InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Agosto 2014

30.08.14

Solo se encuentra el que se pierde a sí mismo

El anuncio de la pasión muestra que el Señor acepta cumplir hasta el final el plan salvador de Dios; un designio que se orienta a la vida, a la resurrección, pero que incluye también el padecimiento y la cruz (cf Mt 16,21). La palabra de Dios encuentra en el mundo rechazo y, en ocasiones, se convierte para quien la proclama en motivo de burla, de oprobio, de desprecio (cf Is 20.7-9). Jesús, que es la Palabra hecha carne, ha de asumir este rechazo que se plasma en su muerte en la cruz.

La reacción de Pedro: “¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte” (Mt 16,22) expresa el desconcierto no solo del apóstol, sino de cada creyente cuando ha de confrontarse con el misterio de la cruz. ¿Por qué la cruz?, ¿por qué Dios permite el sufrimiento y la muerte del Inocente? En definitiva, ¿por qué los planes de Dios no son los nuestros ni sus caminos nuestros caminos?

A la luz de la Resurrección se comprende mejor que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). El amor de Dios, que no se deja vencer por el odio, por el pecado y por la muerte, sino que en cierto modo los asume para vencerlos, es un amor fecundo que da frutos de regeneración y de vida.

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23.08.14

¿Quién decís que soy yo?

A la pregunta que formula Jesús – “¿quién decís que soy yo?” – Pedro da la contestación exacta: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Jesús, nuestro Salvador, es Dios, el Hijo de Dios hecho hombre.

Esta confesión de fe va seguida de una triple respuesta de Jesús a Pedro. En primer lugar, Jesús alaba la fe de Pedro, una fe que no procede de la carne ni de la sangre; es decir, de la debilidad humana, sino de una revelación especial de Dios. Reconocer la verdadera identidad de Jesús es un don del Padre, es obra de la gracia. Cada uno de nosotros está, como Pedro, llamado a abrirse al don de Dios, sin pretender hacerlo todo nosotros mismos para que, de esta manera, Dios entre en nuestras vidas.

En segundo lugar, Jesús confía una misión a Pedro. Sobre la roca de su fe edificará la Iglesia como una construcción estable y permanente que nada podrá destruir. Por sí mismo Pedro no es una roca, sino un hombre débil e inconstante. Sin embargo, “el Señor quiso convertirlo precisamente a él en piedra, para demostrar que, a través de un hombre débil, es Él mismo quien sostiene con firmeza a su Iglesia y la mantiene en la unidad” (Benedicto XVI).

Esta misión encomendada a Pedro encuentra su continuación en el ministerio del papa. El papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles“(LG 23).

Sin el papa resultaría imposible mantener la unidad de todos los fieles en la fe, porque, como explica Santo Tomás de Aquino, “en torno a las cosas de la fe suelen suscitarse problemas. Y la Iglesia se dividiría por la diversidad de opiniones de no existir uno que con su dictamen la conservara en la unidad”. El papa es para todos nosotros una referencia segura en lo que se refiere a la fe, ya que en él radica de manera principal la autoridad de la Iglesia.

A pesar de los vaivenes de la historia, la Iglesia está destinada a perdurar porque es una construcción divina que Cristo sustenta con su fuerza: “Siempre se tiene la impresión de que ha de hundirse, y siempre está ya salvada. San Pablo ha descrito así esta situación: ‘Somos los moribundos que están bien vivos’ (2 Cor 6,9). La mano salvadora del Señor nos sujeta”, decía Benedicto XVI.

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22.08.14

Islam, razón y religión

A mi modo de entender, ha sido Benedicto XVI, entre los líderes mundiales, el que ha tenido un acercamiento más sensato al Islam. En su célebre discurso de Ratisbona, el Papa apuntaba a un aspecto esencial: la relación entre razón y religión. Sintetizando mucho podríamos decir que Benedicto XVI contrastaba dos posturas contrarias: una razón cerrada a la religión – una “razón positivista” - , triunfante en buena parte de Occidente, y una religión separada de la razón. Un problema, este último, que sí puede afectar al Islam, como también en algún momento ha afectado al Cristianismo. La razón, si no se cierra en sí misma, une, tiende a la universalidad. La religión, privada de razón, divide.

Como es sabido, en Ratisbona Benedicto XVI citaba un texto de Manuel II Paleólogo referido a la “yihad”, a la guerra santa. No ignoraba el emperador que en la “sura” 2, 256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de fe», pero, no obstante esto, Manuel II dirigía a su interlocutor – un persa culto – la siguiente pregunta: «Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba».

Para el emperador bizantino, “la violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma”. O, dicho de otra manera, la violencia contradice la racionalidad de Dios y la racionalidad del hombre. Frente a la violencia, se debe actuar “según la razón”.

No es evidente que, para todos los sabios musulmanes, la naturaleza de Dios haya de ser racional: “para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad”, señala Benedicto recogiendo el pensamiento de Theodore Khoury. Dios sería Dios, sin más. Y nosotros no podemos pedirle cuentas a Dios, ni esperar de Él siquiera un mínimo de coherencia.

Para Benedicto XVI, apoyándose en San Juan, está claro que “en el principio existía el ‘logos’, y el ‘logos’ es Dios”. Para el Papa la fe bíblica va a asociada a una especie de Ilustración, a un proceso de acercamiento entre la fe y la razón.

La historia cristiana no ha estado exenta de la tentación de separar fe y razón. Lo señala el Papa Benedicto: “En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que sólo conocemos de Dios la ‘voluntas ordinata’. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho […] La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas”.

Pero esa no ha sido la postura oficial de la Iglesia, que siempre ha sostenido la analogía que existe entre Dios y nosotros, entre su Espíritu y nuestra razón creada: “Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable, sino que, más bien, el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como ‘logos’ y ha actuado y actúa como ‘logos’ lleno de amor por nosotros”.

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16.08.14

La súplica de la mujer cananea

“Mi casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos”, dice el Señor por medio del profeta Isaías (cf Is 56,1.6-7). El pueblo elegido aparece como centro de reunión de todas las naciones, llamadas también a la salvación. Sin menoscabo de la elección de Israel, la voluntad salvífica de Dios es universal, ya que Él “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).

Jesucristo es la Luz, la Salvación y la Gracia. Su presencia es la presencia misma de Dios en medio de su pueblo para sanar, resucitar y dar vida a los hombres. La petición de la mujer pagana, que se dirige a Jesús para implorar misericordia: “Ten compasión de mí, Señor Hijo de David”, “Señor, socórreme”, es escuchada finalmente por Jesús, que reconoce la gran fe de la mujer y le promete el cumplimiento de su deseo (cf Mt 15,21-28).

Con su actitud insistente la mujer cananea expresa que Dios no es avaro en su salvación, sino que la regala en abundancia. Nada se le quita a los hijos de Israel, a quienes en primer lugar se dirige Jesús, si los bienes de la salvación se reparten también a otros. La misión del Señor no puede entenderse de manera exclusiva, sino universalmente. Él ha venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia (cf Jn 10,10).

La presencia salvadora de Cristo continúa en la historia por medio de la Iglesia, fundada por Él y animada por el Espíritu Santo. La Iglesia, constituida por pueblos de toda raza y cultura, es, en Cristo, el sacramento universal de la salvación, el signo y el instrumento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad del género humano (cf Lumen gentium, 1).

De aquí proviene, como recuerda Benedicto XVI, “la gran responsabilidad de la comunidad eclesial, llamada a ser casa hospitalaria para todos” (17-8-2008). Como enseña el Concilio Vaticano II: “Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación” (Lumen gentium, 13).

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14.08.14

La Asunción, el tránsito de María

La solemnidad de la Asunción de la Virgen nos recuerda su tránsito, su paso, de este mundo al Padre. Aquella que, desde el primer instante de su concepción inmaculada, es sólo de Dios entra para siempre, transcurrido el curso de su vida terrena, en Dios, en la gloria de Dios: “En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Te trasladaste a la vida porque eres Madre de la Vida, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas”.

De algún modo, el primer “tránsito” para todos nosotros es la creación. Dios, libremente, por el poder de su palabra, nos ha llamado de la nada al ser. No provenimos del azar, ni de un destino ciego, ni de una necesidad anónima, sino que nuestro origen, y nuestro destino, está en Dios, que ha querido que participásemos de su verdad, bondad y belleza.

Un segundo “tránsito” tiene lugar con nuestra llamada a la justificación, a la santificación. A pesar de estar muertos por el peso del pecado, Dios nos da la vida; nos hace, por pura gracia, santos. San Agustín dice que la justificación del impío es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra, porque manifiesta una misericordia mayor (cf Catecismo 1994). En la Virgen, la santidad coincide con la creación. En Ella no hay pecado; desde su concepción ha sido redimida, santificada, bendecida. Ella es, verdaderamente, una criatura nueva, plasmada por la gracia de Dios.

El tercer “tránsito” es el paso de esta vida a la vida eterna. Dios nos llama a superar la vida mortal para hacernos partícipes de su inmortalidad. Cristo, con su Pascua, ha inaugurado este paso. Él es el “primogénito de entre los muertos” (Col 1,18), el principio de nuestra propia resurrección por la justificación de nuestra alma y, más tarde, por la vivificación de nuestro cuerpo. María, la Virgen, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo “para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen gentium 59).

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