InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Marzo 2014

22.03.14

Tengo sed

Homilía para el Domingo III de Cuaresma (Ciclo A)

Sin la necesaria aportación de agua nuestro organismo no puede sobrevivir. Pero la sed del hombre va más allá de la necesidad física de evitar la deshidratación. La sed simboliza el deseo profundo de nuestra alma. Aspiramos no solamente a mantenernos con vida, sino que queremos que nuestra vida merezca la pena ser vivida. Tenemos sed de algo más que de agua. Tenemos sed de justicia, de amor y de sentido.

Jesucristo, Dios y hombre verdadero, expresa en su petición a la samaritana: “Dame de beber” (Jn 4, 7), un doble anhelo. El Señor, consustancial con nosotros por su humanidad, experimenta el cansancio y el calor, solidarizándose así con todos los sedientos. También, poco antes de su muerte, dirá desde la Cruz: “Tengo sed” (Jn 19, 28). Pero su sed manifiesta, a un nivel más profundo, el deseo que Dios tiene de nuestra fe y de nuestro amor: “La sed de Cristo es una puerta de entrada al misterio de Dios, que se hizo sediento para saciarnos, como se hizo pobre para enriquecernos (2 Co 8,9)”, comenta Benedicto XVI.

Dios tiene sed de nosotros y suscita en nosotros la sed de Él. Así como el agua no es un lujo, Dios tampoco es para el hombre un complemento superfluo, sino Alguien de “primera necesidad” para nuestras vidas.

A la mujer samaritana no le faltaba el agua. Tenía cerca el pozo, un manantial con el que el patriarca Jacob había asegurado la vida de su pueblo. Pero el agua de ese pozo sólo podía saciar parcialmente su sed. Jesús, en el diálogo con esta mujer, le promete un agua “que salta hasta la vida eterna”, un agua que sacia de modo definitivo la sed.

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18.03.14

Don José Delicado Baeza. In memoriam

Don José Delicado Baeza. In memoriam

Publicado en Faro de Vigo

Los sacerdotes, conforme vamos cumpliendo años, solemos llegar a nuevos destinos, aunque siempre queda una huella, en la memoria y en el corazón, para nuestras primeras parroquias, aquellas en las que hemos empezado a ejercer el ministerio pastoral. Creo que algo similar les sucede a los obispos. Su primera diócesis suele ser recordada por ellos de un modo especial.

Cuando yo estudiaba en Roma, en un más de una ocasión tuve la oportunidad de saludar a Mons. Delicado Baeza. Él era, por aquel entonces, arzobispo de Valladolid (lo fue desde 1975 hasta 2002). Bastaba decirle: “Soy sacerdote de la diócesis de Tui-Vigo", para que, enseguida, se dibujase una sonrisa en su rostro y de estableciese una breve, pero grata conversación.

D. José Delicado Baeza fue el segundo de una saga de obispos de Tui-Vigo que compartían el nombre de “José". Tras el pontificado de D. Antonio García y García, que pasó del obispado de Tui al arzobispado de Valladolid, fue nombrado obispo de Tui el agustino José López Ortiz, quien rigió la diócesis tudense - y , luego, de Tui-Vigo - desde 1944 hasta 1969. Tras él, José Delicado Baeza (1969-1975); José Cerviño Cerviño (1976-1996) y José Diéguez Reboredo (1996-2010).

Su etapa episcopal en Tui-Vigo fue corta, pero intensa. Esos años, de 1969 a 1975, son años de transición, primero, en el terreno religioso y, sucesivamente, en el terreno político y social. El Papa Pablo VI, aplicando las directrices del recientemente clausurado Concilio Vaticano II, propició un nuevo perfil de obispos que preparasen a la Iglesia en España para desempeñar su labor pastoral en un contexto nuevo, abierto, poco a poco, a la pluralidad de un régimen democrático, similar al que ya por entonces estaba vigente en las demás naciones de Europa occidental.

En esa clave de cambio se ha de situar, creo yo, la tarea episcopal de Mons. Delicado Baeza en Tui-Vigo, con sus aciertos y con sus límites. Había nacido en Almansa (Albacete) en 1927 y fue ordenado presbítero en esa misma ciudad en 1951.

Ya como arzobispo metropolitano de Valladolid, en continuidad con el estilo iniciado en Tui-Vigo, se distinguió por favorecer una pastoral más participativa y por potenciar el diálogo fe-cultura. Fue uno de los impulsores de la exitosa iniciativa “Las edades del hombre", que inició su andadura en Valladolid.

En la Conferencia Episcopal Española desempeñó importantes cargos: miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral, de la Comisión Episcopal del Clero, Vicepresidente (1981-1987), así como presidente la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis y vicepresidente de la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades.

Como se ve, una trayectoria amplia, de grandes responsabilidades. Pero, más allá de los cargos desempeñados, está la vida interior de un hombre de fe y de apasionada dedicación a la Iglesia. Siendo yo un joven sacerdote pude atisbar algo de esta dimensión más oculta participando en unos ejercicios espirituales que Mons. Delicado predicó al clero de nuestra diócesis en el convento franciscano de Canedo.

En una muy reciente entrevista, D. José Delicado hablaba de esta experiencia interior. “¿Cómo le gustaría ser recordado?", le preguntaba el periodista Jesús Bastante. Y él contestaba: “Me gustaría que rezasen por mí. Y que mis amigos, y también los que no me conocieron, se preocupasen por estar unidos en la función principal que es el trabajo por la Iglesia".

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14.03.14

Gloria, futuro, encuentro

Homilía para el Domingo II de Cuaresma (Ciclo A)

En un “Mensaje para la Cuaresma”, Benedicto XVI sintetizaba el significado del Evangelio de la Transfiguración: “El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: Él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor”.

Detengámonos en la contemplación de este pasaje evangélico (cf Mt 17,1-9), considerando tres aspectos: La Transfiguración como manifestación de la gloria de Cristo, como anuncio de la divinización del hombre y como invitación a sumergirse en la presencia de Dios.

1. La Transfiguración muestra a Jesús en su figura celestial: Su rostro “resplandecía como el sol” y sus vestidos “se volvieron blancos como la luz”. Moisés y Elías, precursores del Mesías, conversaban con Jesús.

La voz que procede de la nube confirma la enseñanza de Jesús: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle”. Es preciso escuchar a Jesús y cumplir así la voluntad de Dios. San Juan de la Cruz comenta al respecto que sería agraviar a Dios pedir una nueva revelación en lugar de poner los ojos totalmente en Cristo, “sin querer otra cosa alguna o novedad”: “Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aun más de lo que pides y deseas”.

La aparición de la gloria de Cristo está relacionada con su Pasión: “La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente” (Benedicto XVI).

2. El evangelio de la Transfiguración habla también de nuestro futuro. A través del Bautismo nos revestimos de la luz de Cristo y nos convertimos nosotros mismos en luz. San Pablo dice a Timoteo: “Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal” (cf 2 Tim 1,8-10).

El Catecismo explica que la Transfiguración es, como decía Santo Tomás de Aquino, “el sacramento de nuestra segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (cf Catecismo, 556). Cristo, nuestro Señor, transformará en su segunda venida “este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3,21).

3. Los discípulos – Pedro, Santiago y Juan – experimentaron en “una montaña alta” un encuentro con Dios. El monte simboliza siempre el lugar de la máxima cercanía de Dios. En la vida de Jesús están presentes diversos montes: “el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión” (Benedicto XVI).

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12.03.14

Transmisión de la fe y vocaciones al sacerdocio

Se acerca la solemnidad de San José y, por consiguiente, el “Día del Seminario”. Una Jornada especialmente dedicada a orar por las vocaciones al sacerdocio. La Iglesia no existe sin la Eucaristía, y no hay Eucaristía sin sacerdotes. Y esto es así por una razón muy sencilla: la Iglesia no es una edificación humana, sino divina. Es decir, la Iglesia no es un “club”, que nace de la voluntad de sus socios. Es otra cosa, es institución divina. El signo sacramental – concreto, sensible, visible - de esta prioridad de la gracia, de la iniciativa divina; en definitiva, de la principalidad de Cristo, es el sacerdocio. El sacerdote nos recuerda que lo esencial no viene de nosotros mismos, sino de Dios.

El tomo XII de la edición española de las “Obras completas” de Joseph Ratzinger se titula “Predicadores de la palabra y servidores de vuestra alegría” (BAC maior, 109, Madrid 2014, 860 pág.). En el prólogo del editor, escrito por G. L. Müller, actual Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se lee: “el sacerdocio no es un simple ‘oficio’, sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor”.

Sin fe, sin transmisión de la fe, es imposible que surjan vocaciones. “Imposible”, para Dios, no es nada. Pero Dios no suele forzar las cosas. Realmente, parece que hemos reducido la fe a lo que no es fe. Parece que hemos reducido la fe a una caricatura de la misma. No basta con haber sido bautizado. No basta conque nuestros padres se declaren creyentes. No basta con intentar ampararse en una fe “ambiental”, que ya no existe.

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8.03.14

El combate de la conversión

Homilía para el I Domingo de Cuaresma (A)

Cada año “la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de
Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana”
(Benedicto XVI). Este itinerario comprende el anuncio de la Palabra, la acogida del Evangelio que lleva a la conversión, la profesión de fe, el Bautismo, la efusión del Espíritu Santo y la comunión eucarística. Un trayecto que los catecúmenos han de transitar por primera vez y que los ya cristianos hemos de actualizar.

La escena evangélica en la que contemplamos a Jesús ayunando durante cuarenta días y siendo tentado por el diablo (cf Mt 4,1-11) nos invita a tomar conciencia de nuestra debilidad; a luchar contra el Enemigo, el diablo, que – como nos recuerda el Papa -“actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Seor”; y, en tercer lugar, a abrirnos a la esperanza, basada en la victoria de Cristo, de vencer a las seducciones del mal.

¿En qué consiste nuestra debilidad? De algún modo, en nuestra propia naturaleza herida, que arrastra – querámoslo o no – las consecuencias temporales del pecado original: la amenaza del sufrimiento, el desafío de la enfermedad, la intimidación de la muerte, el ataque de nuestras fragilidades y el continuo peso de nuestra inclinación al pecado, de nuestra concupiscencia.

¿Cuál es nuestra lucha? Es, ante todo, el combate de la conversión, que tiene como punto de mira la santidad y la vida eterna a la que el Señor nos llama. En este duelo, el diablo no concede tregua. La Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia nos recuerdan la existencia de “una voz seductora, opuesta a Dios, que, por envidia”, nos empuja hacia la muerte (cf Catecismo 391). Es la voz de Satán y de los otros demonios, ángeles caídos cuyo fin es encantar a los hombres para apartarlos de Dios.

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