Creer y tocar
“Tocar con el corazón, esto es creer”, comenta San Agustín a propósito de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf Lc 8,45-46). Jesús distingue ese ser tocado del ser estrujado por la gente.
Él nos ha tocado por su Encarnación y nos toca hoy por los sacramentos. Se dejó incluso golpear para que sus heridas nos curasen (cf 1 Pe2,24). Con la fe, nosotros podemos tocarlo y recibir la fuerza de su gracia.
No obstante, Jesús resucitado le dice a María la Magdalena: “No me toques, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20,17). La humanidad del Resucitado “ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre” (Catecismo, 645).
Desde esta perspectiva, “no me toques” puede entenderse como “no sigas tocándome, no quieras retenerme en esta tierra, suéltame, déjame recorrer el tramo final, entrar para siempre en el Padre”.

La fe es “escuchar", pero es también “ver” y hasta “tocar": “fides ex auditu, sed non sine visu”, la fe viene del oído pero no sin vista (San Cirilo de Jerusalén). La fe tiene una estructura sacramental - que se remonta de lo visible a lo invisible - porque se basa en la Encarnación del Verbo, en la presencia concreta del Hijo de Dios en medio de nosotros.
La oración del Shemá Israel comienza con estas palabras: “Escucha, Israel” (Dt 6,4). La fe, la virtud por la cual creemos a Dios, está ligada al oído: “Creer es, ante todo, escuchar” (F. Conesa), abrir el corazón y poner en práctica lo escuchado. La fe viene de la escucha, nos dice San Pablo (cf Rom 10,17). Pero, para que podamos percibir los sonidos, se hace necesario sintonizar, ajustar la frecuencia de resonancia.












