InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Octubre 2014

4.10.14

Acoger el Reino y dar frutos

El pueblo de Israel es comparado a una viña plantada por Dios, de la que el Señor espera buenos frutos (cf Is 5,1-7). Pero no siempre sucede así; en ocasiones, en lugar de derecho, se encuentra asesinatos y, en lugar de justicia, lamentos.

La imagen del viñedo es empleada por Jesús para referirse al Reino de Dios; un Reino que se nos ha confiado a cada uno de nosotros para que demos a Dios los frutos a su tiempo (cf Mt 21,33-43). Nos comportaríamos como viñadores malvados si, despreciando a los profetas y al propio Hijo de Dios, nos empeñásemos en construir el Reino según nuestras propias convicciones particulares.

En los tiempos de la vida terrena de Jesucristo había otros proyectos alternativos al suyo para edificar el Reino. Los zelotes, por ejemplo, querían imponer lo que ellos entendían por el Reino de Dios mediante la fuerza. Otros, como los que formaban la comunidad de Qumrán, pensaban que ese Reino era solo para los elegidos, para un grupo limitado.

Existe una conexión entre el Reino y la Iglesia, porque la Iglesia es el Reino de Cristo “presente ya en misterio” (Lumen gentium,3). Un Reino que se manifiesta en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo, que es la verdadera “piedra angular” de todo el edificio. Jesús dotó a su Iglesia de una estructura y eligió a los Doce, con Pedro como Cabeza, como cimientos. En la Iglesia encontramos la salvación que nos viene de Cristo.

También en nuestros días puede surgir el deseo de despreciar a los pastores que Dios envía a su Iglesia – al papa y a los obispos en comunión con él – para construir “otra” Iglesia, más afín a nuestras preferencias y caprichos o a lo que entendemos que es más justo. Benedicto XVI ha alertado sobre esta tentación: “La insatisfacción y el desencanto se difunden si no se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la ‘Iglesia`’ y los ‘ideales sobre la Iglesia’ que cada uno tiene” (Berlín, 22-IX-2011).

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3.10.14

Ayudar a la vida

La preciosa oración de San Juan Pablo II que concluye la encíclica “Evangelium vitae” nos debe animar a orar y a reflexionar.

En primer lugar, a orar, acudiendo a la intercesión de la Virgen María, la Madre de los vivientes: “Oh María, /aurora del mundo nuevo, /Madre de los vivientes, /a Ti confiamos la causa de la vida”.

Sin oración no conseguiremos nada. La cultura de la muerte es demasiado poderosa y solo Dios - solo pidiéndoselo insistentemente a Dios - podrá derrotarla. Y no cabe pensar en mejor intercesora que María, la Madre de Jesús.

La causa de la vida es una causa muy amplia. No se puede reducir al ámbito de la moral personal – y menos “privada”, que dirían algunos - ; es, más bien, una cuestión de justicia y de moral social.

“Mira, Madre, el número inmenso /de niños a quienes se impide nacer,/ de pobres a quienes se hace difícil vivir,/ de hombres y mujeres víctimas/ de violencia inhumana,/ de ancianos y enfermos muertos/ a causa de la indiferencia/ o de una presunta piedad”.

El arco de la defensa de la vida es amplio, enorme. Desprecio a la vida es impedir nacer a un número inmenso de niños, pero lo es también ser indiferente ante la pobreza que hace casi imposible vivir, o ante la violencia, o ante la opción por el descarte que deja en la cuneta a los ancianos o a los enfermos, so capa de piedad, de falsa piedad.

Todo este reto de la cultura de la muerte, y del descarte, nos tiene que llevar a los cristianos a anunciar, a acoger, a celebrar y a testimoniar el Evangelio de la vida; la buena noticia de que la vida debe ser respetada y promovida.

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