Ayudar a la Iglesia en sus necesidades. Un artículo de mons. Cuevas

Leo en “Atlántico Diario” un interesante artículo de monseñor Cuevas sobre el Día de la Iglesia Diocesana titulado “Ayudar a la Iglesia en sus necesidades”.

Dice, mons. Cuevas, que los cinco mandamientos de la Iglesia “se proponen como los marcadores personales del mínimo vital cristiano”. Tiene razón, objetivamente. Pero tal como están las cosas, uno tiende a pensar que esos “marcadores” son, en el presente, casi indicios de santidad. Es muy probable que los que ya tenemos una edad avanzada estemos mal acostumbrados. Lo que ayer era un mínimo, hoy es casi un mérito digno de mención.

Realmente, la fe ha sido casi siempre una excepción. Lo habitual, de un modo o de otro, ha sido – quizá - no creer, o creer aparentemente, o creer como si no se creyese. No debemos olvidar que la fe era, es y será una virtud “sobrenatural”, algo que viene de Dios y que no brota espontáneamente de uno mismo, aunque esa virtud sea plenamente conforme a nuestra condición de seres racionales y libres.

Añade mons. Cuevas: “esa familia de la que forman parte todos los bautizados, aunque sus fines sean espirituales, tiene como toda asociación humana, necesidad de medios materiales”. Es evidente que es así. Los católicos deberíamos repasar muy a menudo los concilios cristológicos de la Iglesia antigua, en los que poco a poco se fue explicitando la fe testimoniada en la Escritura.

Cristo es “consustancial” con el Padre; es decir, es Dios y no una criatura. Así lo explicitó el concilio I de Nicea. En el de Éfeso se insistió en la unidad de la Persona de Cristo: El Verbo, el Hijo de Dios, se hizo hombre y por ello a su Madre se le puede llamar, con toda razón, “Madre de Dios".

El concilio de Calcedonia define la unión, en la Persona, y la distinción, en las naturalezas, entre la humanidad y la divinidad de Jesús. La fórmula que emplea esta definición es muy precisa: “Creemos en un solo y mismo Cristo Señor Hijo unigénito, en dos naturalezas sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”.

En cierto modo, esta fórmula se puede aplicar a la Iglesia, una “realidad compleja”, dice el Concilio Vaticano II: “a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina”.

Es lo propio de la “sacramentalidad”: lo humano no se confunde con lo divino, pero está unido a lo divino y remite a ello. Lo visible no es lo invisible, pero esto segundo se hace presente a través de lo primero.

Vuelvo a mons. Cuevas: “esa familia de la que forman parte todos los bautizados, aunque sus fines sean espirituales, tiene como toda asociación humana, necesidad de medios materiales”. Es pura ortodoxia de Calcedonia.

Yo me pregunto sobre qué realidad concreta se fundamenta una fe que no llega al bolsillo. Sería una especie de monofisismo (creer que la Iglesia es solo divina, pero no humana), en el mejor de los casos, o de gnosticismo (pensar que la Iglesia no está destinada a todos sino solo a unos pocos sabios) o incluso de docetismo (considerar que lo humano es, en Cristo y en la Iglesia, una apariencia sin realidad).

Es de agradecer que haya personas, como mons. Cuevas, que sepan explicar las cosas que atañen a la fe, y a sus consecuencias, con claridad y con profundidad.

 

Guillermo Juan-Morado.

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