No enseñaba como los letrados, sino con autoridad
Dios había prometido enviar a su pueblo un profeta semejante a Moisés (cf Dt 18,15-20). Un profeta que hablará en nombre de Dios, que será mediador entre Dios y los hombres. Israel aguardaba a este profeta prometido, que se distinguiría por su enseñanza dotada de autoridad y por el poder de sus milagros. Esta expectativa estaba muy viva en tiempos de Jesús y, muchos, al escucharle o verle obrar se preguntaban si no sería él el profeta anunciado.
¿Compartimos nosotros esta esperanza de Israel? ¿Deseamos, en el fondo de nuestro corazón, que Dios nos hable, que irrumpa en nuestras vidas, que nos haga llegar su palabra? ¿Estamos dispuestos a acoger lo nuevo, lo que no proviene de nosotros mismos, de nuestros gustos, de nuestros caprichos, de nuestros proyectos, para dejar que Dios nos sorprenda? ¿Deseamos, en definitiva, que Él nos salve, que nos libre del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad?
Este anhelo de Dios, de la proximidad de Dios, es necesario para acercarnos a la persona de Jesús. Porque Jesús es el profeta esperado que no sólo nos trae las palabras de Dios, sino que nos trae al mismo Dios, ya que Él es el Hijo de Dios, el Verbo encarnado. Dios viene a nosotros en toda su majestad y esplendor, en todo su poder y gloria, pero, para que podamos acercarnos a Él sin ser devorados por el fuego de su santidad, la grandeza divina se presenta cubierta por el velo amable de la humanidad santísima de Jesús. En la humanidad del Redentor se hace visible el Invisible, se puede tocar con las manos al Eterno. Por eso Jesús es el Mediador entre Dios y los hombres; en Él irrumpe en la naturaleza humana la vida de Dios mismo y por Él la naturaleza humana fue elevada hasta Dios.