Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

El domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa, sitúa ante nuestra mirada a Jesucristo en la humildad de su Pasión. San Pablo, en la Carta a los Filipenses (2,6-11), recogiendo probablemente un antiguo himno utilizado por los primeros cristianos, nos habla de la humillación y exaltación de la humanidad santísima del Señor. Cristo “no hizo alarde de su categoría de Dios”, “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”, “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.

Pero esta humillación es el paso a la exaltación, a la gloria de la Pascua: la humanidad del Redentor, desfigurada en la Pasión, es rescatada de la muerte y elevada sobre todas las cosas, “de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble – en el cielo, en la tierra, en el abismo -, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre.

Vivir la Semana Santa es contemplar el amor de Cristo, un amor que llega “hasta el extremo” (Jn 13,1), que transforma en alianza con el Padre y con todos los hombres el acontecimiento de la máxima ruptura: su crucifixión y muerte. Como canta el prefacio de la Misa: Cristo, nuestro Señor, “siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores, y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales. De esta forma, al morir, destruyó nuestra culpa, y al resucitar, fuimos justificados”.

La fe cristiana se apoya en este amor, divino y humano, de Cristo. Sería más fácil creer, quizá, en un mesías sin Getsemaní y sin Calvario. Pero ese mesías, símbolo del triunfo humano, no es Jesucristo. Su victoria, radical y definitiva, no es la victoria del poder, de la fuerza, de los conocimientos o del dinero. Su victoria es sólo la victoria del amor; de la aparente debilidad del amor; de la divina locura del amor.

La Semana Santa nos invita a reconocer en el amor la esencia de Dios; a recorrer un itinerario de fe semejante al de aquel centurión romano que “al ver cómo expiró, dijo: ‘Realmente este hombre era hijo de Dios’”; nos impulsa, en suma, a tratar de tener entre nosotros “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. Sólo así, fundando nuestra vida en el amor de Dios, contribuiremos a que la luz de la Pascua ilumine y transforme el mundo.

Guillermo Juan Morado.

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