Sagrada Familia: Jesús, María y José
En el domingo dentro de la Octava de la Natividad del Señor, la Iglesia celebra la Sagrada Familia: Jesús, María y José. El Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso vivir en el seno de una familia, que se convierte para nosotros en modelo perfecto de amor, de respeto mutuo y de paz. Al instituir esta fiesta, el papa León XIII quiso mostrar este modelo a toda la humanidad. Benedicto XV extendió a toda la Iglesia la Misa en honor de la Sagrada Familia.
La familia, basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es la célula básica de la sociedad y de la Iglesia. Está llamada a ser un ámbito de vivencia de la fe y del amor a Dios, que se manifestará en el amor de unos por otros.
Corresponde a los hijos honrar a los padres; especialmente cuando se hacen mayores: “Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza” (Eclo 312). Se trata de cumplir el cuarto mandamiento de la ley de Dios, ya que los padres, en cierto modo, son el reflejo humano de la paternidad divina. La piedad filial incluye la gratitud, ya que por ellos hemos nacido, y se expresa en el respeto, en la docilidad y, mientras uno no se ha emancipado, también en la obediencia.
San Pablo habla de una familia cristiana, presidida por el amor, “que es el vínculo de la unidad perfecta” (Col 3,14), y que ha de caracterizarse por la disposición al perdón, por la paz y por el agradecimiento. La referencia a Cristo transforma las relaciones familiares y sociales, valorando el mutuo respeto y la reciprocidad de los deberes: del esposo hacia la esposa, de la esposa hacia el esposo, de los hijos hacia los padres y de los padres hacia los hijos.
El nuevo comportamiento cristiano de los miembros de la familia deriva, en última instancia, de lo que ella es: una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.

Las figuras del Adviento se suceden con una gran lógica interna, de menor a mayor proximidad: El centinela, que vigila en la noche; el heraldo, que anuncia la llegada del Señor; el testigo, que no es la luz pero que apunta a la luz y, finalmente, la Virgen Madre, la señal de que Aquel a quien esperamos, consustancial con nosotros en su humanidad, porta consigo la novedad de Dios, ya que es el Hijo de Dios hecho hombre.
Juan venía como testigo, “para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era la luz, sino el que daba testimonio de la luz” (Jn 1,7-8). No centra la atención sobre sí mismo. Sabe que no es el Mesías, ni Elías ni el gran profeta esperado. Es un testigo de la luz y una voz que clama en el desierto. En la humildad de Juan está su grandeza.
Muchas veces las minorías son muy activas - y muy poderosas - y consiguen convertir en leyes del Estado ideales que, al principio al menos, muy pocas personas comparten. Se termina, en ocasiones, presentando como un derecho fundamental o como una ampliación de las libertades, lo que no deja de ser el deseo – o la imposición - de unos pocos.












