InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Junio 2014

14.06.14

Cada Persona es su amor

Homilía para la solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo A)

“Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”, proclama la liturgia. Celebrando la fe, reconocemos y adoramos al Padre como “la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación: en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo” (Catecismo 1082).

Dios se revela a Moisés como “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6). En la misericordia “se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”, enseña Benedicto XVI. Dios se manifiesta como misericordioso porque Él es, en sí mismo, Amor eterno e infinito. Por medio de su Iglesia hace posible la comunión entre los hombres porque Él es la comunión perfecta, “comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, explica también el papa.

La naturaleza divina es única. No hay tres dioses, sino un solo Dios. Cada una de las personas divinas es enteramente el único Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza”, dice el XI Concilio de Toledo. Siendo por esencia lo mismo, Amor, cada persona divina se diferencia por la relación que la vincula a las otras personas; por un modo de amar propio, podríamos decir. Como afirmaba Ricardo de San Víctor, cada persona es lo mismo que su amor.

El Padre es la primera persona. Ama como Padre, dándose a sí mismo en un acto eterno y profundo de conocimiento y de amor. De este modo genera al Hijo y espira el Espíritu Santo. La segunda persona es el Hijo, que recibe del Padre la vida y, con el Padre, la comunica al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona, que recibe y acepta el amor divino del Padre y del Hijo.

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13.06.14

¿Nos pasamos de “aconfesionales”?

No acabo de entender la aparente normalidad con la que, por parte de algunos representantes de la Iglesia en España, se da por buena la ausencia de cualquier celebración religiosa en la proclamación del nuevo Rey. Mi opinión es que, en este tema, se debe respetar la voluntad, y la conciencia, del futuro Rey. Pero el respeto no es, sin más, el aplauso.

Ser Rey es algo muy importante. Significa, entre otras cosas, ser la cabeza de una nación, el Jefe del Estado. Y la persona llamada a desempeñar esa relevante tarea no puede ser “obligada” a prescindir de invocar la ayuda de Dios cuando asume ese cargo. Si nos constase a todos que Felipe de Borbón fuese ateo o agnóstico, habría que aceptar que, en su proclamación, no hubiese ninguna referencia religiosa.

Pero no parece que sea así. Ha sido bautizado. Ha recibido la Confirmación. Se ha casado canónicamente. Se le ha visto, en muchas celebraciones, haciendo la señal de la cruz e incluso comulgando. No se presenta como un ateo, sino como un católico.

Aunque el Estado sea aconfesional – y eso significa que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” - , los servidores del Estado – entre ellos, el Rey – gozan de libertad religiosa, “sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.

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12.06.14

Retirar el crucifijo

Se ve que a algún partido político le preocupa en gran manera que la efigie o imagen de Cristo crucificado esté presente en las habitaciones de un hospital. Sin embargo, no parece que esta preocupación sea compartida por los pacientes de dicho hospital, ni por los médicos, ni por el resto del personal sanitario.

En cierto modo, Cristo en la cruz es un icono del sufrimiento humano. Los que sufren, los que están hospitalizados, los enfermos en general, son, en buena medida, personas con el cuerpo semidesnudo, famélicas y llenas de heridas. Esa es también la humanidad: “Ecce homo”.

El desagrado ante la imagen de Cristo quizá esté relacionado con la aversión que produce, en algunos, la debilidad humana. No todo, en el hombre, es vigor, juventud, salud y belleza. Igualmente humano es lo contrario de todo esto: las fuerzas fallan, la juventud se convierte en vejez, la salud da paso a la enfermedad y la belleza de un cuerpo sano deja paso, tantas veces, a la aparente no belleza, a la “fealdad”, de un cuerpo dolorido, privado hasta de “la apariencia”, que parece ser uno de los ídolos de nuestra época.

Cristo, en su pasión, ha asumido y redimido este lado oscuro del hombre. Los cristianos nos dejamos conmover el Viernes Santo con un texto del profeta Isaías: “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado”.

Cristo se ha solidarizado tanto con los hombres que la exclusión – por decreto - de su imagen, la de Cristo, presagia la exclusión – también por decreto – de quienes, de algún modo, son “sacramento” suyo: los enfermos, los ancianos, los desahuciados, los pobres. Es decir, la otra cara de los ídolos imperantes, que son la juventud, la belleza, la riqueza y la fama.

Yo creo que los partidos políticos deben estar para otra cosa. Si a un paciente de un hospital le molestase el crucifijo, podría, simplemente, pedir que lo retirasen de su habitación. Pero yo no creo que a los pacientes les moleste un Dios que ha padecido, como nosotros y por nosotros. Más bien puede infundirles, esa efigie, consuelo y esperanza.

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10.06.14

Los santos y el conocimiento de Cristo

1. LOS COLORES DEL ESPECTRO EN RELACIÓN CON LA LUZ

El vocablo Cristología, que designa el tratado de lo referente a Cristo, no puede estar lejano, en el mapa de las palabras, del término espiritualidad, que alude a la vida del espíritu. Las palabras orientan en una dirección precisa: Cristo es el Ungido por el Espíritu Santo.

San Ireneo decía que en la humanidad de Jesús el Espíritu tenía que habituarse a estar entre los hombres . Y San Gregorio Magno comenta que por el Espíritu Santo “se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria eterna”.

En la época patrística se comprendió la soteriología, la doctrina sobre la redención realizada por Cristo, como divinización del hombre. Uniendo la theologia y la oikonomia, los Padres de la Iglesia veían a Dios mismo como el sujeto soberano de la redención. Actúa por medio de Jesucristo, la Palabra encarnada. En Él, en Jesucristo, confluyen los movimientos que parten de Dios hacia el hombre – la autocomunicación, el Espíritu Santo, la gracia y el amor – y del hombre hacia Dios – la obediencia, el sacrificio y la representación vicaria - .

La meta de la Encarnación es hacer al hombre semejante a Dios, partícipe de la vida divina. En Cristo, el Verbo encarnado, el nuevo Adán, “se contiene la vida nueva para todos los que entran en la forma Christi mediante la obediencia de la fe, el seguimiento del Crucificado y la esperanza en la participación de la forma de Cristo resucitado” (G.L. MÜLLER).

San Atanasio sintetizaba la theosis, la deificatio, de la siguiente manera: “Se hizo hombre para divinizarnos. Se reveló en el cuerpo para que llegáramos al conocimiento del Padre invisible; cayó bajo la petulancia de los hombres para que heredáramos la inmortalidad”.

La divinización consiste, en definitiva, en participar, por la gracia – adoptivamente -, en la relación filial del Hijo de Dios hecho hombre. La gracia es comunión con la vida divina; con el Padre a través del Hijo y en el Espíritu Santo.

La única e indivisible Trinidad –enseña el Concilio Vaticano II – “en Cristo y por Cristo es la fuente y el origen de toda santidad” (LG 47). En Él, en el Verbo encarnado, está el modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí…” (Mt 11,29) . Pero es el Espíritu Santo quien nos hace conformes a Cristo . Como decía San Juan Pablo II:

“Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros".

Aprender de los santos, acercarnos a ellos, es como visitar una espléndida colección de retratos de Jesucristo. En cada uno de esos retratos podemos ver reflejados, en un tiempo y en un lugar concretos, los rasgos del Señor. Las obras de arte y los santos constituyen la mayor apología de nuestra fe, ya que Cristo, el Logos que es amor, se expresa en la belleza y en el bien.

En palabras de Jean Guitton, los santos son “como los colores del espectro en relación con la luz”, pues cada uno de ellos refleja, con tonalidades y acentos propios, la luz de la santidad de Cristo, de Dios. Y es el Espíritu el que plasma en los santos esta luz:

“Cada santo participa de la riqueza de Cristo tomada del Padre y comunicada en el tiempo oportuno. Es siempre la misma santidad de Jesús, es siempre Él, el Santo, a quien el Espíritu plasma en las almas santas, formando amigos de Jesús y testigos de su santidad” (Benedicto XVI).

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7.06.14

La libertad religiosa del Rey

Se ha comentado durante estos días si el futuro Rey de España ha de iniciar o no su reinado con alguna celebración religiosa. Al respecto, muchos invocan el artículo 16,3 de la Constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Aunque, si se lee completo ese artículo, dice también: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

No da pie este artículo a un laicismo excluyente, ni siquiera a una mera “laicidad positiva”, sino a una aconfesionalidad del Estado que, en modo alguno, es indiferencia hacia lo religioso. Las creencias religiosas de la sociedad española han de ser tenidas en cuenta por parte de los poderes públicos, en orden a una relación de cooperación con la Iglesia Católica, a la que pertenecen muchos ciudadanos españoles, y, proporcionalmente, con las demás confesiones.

Pero el artículo 16,3 está precedido por el 16,1: “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Se trata de un derecho humano, que la Constitución reconoce ampliamente: “sin más limitación” que la necesaria para mantener el orden público.

Es de suponer que esta libertad religiosa y de culto se le reconoce también a la persona del Rey. El Estado es aconfesional, pero el Rey no tiene por qué serlo; es más, no puede serlo. El Rey es una persona y, como tal, tendrá sus propias convicciones en el ámbito de lo religioso. Puede ser ateo, agnóstico, creyente, indiferente…. Lo que sea, pero químicamente “aconfesional” no acabo de entender cómo. Puede ser, también, católico.

Y, al menos desde fuera, sin entrar en su conciencia, el futuro Rey se ha manifestado como católico. No solo está bautizado, confirmado y ha hecho la primera Comunión. Sino que también se ha casado por la Iglesia. A nadie le consta que haya apostatado. Por tanto, si es católico, tiene derecho a manifestar su fe religiosa, siempre y cuando esa manifestación no atente contra el orden público.

Es decir, que si el futuro Rey desease, al comienzo de su reinado, pedir públicamente la ayuda de Dios para el buen desempeño de su tarea no estaría contradiciendo en nada ni la Constitución ni la aconfesionalidad del Estado. Estaría, simplemente, ejerciendo un derecho que le corresponde como ser humano y como ciudadano español.

Un Rey, y en general una autoridad civil, es un servidor de todos. Y tiene que tener como objetivo el bien común de la nación y de toda la comunidad humana. Para los creyentes, un Rey – o, en general, una autoridad legítima – es un representante de Dios, a quien se le debe obediencia y colaboración, sin menoscabo de una justa crítica, si acaso quien tiene el poder perjudica a las personas o el bien de la comunidad.

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