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8.02.20

Prejuicios: Lo racional no es, con frecuencia, lo normal

La Real Academia Española define “prejuicio” como la opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.

Nadie escapa al peso y al influjo de los prejuicios. Tienen, estos, un poder inmenso. Suplen las enormes lagunas del propio saber, los océanos cuasi infinitos del no saber. Nos hacemos, previamente, una opinión de las cosas. Y lo previo, lo anticipado, se convierte, con muy alta probabilidad, en definitivo. No somos capaces del conocimiento total de todas las cosas. Somos, nos guste o no, muy limitados.

Y, además, los prejuicios son tenaces, firmes, porfiados. No se van de nuestra mente ni con agua caliente, como se suele decir.

Podríamos poner múltiples ejemplos de estas opiniones previas y tenaces. Voy a limitarme al ámbito del lenguaje de la fe católica (que, por razones evidentes, es muchas veces, también, parte del lenguaje común): “Quien no tiene padrinos, no se bautiza”; “no se puede bautizar en Cuaresma”; “confirmarse es aceptar, de adulto, la fe en Cristo”.

Se trata, en los tres ejemplos propuestos, de juicios previos y tenaces, originados en un mal conocimiento de la realidad.

No es absolutamente necesario tener padrinos para bautizarse. El Código de Derecho Canónico dice: “En la medida de lo posible, a quien va a recibir el bautismo se le ha de dar un padrino, cuya función es asistir en su iniciación cristiana al adulto que se bautiza, y, juntamente con los padres, presentar al niño que va a recibir el bautismo y procurar que después lleve una vida cristiana congruente con el bautismo y cumpla fielmente las obligaciones inherentes al mismo (c.872)”. Todo el texto del canon comienza con la locución “en la medida de lo posible”.

Nada impide bautizar en Cuaresma, ni en ningún otro día del año: Aunque el bautismo puede celebrarse cualquier día, es sin embargo aconsejable que, de ordinario, se administre el domingo o, si es posible, en la vigilia pascual” (c. 856). Lo “aconsejable” marca una prioridad, no una prohibición. Y los domingos de Cuaresma son, también y ante todo, “domingos”.

“Confirmarse”, o mejor, “recibir el sacramento de la Confirmación”, no es, sustancialmente, aceptar, de adulto, la fe en Cristo. Esto sería un prejuicio absurdo, ya que anularía, casi, el sacramento del Bautismo administrado a los niños y haría ver como incomprensible la situación de los conversos adultos que reciben – también en la Iglesia latina – en una misma celebración los tres sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. El “Catecismo de la Iglesia Católica” dice que la recepción de la Confirmación lleva a plenitud la gracia bautismal, ya que enriquece a los bautizados con una fortaleza especial del Espíritu Santo (cf. n. 1285).

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Sabor, antorcha, candelero

El Señor compara a sus discípulos con la sal y con la luz (cf Mt 5,13-16): “Vosotros sois la sal de la tierra”; “vosotros sois la luz del mundo”. ¿Qué significa ser sal y ser luz? La sal da sabor a los alimentos y los conserva. La luz ilumina, haciendo irradiar entre los hombres a Cristo, Luz del mundo (cf Jn 9,5).

Ser sal de la tierra equivale a conservar la alianza con Dios para, de este modo, hacer sabroso el mundo. Un mundo sin Dios es un mundo soso, sin gracia y sin viveza. No basta edificar el mundo solamente contando con la ciencia y con la tecnología; es preciso, asimismo, contar con la apertura a Dios y a los hermanos. Dios existe y es Él quien nos ha dado la vida: “Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre” (Benedicto XVI).

Abriéndonos a Dios, viviendo en comunión con Él, nos convertimos en “templo de Dios vivo” (2 Co 6,16). De este modo, Dios puede morar entre los hombres y hacer presente en el mundo el amor incondicional y el perdón sin límites. Para ser sal de la tierra, debemos ser dóciles a la acción del Espíritu Santo, dejándonos conformar con Cristo para convertir nuestra existencia en un culto grato al Padre.

La comunión con Dios se traduce en servicio al prójimo: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne” (cf Is 58-7-10). En Dios podemos reencontrarnos con el otro y ver en el otro algo más que un congénere; ver a un hermano. La coherencia entre la fe y la vida sazonará todas nuestras actividades y todas nuestras relaciones con los demás: en la familia, en el trabajo, en el ocio, en nuestros compromisos con la sociedad en su conjunto.

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