Pastores en la Iglesia
Homilía para el IV Domingo de Pascua
La Sagrada Escritura emplea la metáfora del pastor y del rebaño para describir las relaciones que unen a Dios con su pueblo: “como pastor que apacienta su rebaño, recoge en sus brazos a los corderos, se los pone sobre el pecho, conduce al reposo a las ovejas madres” (Is 40,11). Dios confía las ovejas de su rebaño a sus servidores y promete enviar a un rey-pastor, a un nuevo David, al Mesías (cf Ez 34,23), que vendrá en forma de siervo y que, como una oveja muda, justificará por su sacrificio a las ovejas dispersas (cf Is 53).
Jesús cumple esta profecía del pastor venidero. Él es el Buen Pastor, que guía a su grey y la conduce “hacia fuentes de aguas vivas”. Reúne al “pequeño rebaño” de la Iglesia, un rebaño perseguido por los lobos de fuera y por los de dentro, disfrazados de ovejas, pero pastoreado por Jesús, el Hijo de Dios, que revela a los suyos el amor del Padre.
Entre Jesús y los suyos se crea un vínculo que se caracteriza por el conocimiento mutuo y por el amor recíproco, un amor fundado en el que une al Padre y al Hijo: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano”.
Escuchar la voz del Buen Pastor es acercarse al Evangelio, abriendo el oído para percibir “la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre” que es Jesucristo, nuestro Señor (cf Catecismo 65). En la Sagrada Escritura, leída en la Tradición de la Iglesia e interpretada con autoridad por el Magisterio, resuena hoy en el mundo esa voz viva que proviene de Dios.
La escucha de la Palabra genera la fe, que se convierte en un principio de conocimiento. “No se trata – como explicaba el Papa Benedicto XVI – de mero conocimiento intelectual, sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna”.

He oído a algún representante político decir: “Al Código [supongo que Civil y/o Penal] no se pueden llevar principios morales”. La afirmación es muy fuerte. Una de las acepciones de la palabra “derecho” es: “Conjunto de principios y normas, expresivos de una idea de justicia y de orden, que regulan las relaciones humanas en toda sociedad y cuya observancia puede ser impuesta de manera coactiva”. La alusión a los principios y a las normas, así como a la idea de justicia, no debe ser pasada por alto. Un derecho sin principios ni normas, un derecho que renuncie a expresar una idea de justicia, no es, propiamente hablando, un derecho. Es más bien una imposición por la fuerza.
Algunas personas parecen insistir en que lo que hace referencia al derecho a la vida – que incluye el derecho a vivir de los concebidos y aún no nacidos - forma parte de la ética individual, sin apenas repercusiones sociales. Según este criterio, en un momento de grave crisis económica no se podría hablar, por ejemplo, de la inmoralidad del aborto.
Homilía para el Domingo III de Pascua (Ciclo C)
¿Ha salido un humano de una calabaza? ¿De una lechuga?












