Elogio de la castidad
“Apenas he aparecido yo, habéis mudado el gesto”, dice la Estulticia al comienzo del “Elogio de la locura” de Erasmo de Rotterdam. Sin duda, hoy, con sólo pronunciar la palabra “castidad”, se muda el gesto y el semblante puede reflejar, casi automáticamente, burla, enfado, acritud o esa postura indulgente de quien perdona la vida al necio. El que sale de lo comúnmente aceptado, el que no comulga con la opinión dominante, es visto como un tonto. Se practica, con excesiva frecuencia, una especie de inquisición que no conduce a las hogueras, después del auto de fe, pero sí orilla al discrepante a la cuneta de la irracionalidad, a la acera de los pobres orates que han perdido el juicio y hasta la noción de la época en la que viven.
Pues bien, la castidad, como todas las demás virtudes, es admirable. Podemos ser ruines y mezquinos, pero no dejaremos de reconocer la grandeza del magnánimo. Podemos tender a la maledicencia, pero nos inclinamos ante aquel que, si no puede hablar bien de otro, enmudece voluntariamente. Por análogos motivos, se hace digno de admiración el ser humano que es capaz de integrar su sexualidad en la globalidad de lo que es como persona. Y esta integración comporta el aprendizaje del autodominio.
Comer, por ejemplo, no sólo es necesario, sino bueno. Y si una persona es refinada aprende a comer refinadamente. No se limita a saciar su apetito de alimento, sino que enriquece la ingesta de nutrientes con elementos que provienen de su bagaje personal: la calidad de los alimentos, la preparación de los mismos, el equilibrio de cara a una dieta sana. Comer hasta hartarse, comer cualquier cosa, comer por comer no es propio de un hombre. El hombre come “razonablemente”; es decir, dejándose guiar por su razón.