InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2014

5.11.14

Rehabilitar la política

En estos momentos que nos toca vivir, caracterizados en buena medida por el desencanto y por el hartazgo, conviene leer con calma algunos pasajes de la exhortación apostólica “La alegría del Evangelio” – “Evangelii gaudium” – del Papa Francisco.

 

“¡Pido a Dios – escribe el Papa – que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo!”.

 

Se trata, pues, de apostar por la realidad y no por la apariencia. Se trata de ir a la raíz y de no quedarse en las ramas. ¿En qué se fundamenta esta petición del Papa? Sustancialmente en la convicción de la importancia de la política; esta, la política, “es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común”. El Papa se hace eco de un documento que, en 1999, publicaron los obispos de Francia con el significativo título de “Rehabilitar la política”.

 

¿Cuáles son las raíces profundas de los males de nuestro mundo? Tienen que ver, ante todo, con las causas estructurales de la inequidad, con las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial.

 

Ir a la raíz de los males supone renunciar a la autonomía absoluta – recalco el adjetivo “absoluta”-  de los mercados y de la especulación financiera. Toda política económica ha de estar articulada desde unos parámetros básicos: el respeto a la dignidad de cada persona humana y la búsqueda del bien común.

 

A medio y largo plazo no se pueden seguir orillando – ¡hasta por egoísmo, hasta por mera supervivencia! – las “palabras molestas”. ¿Cuáles son estas palabras? Son palabras, o expresiones,  como “ética”, “solidaridad”, “distribución”, “fuente de trabajo”, “dignidad de los débiles”… Molesta, en suma – y quizá sea lo que más moleste – que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia.

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4.11.14

Rezar por los difuntos: la realidad y la idea

El Papa Francisco dice en Evangelii gaudium que la realidad es más importante que la idea: “La realidad simplemente es, la idea se elabora” (EG 231).

 

Este principio, que el Papa relaciona con las tensiones de toda realidad social y con el ritmo de la evangelización, se puede aplicar a la doctrina sobre el purgatorio. En este caso, como en casi todos, ha habido una realidad que ha precedido a la idea.

 

¿Cuál es la realidad? Yo creo que es, ante todo, la práctica de la oración por los difuntos, “de la que ya habla la Escritura: ‘Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado’ (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos” (Catecismo de la Iglesia Católica 1032).

 

La vida precede a la doctrina, como es normal. Y eso que la doctrina del purgatorio se ha ido explicitando, no sin base bíblica, a lo largo de la historia, singularmente en los concilios de Florencia y de Trento. La labor de la Tradición es, sustancialmente esa: hacer explícito lo implícito, lo que ya, de modo nuclear, está en la revelación

 

Próspero de Aquitania decía que “lex orandi, lex credendi”, la regla de la oración es la regla de la fe. La Iglesia ora en conformidad con lo que cree, y cree en conformidad con lo que ora. No oraría por los difuntos sin suponer, como fundamento de tal plegaria, la existencia del purgatorio.

 

El purgatorio es la purificación final de los elegidos: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (Catecismo, 1030).

 

Jesús, en el Sermón de la Montaña, dice: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). No se puede ver a Dios si falta esta limpieza, esta pureza, del fondo de nuestro ser. La santidad de Dios no es compatible ni con el pecado ni con sus consecuencias.

 

No basta con pecar y arrepentirse del pecado. Es algo, es mucho, pero no lo es todo. Porque cualquier acción entraña consecuencias. Y las consecuencias de nuestros pecados van más allá de nuestra voluntad. Yo puedo arrepentirme de lo que he hecho mal, pero no puedo lograr que eso que he hecho mal deje de repercutir en la suerte de otras personas y del mundo.

 

Las acciones, y las consecuencias de las mismas, pesan sobre uno, y sobre el destino de todos, con una lógica no menos implacable que la de los primeros principios, como el de identidad o el de no contradicción. Yo no puedo lograr que lo que he hecho sea algo diferente a lo que he hecho, y menos conseguiré que llegue a ser lo contrario.

 

“La realidad es más importante que la idea”. ¿Y qué nos dice la realidad de una práctica ininterrumpida de oración por los difuntos? Pues nos dice, más o menos, que cuando alguien muere suponemos que tiene como destino inmediato el purgatorio.

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1.11.14

Purgatorio, sufragios, indulgencias

Las palabras evocan la realidad, remiten a ella, nos la ponen delante, nos obligan a afrontarla. Hay palabras que, poco a poco, van siendo condenadas a un silencio que cubre con su sombra callada parcelas de las cosas que, no por no nombrarlas, dejan de existir. También en el vocabulario de la fe, las palabras suben y bajan, se cotizan más o menos, se pronuncian o se amordazan, según las preferencias de los hablantes.  

          Yo quisiera rescatar, en este mes de Noviembre, tres palabras de consuelo y de esperanza que pertenecen a la casa de las palabras del cristianismo. Son palabras de consuelo y esperanza, de solidaridad y de perdón.  

          La primera de ellas es “purgatorio”. Cuando yo la pronuncio, viene a mi imaginación el retablillo de ánimas de mi Parroquia. Estaba casi siempre colocado en un muro lateral, a la derecha del presbiterio. En un bajorrelieve de madera policromada, aparecen representados muchos personajes anónimos sumergidos en un mar de llamas. Algunos de estos personajes llevan en sus cabezas insignias que los identifican como papas u obispos, como clérigos o religiosos. Otros no portan ningún distintivo especial. Hay hombres y mujeres, ancianos y jóvenes. En medio de las llamas, su gesto no denota desesperación, sino piadoso recogimiento, con las palmas de las manos unidas sobre el pecho, como si balbuciesen una plegaria interior. Yo recuerdo que, delante de ese retablillo, siempre lucían cirios y velitas encendidas. Esas pequeñas lamparitas simbolizaban perfectamente el acompañamiento de los vivos, que alumbraban con las luces de su amor lo que parecía ser el sufrimiento sereno de los personajes del retablo.  

          En esa sencilla representación de las ánimas se encerraba una consoladora verdad de nuestra fe. El purgatorio no es un infierno temporal: sus llamas no atormentan, los demonios no azuzan con sus tridentes el sufrimiento de los condenados. Las llamas del purgatorio son llamas de amor, que purifican y acrisolan a quienes las padecen. Ese mar de llamas – ese océano del amor – es la morada transitoria de muchos amigos que Dios. Su esperanza brota de la certeza de su salvación. Su sufrimiento, del ansia de contemplar para siempre el rostro de Dios. Por eso son almas benditas, que duermen, a la espera de un alegre despertar, el sueño de la paz. ¿Podemos hacer algo por ellas? ¿Podemos ayudarles a hacer más llevadera su espera, más acompañada su pena, más ligero su descanso? La fe nos dice que sí. Y bien lo comprendían los fieles de mi Parroquia cuando, ante el retablillo, encendían sus candelas.  

          Emerge así, del pozo de mis recuerdos, la segunda palabra: “sufragios”. Una palabra también en desuso, aparentemente caducada. Pero en el desván de las palabras, si uno rebusca un poco, siempre termina encontrándolas, incluso las más escondidas, o las cubiertas por el espeso velo del olvido. El sufragio es la ayuda, el favor o el socorro; es decir, las obras buenas que se aplican por las almas del purgatorio. Los sufragios son siempre actos solidarios, de una solidaridad tan amplia que es capaz de cruzar el umbral de la muerte. ¿Cómo dejar de ofrecer estos sufragios? ¿Cómo no querer contribuir, si uno puede, a aliviar la situación de otros? Lo que mis parroquianos habían comprendido perfectamente es la profunda verdad de la comunión de los santos, el imposible aislamiento, el inadmisible ostracismo de los que aman a Dios. Y sin grandes estudios de Teología, pero dotados del saber de la fe, los fieles ofrecían oraciones, y limosnas, y obras de penitencia. Y sobre todo ofrecían el santo sacrificio de la Misa , la ofrenda de aquel que se hizo nuestro Sufragio, ayudándonos a ayudar, posibilitando nuestro auxilio.

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