InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Abril 2020

11.04.20

El Domingo de Pascua: Buscad los bienes de allá arriba

El Salmo 118 es, en la liturgia cristiana, el salmo pascual por excelencia: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

La piedra desechada por los arquitectos es Cristo, que sufre la Pasión. Él, desechado por los suyos, se convierte, no obstante, en piedra angular por su resurrección de entre los muertos. Sobre esta piedra, que constituye el fundamento de todo el edificio, se levanta la Iglesia. Por su misterio pascual, Cristo “con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida”. “Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”, enseña el Concilio Vaticano II en la constitución “Sacrosanctum Concilium”, 5.

El solemne anuncio de la resurrección, el “kerigma”, consiste precisamente en la proclamación de que a Jesucristo “lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección”, dice San Pedro (cf Hch 10,34.37-43).

Escuchar este anuncio no puede dejarnos indiferentes. Estamos llamados a convertirnos y a creer. La predicación del misterio pascual nos invita a la conversión y a la fe, contemplando al “verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo”. Convertirse equivale a pasar de las tinieblas a la luz, del sometimiento al poder de Satanás a la entrega en las manos de Dios, del estado de ira al estado de gracia.

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Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera

“Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera [de la ceguera de los hombres] para realizar su designio de salvación” (Catecismo 600). Es una afirmación muy fuerte. Podríamos traducirla como: “Dios ha permitido lo peor para realizar lo mejor”.

¿De dónde sale lo uno y lo otro? ¿De dónde procede, casi, una afirmación y su contraria? La Escritura dice que la muerte redentora de Cristo no es el resultado del azar, de la casualidad, de una “desgraciada constelación de las circunstancias”. No. Proviene, o pertenece, “al misterio del designio de Dios”.

El azar es lo fortuito, lo imprevisto. La casualidad es la combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar. Frente a todo ello está “el misterio del designio de Dios”. Dios no improvisa. Dios es fiel. Dios es “inmutable”; es decir, no deja de ser quien es.

Dios, en su designio, cuenta con la libertad de los hombres; incluye en él, en su designio, la  respuesta libre de cada hombre a su gracia. Nosotros improvisamos, fallamos, cambiamos de parecer. Dios, a pesar de lo que hagamos, no deja de ser Dios.

¿En qué consiste esta fidelidad inmutable de Dios? ¿Qué es lo que no le hace cambiar? Es su misericordia, su propósito de salvarnos, de rescatarnos: “Cristo ha muerto por nuestros pecados” (1 Cor 15,3). San Pablo lo afirma con una claridad que, si no fuese revelada, debería de no ser tomada en cuenta.

La misericordia de Dios es una paradoja; es lo imposible que se hace posible. En Cristo esta paradoja se hace real: “a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado para nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21).

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En la aurora del domingo: Un sepulcro lo devuelve a la vida eterna

En la aurora del domingo, las dos mujeres que acuden al sepulcro – María Magdalena y otra María - son destinatarias de una revelación divina realizada por medio del ángel y de un encuentro con el Señor vivo. En la aceptación de la palabra que Dios les dirige a través de su mensajero y, sobre todo, en el encuentro con el Resucitado se fundamenta la fe en la Resurrección. Como confirmación, se señala que el sepulcro está vacío.

Todos los elementos que destaca San Mateo en este relato pascual (cf Mt 28,1-10) describen una teofanía, una manifestación de Dios: un gran terremoto sacude la tierra, un ángel del Señor baja del cielo y muestra, con su conducta, haciendo rodar la piedra del sepulcro y sentándose encima, que el sepulcro de Jesús está definitivamente abierto; es decir, que Dios ha triunfado permanentemente sobre la muerte. Se comprende, ante esta irrupción de lo divino, el temor que experimentan los guardias y también las mujeres.

El mensaje del ángel es muy claro: “No está aquí, pues ha resucitado como lo había dicho” (Mt 28,6). El Señor había anunciado su pasión, su muerte y su resurrección y ese anuncio se ha cumplido. El Crucificado está vivo. Ya no está en el sepulcro: “Aquél a quien la virginidad cerrada había traído a esta vida, un sepulcro cerrado lo devolvía a la vida eterna. Es un prodigio de la divinidad el haber dejado íntegra la virginidad después del parto y haber salido del sepulcro cerrado con su propio cuerpo”, comenta San Pedro Crisólogo.

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10.04.20

Viernes Santo: la Pasión del Justo

En la unidad de la Pascua, la Iglesia celebra la Pasión del Señor. Sin fe, no tendría mayor sentido esta celebración. Podría tratarse, a lo sumo, del recuerdo de los sufrimientos de un justo, de una especie de vindicación de su memoria. Pero no es este el espíritu que subyace al Viernes Santo, porque reivindicar la memoria de un justo, siendo algo noble en sí, es también algo incompleto y, en cierto modo, imposible.

El recuerdo del justo constituye una expresión de protesta frente al oprobio y la injusticia y una manifestación del deseo de que ese oprobio y esa injusticia no se repitan. Pero, por más que lo deseásemos, si todo dependiera de nosotros, el justo muerto injustamente permanecería en el sepulcro y seguiría siendo, reivindicado o no, víctima de la injusticia.

Pero no todo depende de nosotros. Más bien, al final, todo depende de Dios. Él sí puede rehabilitar al justo, porque puede rescatarlo de la muerte para abrirle paso a la vida definitiva; a una vida que ya nada ni nadie podrá segar. Sólo Dios es, en última instancia, el garante de la justicia.

Cristo es, sin duda alguna, el Justo. No hay nada en Él que merezca castigo. Él es el más perfecto, el más solidario, el más santo de los hombres. Hasta tal punto quiso tendernos la mano que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes” (cf Is 52,13- 53,12).

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9.04.20

La Eucaristía, profecía de la Pasión

El evangelio de San Juan nos proporciona la clave para interpretar el sentido de la Pascua del Señor: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). La muerte de Jesús, el “paso” de este mundo al Padre, es la culminación del amor que había presidido toda su vida.

El amor incondicional de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, no retrocede ante nada y no se deja vencer por nuestro rechazo y por nuestra infidelidad. Llega hasta el extremo de asumir la muerte, consecuencia del pecado, para vencerla. Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, tal como había testimoniado Juan el Bautista (cf Jn 1,29).

Él es el Siervo que muere por los pecados del pueblo, dejándose conducir a la cruz “como un cordero llevado al matadero” (Is 53,7). Él es el Cordero pascual, sin tacha, que rescata a los hombres al precio de su sangre (cf 1 Cor 5,7). Él es también el Cordero exaltado al cielo por su resurrección (cf Ap 5). Como escribe Melitón de Sardes en una homilía sobre la Pascua, Él es “aquel que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro”.

Con la institución de la Eucaristía en la última Cena – institución que San Pablo recoge en la primera carta a los Corintios (cf 1 Cor 11,23-26) - , el Señor ofrece por sí mismo la vida que se le quitará en la cruz: “Transforma su muerte violenta en un acto libre de entrega por los otros y a los otros […] Él da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección”, comenta Benedicto XVI.

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