InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Enero 2015

13.01.15

El Papa en Sri Lanka: Respeto, cooperación y diálogo

He leído con atención el breve discurso pronunciado por el Papa Francisco en el “Encuentro interreligioso y ecuménico” que ha tenido lugar en Colombo, la capital de Sri Lanka.

 

Creo que todo el discurso gira en torno a tres conceptos fundamentales: “respeto”, “cooperación” y “diálogo”.

 

1º) Respetar al otro significa ser considerado con él, ser deferente. Y el Papa lo es. No olvida que es el Papa: “Es una gracia especial para mí visitar esta comunidad católica, confirmarla en la fe, orar con ella y compartir sus alegrías y sufrimientos”.

 

Pero ser el pastor universal de la Iglesia no le impide ser delicado con los demás ciudadanos de un país, Sri Lanka, que cuenta con un porcentaje relativamente pequeño de cristianos: “Es igualmente una gracia poder estar con todos ustedes, hombres y mujeres de estas grandes tradiciones religiosas, que comparten con nosotros un deseo de sabiduría, verdad y santidad”.

 

Según parece son cuatro las religiones más destacadas, por número de fieles, de ese país: el Budismo, el Hinduismo, el Islam y el Cristianismo.

 

El respeto parte de la realidad. Y la realidad es lo que es; lo que ocurre de hecho, nos guste más o menos. La realidad, la situación de hecho, nos orienta a discernir, a distinguir entre lo bueno y lo malo. Y no todo lo que sucede, lo que de hecho - nos guste o no, se da - es malo.

 

La existencia de otras religiones es un hecho. Y ese hecho tiene su parte positiva – y, obviamente, también, su parte menos positiva –. El Papa, siguiendo el magisterio del Concilio Vaticano II, recuerda que la Iglesia “no rechaza nada de lo que en estas religiones [no católicas] hay de santo y de verdadero”.

 

Es muy normal que diga esto. Dios es el Santo y Dios es la Verdad. Y si alguna huella de esa santidad y de esa verdad se encuentra en cualquier lugar, en eso - en lo que tiene de huella - no puede ser rechazado.

 

2º) Cooperar es obrar conjuntamente con otro u otros para un mismo fin. ¿Pueden los católicos – de Sri Lanka, o de donde sean  - cooperar con otras personas buscando un mismo fin? Claro que sí. No solo pueden hacerlo, sino que deben hacerlo. Podemos cooperar con los demás tratando de lograr una mayor prosperidad para todos los ciudadanos de nuestro país.

 

3º) Es posible, asimismo, dialogar. Y dialogar es conversar en busca de avenencia. No se trata, solo ni primeramente, de convencer al otro, sino de tratar de conocerlo, de comprenderlo y de respetarlo. Y es imposible el diálogo con disfraces: Somos como somos, pensamos lo que pensamos y creemos lo que creemos. Pero esta indispensable honestidad no es un obstáculo insalvable para el diálogo: “si somos honestos en la presentación de nuestras convicciones, seremos capaces de ver con más claridad lo que tenemos en común. Se abrirán nuevos caminos para el mutuo aprecio, la cooperación y, ciertamente, la amistad”.

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Mendigos y parroquias

Una parroquia no es el mundo. Una parroquia católica es, simplemente, como dice el Código de Derecho Canónico, “una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio”.

Una parroquia no es ni más ni menos que eso. Viene a ser como una concreción próxima de lo que es la Iglesia. La Iglesia es el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo, el Templo del Espíritu Santo. Todo eso, pero “en concreto”, es la parroquia, siguiendo la lógica de la Encarnación.

Y la Iglesia, la parroquia, tiene muchas misiones. La primera, anunciar a Jesucristo. En suma, decir que Él, en Persona, es el Salvador y la Salvación de Dios. O sea, que no es lo mismo conocer a Jesucristo que no conocerlo. Que no da igual, y esto solo se puede saber si se entra en la senda de su seguimiento, que Él es el Camino y la Verdad y la Vida. Los no creyentes, los no cristianos, no podrán, aún, entenderlo.

Una parroquia ha de celebrar el misterio de Cristo. Dios entra en nuestras vidas contando con lo que somos: seres de carne y hueso, limitados por el espacio y el tiempo. Y, en esa proximidad, nos alcanza. Porque un Dios muy separado del hombre jamás podría llegar a ser el Emmanuel, el “Dios-con nosotros”.

También, una parroquia, ha de ser guía para la vida comunitaria. Y, en esa vida, nadie es más que nadie y nadie es menos que nadie.

Y esta hermandad, esta fraternidad, implica ayuda: El otro – el hermano – no es el totalmente otro, es otro yo. Pero el otro, el hermano, es, primeramente, el hermano en la fe. Y es, también, el hermano que sufre una necesidad determinada.

La caridad, el amor de Dios, aunque tiene orden, no tiene límite. Abarca a todos, pero –pienso – siguiendo un orden. La caridad no puede burlar la justicia. Ni la justicia puede burlar la caridad.

Y, dentro de un orden, si se quiere hacer el bien, hay que hacerlo “bien”. No vale cualquier cosa. Y hacer el bien es “sanar”, de raíz, la situación del afectado por el mal, por el que carece de bien; en grado sumo, el excluido y descartado.

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10.01.15

La blasfemia según el Catecismo

Hay un número muy interesante del Catecismo de la Iglesia Católica, el 2148, referido a la blasfemia. Dice así:

 

“La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios. Santiago reprueba a “los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos” (St 2, 7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión.

La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su santo nombre. Es de suyo un pecado grave”.

 

La condena que el Catecismo hace de la blasfemia abarca, de un modo sabio, el reproche hacia las acciones o palabras que se dirigen contra Dios, así como hacia las acciones o palabras, que abusando del nombre de Dios, se dirigen contra los demás en forma de crímenes, de tortura o de muerte.

A Dios se le injuria cuando se profana su Nombre o cuando se profana lo sagrado, lo santo, lo consagrado a Él. Pero se le injuria también cuando, pretendidamente en su Nombre, se agravia a los demás.

Una sociedad civilizada sería aquella en la que se fomentase el respeto hacia Dios y hacia las realidades sagradas. Reconocer lo sagrado como sagrado impone un límite; nos recuerda que no todo es lo mismo ni todo es igual. Nos recuerda que muchas realidades – ante todo Dios, pero también el hombre, en tanto que criatura de Dios – no son disponibles y manipulables a nuestro gusto, sino que merecen reconocimiento, veneración, consideración.

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9.01.15

¿Censurar la palabra de Dios?

Me he quedado con los ojos como platos al leer una de las “cartas al director” publicada, recientemente, por el “Faro de Vigo”. Quien la escribe, una señora que se define como católica practicante, propone, ni más ni menos, que se censure – en la misma Iglesia - la palabra de Dios, ya que la Sagrada Escritura, en cuando texto inspirado, es palabra divina y humana; palabra divina en palabra humana.

 

La verdad es que la carta de esa señora me ha despistado mucho. Parece que le ofende un texto de la Carta a los Colosenses de San Pablo: “Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas” (Col 3,18-19).

 

No se puede considerar este texto como ofensivo. Simplemente, se impone una mínima hermenéutica – un mínimo esfuerzo de interpretación - . San Pablo, en ese texto, no dicta cómo han de ser las relaciones sociales. Se remite a las costumbres vigentes en ese momento, a lo que era comúnmente aceptado. Pero, sobre esa común aceptación, no silencia la novedad cristiana: la referencia a Cristo y la insistencia en la reciprocidad de los deberes. Y esa insistencia sí resultaba novedosa.

 

Algo similar dice San Pablo sobre los amos y los esclavos. No está defendiendo el apóstol que haya amos y esclavos – eso estaba así establecido en la cultura de la época -. San Pablo introduce una novedad aparentemente inofensiva pero, en el fondo, revolucionaria: “Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres” (Col 3, 23).  Y, asimismo, dice: “Amos, tratad a los esclavos con justicia y equidad, sabiendo que también vosotros tenéis un amo en el cielo” (Col 4,1).

 

Lo novedoso es la reciprocidad. Hoy, que – teóricamente – no hay amos ni esclavos, la damos por hecho, la reciprocidad. Como damos por hecho que la mujer es igual, en cuanto a derechos, al varón. Pero en el siglo primero no era así. Y San Pablo, en un caso y en otro, apunta hacia una dirección, entonces desconocida, que deriva del Evangelio.

 

También se queja esta señora de otro pasaje neotestamentario, Efesios 5, 21-25: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es salvador del cuerpo. Como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia”.

 

No basta con análisis filológicos de los textos. Es necesaria la hermenéutica – la actualización del texto - . Lo que llama la atención es, análogamente, el deber de la reciprocidad, de la correspondencia, entre el esposo y la esposa que se compara- ¡nada menos! - que con el amor de Cristo a la Iglesia.

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7.01.15

El (único) motivo de la esperanza

“Rex tremendæ maiestatis, qui salvandos salvas gratis, salva me, fons pietatis”, canta el famoso himno “Dies irae”. Jesús es el rey de la majestad infinita. Él posee, como Dios y como hombre – “su reino no tendrá fin” - , la plenitud del poder y de la gloria.

 

“Todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16). Todo tiene en Él su consistencia (Col 1,17). El tener a Jesucristo como destino, como meta final, supone, como condición de posibilidad, como base, que la creación tenga en Él su fundamento.

 

Todo depende de Cristo. Todo se sostiene en Cristo. Nada hay creado que no esté orientado hacia Él. La obra maestra de la creación, la expresión más perfecta de la poética divina, es María. Y en Ella, del modo más claro que cabría imaginar, “todo es relativo a Cristo”, como recordó el beato Pablo VI

 

¿Cómo ha ejercido Jesús, en su vida terrena, su señorío? Podríamos decir que más bien en el fracaso que en el éxito. Jesús, en su vida terrena, y en esa especie de prolongación de la Encarnación que es la historia de la Iglesia, no ha triunfado brillantemente sobre el reino de las tinieblas. Aún no. Todavía no. Porque, en última instancia, la historia no es la escatología ni, aún, el mundo es el cielo.

 

Romano Guardini ha escrito que “el talante de la vida de Jesús es el fracaso, el sucumbir”. Sin ser conscientes de este hecho, se pierde la inmensa grandeza del Señor. Él nos dijo: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

 

En una cultura de lo inmediato, de la rentabilidad a corto plazo, de la autorrealización – que es una empresa justa, pero que puede servir de máscara para el egoísmo más acendrado – estas palabras no acaban de convencernos.

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