo.
[4] Esta cuestión de la legitimidad de la rebelión violenta frente a la tiranía es matizable y no cae en el pacifismo a ultranza de la “resistencia pasiva“ al modo de Gandhi. “Es preferible soportar temporalmente una tiranía moderada que oponerse a ella, porque la oposición puede implicar peligros muchos mayores“ (18). Ahora bien, “si se dan excesos intolerables (...) algunos creyeron que es propio del valor de los hombres fuertes matar al tirano y exponerse a los peligros de la muerte ellos mismo por liberar a la multitud“ (19).
[5] Por ejemplo, Rom 13, 1-4 y Sab 6, 5.