InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Diciembre 2014

15.12.14

El aborto no tiene lógica, ¿o sí?

Abortar es interrumpir, de forma natural o provocada, el desarrollo del feto durante el embarazo. Si se trata de un feto humano nos encontramos, nos guste o no, con un ser humano en proceso de gestación. Porque no se puede ser cuasi-humano o medio humano; o se es humano o no se es.

 

Pero no es suficiente con eso. Humanos pueden ser el sudor, la sangre o las heces. Pero nadie dirá que el sudor, la sangre o las heces - o que un cabello o una uña - , son “un ser humano”. Un ser humano no es un “algo”, sino “alguien”, distinto y diferente de otros. En suma, una persona humana, otra persona humana. Humanidad y alteridad nos salen al paso. A un feto humano solo le falta - para ser, clara y visiblemente otro, para ser similar a nosotros -  llegar al final de su desarrollo y poder preguntarnos, él: ¿Tú, quién eres?

 

Un aborto natural es un accidente. Un aborto provocado es una acción. No es lo mismo caerse involuntariamente por las escaleras, con resultado de muerte, que descuartizar a una persona porque nos la hemos encontrado en las escaleras, en un momento en el que no nos resulta particularmente propicio habernos encontrado con esa persona.

 

Defender el derecho al aborto, el derecho a eliminar - por las razones que sean-  a un ser humano, a una persona humana en proceso de gestación, es, a mi modo de ver, defender cualquier cosa; cualquier atropello; cualquier abuso. Es consagrar el principio de que “solo sobreviven los más fuertes”.

 

El aborto provocado es un acto de violencia; de una violencia, a veces, respaldada por las leyes y hasta por la ayuda de determinados médicos. Algo similar sucede, en ocasiones, con la tortura, en la que colaboran legisladores – o ejecutores del poder – y supuestos expertos en medicina, o, más bien, expertos en los límites de resistencia de la naturaleza humana.

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13.12.14

Testigo de la luz

Juan el Bautista “venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él” (Jn 1,7). Juan niega su propia importancia: “No era él la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,8). Debemos aprender de su espíritu de abnegación, renunciando al propio protagonismo para dejar espacio al Señor que quiere venir a nuestras vidas.

 

Él no es el Mesías, ni tampoco el profeta Elías, ni el profeta semejante a Moisés anunciado en el Deuteronomio. Se define a sí mismo comola voz que grita en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’ ” (Jn 1,23). San Gregorio Magno comenta que “por nuestro mismo lenguaje sabemos que primero suena la voz para que después se pueda oír la palabra; mas San Juan asegura que él es la voz que precede a la palabra y que por su mediación el Verbo del Padre es oído por los hombres”.

 

Allanamos el camino del Señor, de Jesucristo, si oímos con humildad la palabra de la verdad y si preparamos la vida al cumplimiento de su LeyJuan es el precursor de alguien mayor que él; de Jesús. Él bautiza solamente con agua, pero Jesús bautizará comunicando el Espíritu Santo.

 

El Señor viene “para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor” (Is 61,1-2). Viene para restituir a todos los hombres la dignidad y la libertad de los hijos de Dios.

 

¿Cómo prepararnos para su llegada? San Pablo señala tres actitudes: la alegría constante, la oración perseverante y la acción de gracias continua (cf 1 Tes 5,16-24).

 

La razón de la alegría es la cercanía del Señor. La alegría completa “no puede proceder de criatura alguna, sino solo de Dios, en quien reside la plenitud de la bondad” (Santo Tomás de Aquino). En la medida en que le amemos más, mayor será nuestra alegría; una alegría que, iniciada en la tierra por la fe y la esperanza, tendrá su plenitud en el cielo.

 

La oración perseverante hace posible entrar en unión con Dios y así incrementar el amor hacia Él. Orando, nuestro corazón se inclina a desear fervientemente lo que esperamos conseguir y, de este modo, nos hace idóneos para recibirlo. Si oramos permanentemente haremos que nuestro deseo de Dios, de su venida a nuestras vidas, sea continuo y así nos prepararemos para acogerlo en nuestro corazón.

 

La tercera actitud es la acción de gracias “en toda ocasión”. En la celebración de la Eucaristía nos unimos a Cristo y a la Iglesia para ofrecer al Padre un sacrificio de acción de gracias; bendiciendo a Dios y expresando nuestro reconocimiento por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación (cf Catecismo 1360).

Guillermo Juan Morado.

 

12.12.14

Elogio de la fe sencilla

Entre las características de la fe está, sin duda, la sencillez. La fe, la confianza en Dios y la aceptación de la verdad que Él nos ha manifestado en Jesucristo, no conoce el artificio ni el engaño.

 

Prototipo del creyente es María. En Ella, en su fe, no hay “ni la menor sombra de doblez”, como decía San Josemaría.

 

Cada día admiro más la naturalidad y la espontaneidad con la que los creyentes sencillos expresan y defienden su fe. No les hace falta, a estos cristianos, pertenecer a nada especial. No son miembros de ninguna asociación. No pretenden destacar, no presumen de ser los mejores ni los más puros. No presumen de nada. Solo creen, confiando en que Dios les acompaña en los momentos buenos y malos de la vida.

 

Obviamente, no es malo asociarse con otros para vivir la fe. No es malo seguir un movimiento de vida cristiana. No es malo ingresar en una orden religiosa. Todo eso es muy bueno, si se hace con sencillez.

 

Desde muy antiguo ha existido en la Iglesia la tentación gnóstica, el deseo de pertenecer a un grupo reservado y exclusivo, a una especie de clase aristocrática que, a diferencia de los simples fieles, no solo cree, sino que “sabe”.

 

Los creyentes sencillos no presumen de “saber”. Se conforman con la Misa que se celebra en su Parroquia, con las confesiones, con el rezo del Rosario y con muy poco más. No piden, con una exigencia absoluta, la exposición solemne del Santísimo Sacramento, porque son conscientes de que el Señor está realmente presente en cualquier sagrario de la tierra, por olvidado que esté ese sagrario.

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8.12.14

Un exorcismo no es nada raro; es una oración

Un exorcismo es una oración; una de las formas de la oración de la Iglesia: “Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraída a su dominio, se habla de exorcismo” (Catecismo 1673).

 

Si quisiéramos precisar un poco más, diríamos que esa oración forma parte de un sacramental; de un signo sagrado con el que, de un modo parecido a lo que acontece con los sacramentos, se expresan efectos, sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la Iglesia.

 

Los sacramentales preparan a recibir la gracia y predisponen a cooperar con ella: Por ejemplo, una bendición – de un objeto, de un lugar o de una persona – o un exorcismo.

 

Salvo que arranquemos a los evangelios casi todas sus páginas – en un proceso de desmitologización racionalista - , hay que aceptar que Jesús practicó exorcismos  (cf Mc 1,25-26; etc.) y que la Iglesia ha recibido de Jesús el poder de exorcizar (cf Mc 3,15; 6,7.13; 16,17).

 

Realmente, el primer exorcismo acontece con el Bautismo: “Dios todopoderoso y eterno, que has enviado tu Hijo al mundo, para librarnos del dominio de Satanás, espíritu del mal, y llevarnos así, arrancados de las tinieblas, al Reino de tu luz admirable…”, se reza en cada Bautismo.

 

Los llamados exorcismos solemnes solo pueden ser practicados por un sacerdote y con permiso del Obispo. Pero un exorcismo solemne no deja de ser lo que es: un sacramental, que incluye una oración: “En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de un presencia del Maligno y no de una enfermedad (cf. CIC can. 1172)” (Catecismo, 1673).

 

La prudencia, la moderación, la sensatez, llevará a discernir si se trata de un padecimiento puramente médico o de algo más. Pero esta apelación a la prudencia y al buen juicio no puede equivaler a la exigencia de una prueba médica – del tipo de un análisis de sangre o similar - , sino que, guste o no, remite al juicio de un hombre prudente, bien formado, que estime, en cada caso, si procede exorcizar o no hacerlo.

 

El Código de Derecho Canónico incluye, asimismo, los exorcismos entre los sacramentales – entre las oraciones que, a semejanza de los sacramentos, van acompañadas de signos – y establece: “Sin licencia peculiar y expresa del Ordinario del lugar, nadie puede realizar legítimamente exorcismos sobre los posesos”, y añade: “El Ordinario del lugar concederá esta licencia solamente a un presbítero piadoso, docto, prudente y con integridad de vida” (c. 1172).

 

¿Puede darse el error? Sin duda. Las cosas importantes de la vida siempre están vinculadas a juicios prudenciales; es decir, sujetos a error (un diagnóstico médico, una sentencia judicial, la corrección de un examen, etc.). Pero, si se respeta la libertad religiosa y la libertad de culto, no cabe que una legislación civil prohíba los exorcismos. Como no cabe, tampoco, que prohíba rezar, celebrar la Misa o bendecir la mesa. Ni le compete a la autoridad civil decidir si la Misa se ha celebrado bien o mal, si la mesa se ha bendecido bien o mal, o si el exorcismo se ha practicado bien o mal.

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6.12.14

Las colinas y los valles

¿Cómo podemos preparar la venida del Señor a nuestras vidas? Mediante la escucha de la predicación y la penitencia. El que predica la Palabra del Señor, como Isaías y Juan el Bautista, hace rectos los senderos posibilitando que esa Palabra llegue al corazón de los oyentes para penetrarlos con la fuerza de la gracia e ilustrarlos con la luz de la verdad.

 

La predicación es un anuncio de consuelo y de alegría: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén” (Is 40,1). El contenido de este anuncio es la alegría causada por la presencia de Dios: “aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina” (Is 40,9-10).

 

Juan el Bautista, que - como dice San Jerónimo - es el amigo del Esposo que conduce a la Esposa a Cristo, es la voz que grita en el desierto llamando a preparar el camino al Señor, predicando la conversión, anunciando la llegada del “que puede más que yo” (Mc 1,7).

 

La predicación de la Palabra de Dios es la proclamación del “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). El Evangelio es la “Buena Noticia” que tiene como objeto central la persona misma de Jesús, Mesías e Hijo de Dios. Jesús es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad: “El Hijo mismo es la Palabra, el Logos […] Ahora, la Palabra no solo se puede oír, no solo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret” (Benedicto XVI, Verbum Domini, 12).

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