10.09.10

Ternura y fidelidad

Homilía para el Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

En la Sagrada Escritura, la misericordia es a la vez ternura y fidelidad. La ternura refleja el apego instintivo de un ser a otro; por ejemplo, el de una madre o de un padre hacia su hijo. La fidelidad alude a una bondad consciente y voluntaria, no meramente instintiva, que equivale, en cierto modo, al cumplimento de un deber interior.

En Dios vemos reflejadas de modo eminente ambas acepciones de la misericordia. Dios se siente vinculado por lazos muy firmes a cada uno de nosotros. Nuestra suerte, nuestro destino, no le resulta indiferente. Esta ternura se traduce en compasión y en perdón. Dios es capaz incluso de “arrepentirse” de su cólera, que es una muestra de su afección apasionada por el hombre.

Dios cede a la súplica de Moisés y “se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo” (cf Ex 32,7-14). San Pablo experimenta en primera persona esta compasión divina: “Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano” (cf 1 Tm 1,12-17).

Pero la misericordia de Dios es, igualmente, fidelidad. Dios se manifiesta tal como es; obra en coherencia con su ser más íntimo, que no es otro que el amor. Podríamos decir que Dios no puede no amar. Y ese amor fiel se traduce en paciencia y en espera, en una permanente disposición que busca la conversión de los pecadores.

La oveja o la dracma perdida, así como el hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, son imágenes del pecador que vuelve a Dios y que, con ese retorno, es capaz de conmover su corazón.

En Jesús se ha manifestado la misericordia de Dios. Cada vez que celebramos la Santa Misa, acudimos a Él diciendo: “Kyrie eleison!”, “Señor, ten piedad!”. Afligidos por nuestro pecado, por nuestra miseria, imploramos su ternura y su fidelidad. Como Moisés, nos permitimos refrescar la memoria de Dios para que no tenga en cuenta nuestros pecados, sino la fe de su Iglesia.

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9.09.10

La fe. 9. ¿Es libre creer?

La fe es libre, porque creer es una respuesta voluntaria a Dios. “Ninguna constricción en las cosas de fe”, afirmó en Ratisbona el Papa Benedicto XVI citando una sura del Corán. Nadie puede ser obligado, en contra de su voluntad, a abrazar la fe. La confianza no es el resultado de la presión externa. No podemos ser forzados a amar, a otorgar nuestra amistad o a reconocer algo, por imposición, como bueno o verdadero: “El acto de fe es voluntario por su propia naturaleza” (Dignitatis humanae, 10). Una conversión forzada sería, a lo sumo, una conversión aparente pero no real, como la historia, tristemente, ha puesto de manifiesto en alguna ocasión.

Jesucristo jamás coacciona. No impuso por la fuerza la verdad. No obligaba a seguirle ni a permanecer con Él. Al joven rico le propone un seguimiento radical: “vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres” (Mc 10,21). Una propuesta que el joven no acepta. Y Jesús no insiste. A los Doce, que se escandalizaban de su enseñanza, el Señor les pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).

No obstante, la libertad de la fe no se opone a la obligación moral de buscar la verdad. No somos menos libres por el hecho de hacernos cargo de nuestros deberes; no somos menos libres por ser más responsables; al contrario, a más responsabilidad más libertad y viceversa. El hombre, como ser dotado de racionalidad y de voluntad libre, tiene la responsabilidad personal de buscar la verdad y tiene, en consecuencia, la obligación moral de “adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad” (Dignitatis humanae, 2).

Es en este plano moral donde se sitúa la responsabilidad del hombre ante Dios. El fin del hombre es Dios; hemos sido creados por Él y para Él. En tanto que Creador nuestro, tiene derecho a que respondamos a su revelación con la obediencia de la fe: “Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él” (Catecismo 2087). Pero, ya que el hombre es libre, siempre es posible, aunque no sea moralmente lícito, decir no a Dios.

El hombre ha de decidir sobre sí mismo y sobre la orientación profunda de su vida. Por este motivo, la verdad - y el bien - no pueden resultarle indiferentes: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). La libertad no consiste únicamente en la ausencia de coacción, sino que tiene un carácter positivo, es libertad para el bien, es autodeterminación; es decir, “capacidad de hacerse uno a sí mismo de una vez por todas” (K. Rahner).

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8.09.10

La fe. 8. ¿Hay contradicción entre la ciencia y la fe?

Comúnmente, al hablar de ciencia se suele pensar, de modo inmediato, en las ciencias experimentales, aquellas parcelas del saber humano que emplean como métodos propios la observación y la experimentación. Los científicos construyen hipótesis y teorías que son contrastadas mediante la experiencia. Los hechos empíricos son observables de un modo o de otro, bien se trate de los cambios de presión, volumen o temperatura, o de otro tipo de fenómenos. Las ciencias experimentales son, por ello mismo, precisas pero limitadas, ya que no todo lo real, en su densidad y hondura, es científicamente observable.

La ciencia no nos obliga a reducir todo conocimiento al conocimiento científico, ni toda la realidad a la realidad observable en un laboratorio. Esta opción, epistemológica u ontológica, va más allá de la ciencia misma y tiene que ver, más bien, con las presuposiciones de los hombres que se dedican a las labores científicas. Y entre los hombres de ciencia, como entre los demás hombres, se pueden dar las más variadas opciones filosóficas e intelectuales.

La fe no se opone a la ciencia. Proporciona un saber acerca de la revelación que no compite, en el mismo terreno, con los saberes científico-positivos. La fe no nos permite adivinar la composición de la materia, ni cómo se fueron formando las montañas o los continentes. La fe nos habla de Dios y de todas las demás cosas en su relación con Él. Y Dios no es un objeto mundano, material, susceptible de medida o de peso. Dios es Dios, no un ídolo.

Pero también el hombre y el mundo pueden ser contemplados desde la mirada que brota de la fe. Ninguna prueba científica puede cuestionar la legitimidad de esta mirada. Una mirada que descubre a la naturaleza como creación y al hombre como criatura; más aún, como interlocutor de Dios, como destinatario de su mensaje. Esta mirada que brota de la fe, y que ilumina las preguntas últimas acerca del porqué que el hombre como tal no puede dejar de hacerse, reconoce en todas las cosas la obra de Dios. Singularmente, en cada persona humana. Esta mirada es protectora, cuidadosa del mundo y de los hombres. Es una mirada vigilante, atenta a preservar la belleza de la creación y la dignidad de la persona humana.

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7.09.10

¿Se oponen creer y comprender?

Frente a lo que muchas veces se ha dicho, saber y fe, creer y comprender, no son términos recíprocamente antitéticos. La fe es un modo de saber; es el saber de la revelación. Para creer es necesario, al menos en parte, una cierta comprensión de lo que es creído. Más aún, el creer abre las puertas de una profundización, de una asimilación más penetrante, de aquello que mediante la fe resulta conocido.

El creyente, por la fe, se adhiere a Jesús, lo reconoce como Hijo de Dios y Salvador del mundo. Esa adhesión personal y firme empuja necesariamente a intentar conocer más y mejor al Señor. Sucede, en este ámbito, algo semejante a lo que acontece en otros planos de la vida. Nos fiamos del médico cuando nos diagnostica una enfermedad. Pero esa confianza inicial que ha abierto para nosotros un panorama, hasta entonces probablemente desconocido, es un acicate que nos invita a investigar, a reunir más datos, a coordinarlos de modo más armónico.

En la fe se compaginan estabilidad y dinamismo. Santo Tomás, siguiendo en este punto a San Agustín, definía el acto de fe como “cum assensione cogitare” (STh, II-II,2.1); es decir, “pensar con asentimiento”. La estabilidad la proporciona el asentimiento; la firme adhesión. El dinamismo se expresa en el cogitare, en el considerar.

La estabilidad del creer no equivale a inmovilidad, sino a estímulo. El creyente es, virtualmente, un teólogo, un cultivador de la “ciencia de la fe”. La teología es la plasmación, en forma de saber organizado, del cogitare propio del creer.

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6.09.10

Había estado (IV)

(Escrito por Norberto)

El canto del gallo avisó a Mohse, y a su esposa Judith, que el sol se dejaba ver, comenzaba un nuevo día, y, era mucho el trabajo que esperaba, Yerushaláyim estaría muy concurrida para el Shabuot, habría de cumplimentar muchos encargos de las casas de los principales personajes, y, también de las posadas y hospederías; era bien conocida su pulcritud en el corte, el respeto por las normas y costumbres, así como la calidad de su carne, estaba especializado en ovino y vacuno, dejando las aves y liebres para su amigo Noah, con quien tenía acuerdos de colaboración y respeto comercial.

Apenas un abrir y cerrar de ojos cuando, a continuación, percibe unos golpes procedentes de la puerta de la calle, alguien había hecho sonar la aldaba de madera, pero con una secuencia de golpes, suaves, eso sí, dada la hora, que le resultó familiar. Recordó cómo la pequeña Ana, sobrina-prima, cuando vino con sus padres, el primo Isaac y su esposa Isabel, a su boda, se divertía tanto con el llamador que cuando llegaba a la casa hacía sonar la aldaba de modo particular, toc-toc-toctoc, sí era Ana, sin duda, pero no la esperaban hasta el día siguiente; alertó, pues, a Judith:

- ¡Son ellos, ya están aquí!.

- Mmm…se han adelantado, replicó ella, aún bostezando y a medio despertar.

Poniéndose un sobretodo sobre los camisones de dormir, se dirigieron, ambos a la puerta, Mohse llegó antes, y corriendo, tiró del pasador que bloqueaba la falleba, girándola 1800 libró la puerta y abrió, tres sonrientes, y, fatigadas, personas les miraban con los ojos empequeñecidos por el cansancio, pero estaban muy, muy contentos.

- Shalom aleichem. Perdón, si os hemos despertado, no tuvimos paciencia para esperar a escucharos faenar, señaló Eliecer, con las sonrisas cómplices de Ana y Eulogio.

- Shalom aleichem, ¡qué mejor despertar que veros aquí!, dijo Mohse, antes de besarse y abrazarse, Ana desde salmo 112 dijo:

- ¡Bendito sea el nombre de Yahveh, desde ahora y por siempre!, a lo que los demás, todos, respondieron:

- ¡De la salida del sol hasta su ocaso, sea loado el nombre de Yahveh!

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