Creer con el corazón

San Pablo dice que “con el corazón se cree” (Rom 10,10); un texto del que se hace eco Benedicto XVI en su magnífica carta apostólica “Porta fidei": “El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo".

A la hora de meditar sobre la motivación humana de la fe, es preciso apuntar a la voluntad, al corazón. Creer es “un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios”, escribe santo Tomás. La causa inmediata de la fe está “en la voluntad, en las razones del corazón, y más concretamente, en el deseo de corresponder al amor de Dios y de alcanzar los bienes que nos promete” (Fernando Sebastián).

La gracia de Dios arraiga en el deseo natural de vivir en la verdad y lo lleva más allá de nosotros mismos, hasta concretarlo en el deseo de reconocer a Dios como Dios y de alcanzar sus promesas de salvación y de vida eterna. Destacar la importancia de los deseos y de los elementos afectivos en la fe, justamente subrayada por M. Blondel, no supone ceder a las pretensiones del inmanentismo modernista, sino que equivale a resaltar el papel de la simpatía en todo el proceso de creer.

La causa determinante de la fe es el amor. Desde el punto de vista objetivo, el amor de Dios, reconocido en la muerte y en la resurrección de Jesús, es la motivación decisiva para nuestra fe. Desde la perspectiva subjetiva, el amor de Dios hace crecer en nosotros, por obra del Espíritu Santo, el amor filial que nos hace confiar en Él y comprender que en esa confianza alcanzamos la seguridad y la garantía de nuestra vida.

La decisión de creer, movida por el amor, es perfectamente razonable. En palabras de san Agustín: “El amor es el que pide, y busca, y llama, y descubre, y el que, finalmente, permanece en los secretos revelados”. La fe es el acto más radical del ejercicio de nuestra libertad, pero eso no quiere decir que sea irracional e irresponsable. Contamos con muchos indicios, con muchos signos “convergentes”, como decía el cardenal Newman, que justifican la decisión de creer.

La razón juega, en todo el proceso de la fe, un papel muy importante. Nos convence de la existencia y de la providencia de Dios, nos hace pensar en una realidad humana más allá de lo material, nos permite confrontarnos con la historia de Jesús – con la noticia de sus palabras, de sus milagros, del testimonio de su muerte y resurrección -, y con el mismo Jesús, entendido como el “gran signo” de la providencia salvadora de Dios en nuestro favor. Y, más aún, con el testimonio de los mártires y de los santos, con las señales de la potencia humanizadora de la fe.

Todos estos indicios convergentes nos invitan a creer, “hacen que la decisión de creer sea más razonable que la contraria” (F. Sebastián). Cuando la llamada a la fe se hace tan clara y persistente que se percibe como obligatoria, los signos de credibilidad se convierten en signos de “credendidad”, al igual que sucede en las decisiones importantes de la vida. Son también los afectos, y no solo los hechos o los argumentos, los que nos inclinan a creer: “Creemos porque amamos, y amamos porque vemos en Cristo la consumación de nuestros deseos más profundos”, afirma también el cardenal Sebastián Aguilar.

Guillermo Juan Morado.

P.S.: He desarrollado con mayor detenimiento estas ideas en Guillermo Juan Morado, “La fe que nos salva. Aproximación pastoral a la teología fundamental de Fernando Sebastián Aguilar", Salmanticensis 69 (2022) 103-130.

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