La docilidad de los Magos
Homilía para la solemnidad de la Epifanía del Señor
“Hemos visto salir su estrella, y venimos a adorarlo”, dicen los Magos (Mt 2,2). Los astros que, para los hombres de la Antigüedad representaban poderes temerosos, que pesaban sobre sus destinos, se convierten ahora en guías que anuncian el nacimiento de Cristo. La estrella que siguen los Magos conduce a Jesús, la verdadera Estrella de la mañana (cf Ap 2,28). En Él brilla la gloria del Señor, su luz atrae a todos los pueblos, su resplandor hace caminar a los reyes (cf Is 60,1-6).
Podemos ver en la estrella un signo de la gracia de Dios, de la acción del Espíritu Santo, que “prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo” (Catecismo, 737). El hecho exterior de la revelación divina va acompañado de un hecho interior, de una actuación oculta de la gracia, que se adelanta y que nos ayuda, que mueve el corazón y que abre los ojos del espíritu. Y esta acción de la gracia es universal, llega a todo hombre de buena voluntad, también a los paganos. Como los Magos, todo hombre que busca a Dios tiene, debemos creerlo así, la posibilidad de encontrarlo.
“La estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño”. La Salvación es Cristo. Es Jesús, nacido de María. Él es el Mesías de Israel, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. No hay sentido, ni meta, ni realización plena del hombre sin Cristo. Sólo Él nos reconcilia con Dios. Sólo Él ha vencido la muerte. Sólo Él es Cabeza de toda la creación amada por Dios. Sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida.
Dejarnos conducir por la estrella equivale a sentir el deseo, el ansia, de ser salvados. Sin Dios, que nos sale al encuentro en Jesús, nuestra vida se queda a medio camino, nuestro afán de verdad permanece sin respuesta, nuestro anhelo de felicidad más o menos condenado al fracaso. Los Magos no se arrepienten de haber encontrado a Jesús, sino que sus corazones se llenaron de inmensa alegría. Y la alegría se plasma en adoración y en ofrenda de lo que son y de lo que tienen. Reconocer a Dios como Dios, reconocerlo en la humildad de aquella gruta de Belén, convertir en regalo para Él lo que de Él hemos recibido es vivir la experiencia de la salvación. Una experiencia que podemos renovar cada día, al tomar conciencia de la proximidad de nuestro Dios.
El camino hacia Jesús pasa por Jerusalén, por la entrada en la familia de los patriarcas y de los profetas. El camino hacia Jesús pasa también por la Iglesia, la “Jerusalén de arriba”. San Pablo, en la carta a los Efesios, describe su misión de anunciar a los gentiles la revelación del misterio salvífico de Dios “para dar a conocer ahora a los principados y a las potestades en los cielos las múltiples formas de la sabiduría de Dios, por medio de la Iglesia” (Ef 3,10). A Jesús lo encontramos en la humildad de su Iglesia; por medio de ella “manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre” (GS 45).

He leído que el portavoz de un gobierno autonómico ha pedido un bozal para un obispo que, en una carta, ha manifestado su disconformidad sobre algunos aspectos de la llamada “ideología de género”. No quiero entrar en el fondo del tema. Voy a quedarme en la forma, porque no solo importa el contenido de lo que se dice, sino también el estilo o modo de expresar las cosas; en este caso, de expresar el desacuerdo.
No es noticia. La Iglesia está viva porque es la Esposa de Cristo, el Viviente, el Resucitado. Pero, si uno abre los ojos, esa convicción de fe se hace - hasta desde la perspectiva meramente humana – cotidianamente palpable.
Cada año nuevo comienza bajo la protección maternal de la Santísima Virgen: “concédenos – le pedimos a Dios en la Santa Misa – experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida”. Dios da a todo bien principio y cumplimiento, en la historia de la salvación y en nuestra propia historia personal. Y un reflejo de ese principio y de ese cumplimiento lo tenemos en Santa María, la Inmaculada, la Madre de Dios, la Asunta en cuerpo y alma a los cielos.
Al lado de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, contemplamos a María y a José. Dios ha querido tener su familia en la tierra, un hogar caracterizado por la fidelidad y el trabajo, por la honradez y la obediencia, por el respeto mutuo entre los padres y el hijo.






